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Foro para escritores de Bubok

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oterocouto
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106ª Edición Concurso bisemanal de relatos - Tema: JUEGOS (Aquí relatos)

9 de Septiembre de 2013 a las 18:27

Desde hoy y hasta las 22.00 hs. del jueves, 19 de septiembre, podéis publicar aquí los relatos.

El tema de esta edición: JUEGOS

 

oterocouto
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Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2012
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  • 10 de Septiembre de 2013 a las 16:44
“La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato.” RAYUELA, capítulo 36. JULIO CORTÁZAR
concursoderelatos
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  • 13 de Septiembre de 2013 a las 14:30

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¿Quieres jugar conmigo?

Nadie piensa en cómo será su vejez. Cuando somos jóvenes, todos creemos que la juventud es un derecho que nadie nos va a arrebatar. Luego, según pasan los años, te das cuenta de que no puedes hacer nada para evitar lo inevitable.

Paco no había tenido tiempo para pensar en esto ni en nada que no fuera trabajar. Sentado en una silla incómoda en su habitación de la Residencia de Ancianos El Refugio, pensaba en ello medio adormilado. Le dolía la pierna, le dolía la espalda, su corazón palpitaba de más. Cada día había un dolor que podría ser el mismo o uno diferente. Cogió el bastón, se puso en pié y se asomó a la ventana. Llovía. La lluvia le traía recuerdos siempre. Era lo que le quedaba, los recuerdos, por eso solía recrearse en ellos.

Siempre había vivido su vida como si fuera un juego. A veces ganas y otras pierdes, solía decirse. Cuando era pequeño corría por las calles empolvadas de su pueblo, entre gallinas y gorrinos. Con su pantalón raído y las alpargatas de esparto que les hacía su madre, era un niño feliz, a pesar de que tenía que trabajar duro para ayudar a su padre y de que había días que solo tenían sopa para comer. Sus amigos y él montaban sobre un palo, se ponían el jersey a los hombros y hacían gorros con papeles grasientos de olor a tocino rancio y eran los héroes de todas las aventuras que se les ocurrían. Por las noches escuchaba a su padre hablar de la guerra y los crímenes que se habían cometido en nombre de la Patria. A veces sus padres discutían y se desesperaban porque la contienda no había servido para quitar el hambre, sino para crear más desigualdades.

Era un niño, así que seguía jugando con huesos de fruta o tapones de gaseosa o un balón hecho de trapos viejos.

En cuanto tuvo edad suficiente Paco decidió que tendría que irse. ¿Qué futuro le esperaba en el pueblo? Se fue al norte, como muchos otros. Durante un tiempo vivió donde pudo y como pudo, hasta que un día encontró trabajo en una fábrica de chinchetas. Había que contarlas y meter cincuenta en una caja pequeña de cartón. Una tras otra, tras otra. Propuso a sus compañeros jugar a hacer carreras, a ver quién rellenaba más. Después de todo seguía siendo un niño. Luego consiguió que le trasladaran al almacén y más tarde cambió de trabajo. Ayudó a un hojalatero y aprendió el oficio. El mejor día de su vida, hasta ese momento fue cuando conoció a Vicenta, una chica de su provincia que había venido a servir en casa de un médico. Ambos tenían veintidós años, a los veinticuatro decidieron casarse.

Vicenta era morena, más bien baja, un poco gordita y con una sonrisa contagiosa. Desde que llegó, vivía en casa de los señores a los que servía.

Paco reunió todo el dinero que había ahorrado y pidió un crédito al banco. Quería para su mujer lo mejor. En los suburbios, retrepado en la colina estaba el barrio de los Cerezos. Lo componían pequeñas casitas, casi chabolas, que habían ido construyendo por las noches emigrantes venidos de todo el país a buscar trabajo. Si levantabas el tejado ya no podían impedirte seguir construyendo, eran las normas del Ayuntamiento, dueño del terreno. Paco le compró a un vecino, que había decidido ir a trabajar a Alemania, los cimientos de la que sería su casa. Le costó mucho esfuerzo acabarla. Todos los días al salir del trabajo, hacía esto o lo otro. Una cocinita, una sala, un dormitorio y un retrete. Hecha con ladrillos, cemento, madera... una casa de verdad.

Cuando Paco y Vicenta se casaron, fueron a ver a sus familias al pueblo. Y luego comenzaron su nueva vida. Paco le dijo a su mujer que la vida era algo así como un juego y que quería jugar con ella siempre. No le entendía bien, aquel hombre tenía unas cosas... Pero estuvo de acuerdo y jugaron a amantes, a amos de casa, a cocineros, a acaudalados paseantes en las fechas señaladas, en las que se permitían tomar un helado o un refresco y, finalmente, a padres del único hijo que podrían tener. Tuvieron que trabajar mucho, pero consiguieron prosperar.

Aquel fue el peor día de su vida, o casi. Hubo otros similares después. Le llamaron a la obra. Bajó a la oficina del capataz y cogió el teléfono. ¿Mi hijo? ¿Qué le pasa a mi hijo?

Vicenta dejó de ser ella misma cuando el hijo murió, un accidente, dijeron. Dejó de sonreír, de ir al trabajo y de jugar. Se sentó en una silla en la pequeña cocina y apenas se movió de ahí más que para seguir cumpliendo con sus obligaciones de ama de casa, pero ya no era un juego. Para Paco tampoco. Solo la miraba allí quieta, sabiendo que en su cabeza y su corazón solo estaba la imagen de su hijo, su recuerdo. El también sufría, pero le tocó ser el fuerte aunque se sentía desesperado por no poder hacer nada por ella, porque ni él mismo creía, cuando se lo decían con buena intención, que la vida seguía y había que seguir viviéndola.

Entonces le ofrecieron un puesto en una fábrica de fundición importante y decidió que cambiar de ambiente quizá le vendría bien y lo aceptó. Se volvió reservado y polémico, se unió a los que protestaban y si había algún problema laboral, allí iba él reivindicativo y airado. Estaba enfadado con el mundo, con la vida, con los demás, consigo mismo. Estaba harto de todo. Sabía que nadie tenía la culpa de lo que le pasaba, pero no podía remediarlo y además no quería. Cuando llegó la reconversión fue uno de los que despidieron.

Se compadeció de sí mismo, había sido una injusticia, se decía.

— Vámonos —le dijo Vicenta

— ¿Irnos, a dónde?

—Volvamos al pueblo

La miró sorprendido y ¿Por qué no? Si vendía la casa, con su pensión y unos ahorros que tenían no necesitarían más.

Vicenta pareció revivir en el pueblo. Había vuelto a la infancia, estaba de nuevo en casa, con su gente, en los lugares queridos y familiares. Arreglaron la vieja casa de sus padres, ya muertos y se dedicó a cuidar la huerta, atender a las gallinas, hacer la comida. Pero no sonreía. Algo se había roto en su interior y era para siempre.

Cuando Paco se quedó viudo pensó que tendría que volver a jugar de nuevo. Esta vez el juego consistía en no llorar en público y como siempre, algunos días ganaba, otros acababa perdiendo. La casa se le caía encima, no conseguía mantener el más mínimo orden, comenzó a sentarse en la silla de la cocina en la que Vicenta pasaba las horas y en un momento de lucidez se dio cuenta de que tenía que hacer algo si no quería dejarse morir lentamente como había hecho ella.

El día que lo admitieron en El Refugio, la residencia de mayores del pueblo, se sintió liberado de una pesada carga. No quiso mirar atrás, ordenó que vendieran su casa, así no podría volver nunca más a ella.

El jardín resplandecía brillante de lluvia, los árboles desprendían las gotas una a una y una neblina transparente lo rodeaba todo como en un sueño. Paco seguía mirando distraído por la ventana. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Entonces la vio. Bailaba entre la niebla cubierta con un impermeable transparente y un paraguas rojo, la mujer paseaba por los caminos de losetas, ensimismada. De espaldas al edificio de la Residencia, parecía una aparición. Se bamboleaba al andar como si estuviera bailando a los compases de una música que solo oía ella. Paco la miró absorto. Por un instante le pareció que era Vicenta con su vestido de ir a misa los domingos y su pelo oscuro como cuando era joven. Fue solo un instante, lo suficiente para sentir un pinchazo en la cabeza. Ella estaba muerta, se dijo lloroso. Luego miró su bastón y abrió el armario, de la parte alta sacó su sombrero y la vieja gabardina pasada de moda. Se miró en el espejo, bajó las alas del Barbour y se lo encasquetó bien. Después colocó la prenda en sus hombros con las mangas fuera, atando los dos primeros botones bajo la barbilla. Se metió el bastón entre las piernas y comenzó a trotar como hacía cuando era niño, lanzando gritos: ¡Arre, arre!

Salió al pasillo, lo recorrió trotando y entró en la sala de estar común dando unas vueltas por ella, ante la sorpresa de los demás pupilos.

— ¿Quién juega, quién juega conmigo? —gritaba alegremente entre risas

Todos seguían mirándole estupefactos y aunque nadie dijo nada, unos pensaron que le había dado un ataque de demencia. ¡Pobre Paco! pensaron otros. Estaba un poco raro últimamente, en eso coincidían todos.

María la del panadero, sacudía su paraguas en la entrada, lo dejó en el paragüero y le agarro de la capa. El impermeable transparente chorreaba agua mojando las losetas del pasillo, pero ella no se daba cuenta, trotaba alegremente tras él gritando alborozada:

— ¡Yo, yo, yo juego!

concursoderelatos
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  • 16 de Septiembre de 2013 a las 20:46

EL JUEGO DE LA BOLSA


El lujoso y negro automvil par lentamente junto a la acera, frente al novsimo edificio de la NAVCO Corporation. Las puertas delanteras y centrales de ambos lados se abrieron e, inmediatamente, bajaron tres hombres mirando en todas direcciones con ojos de expertos guardaespaldas. Poco despus y, una vez comprobado todo el rea cercana al vehculo, abrieron la puerta trasera por donde, lentamente, con la parsimonia que siempre le caracterizaba, baj Albert Wilcox.


Puesto en pie en la acera, se toc la corbata roja que sobre su negro atuendo, resaltaba estridentemente. Autoriz con la cabeza a su hombre y comenz a andar lentamente en direccin al edificio. A su paso, puertas y ascensores se encontraban abiertos, esperndole, como si la paciencia de la espera no tuviese lugar en la vida y persona de Albert.


Llegados al piso 10, lentamente se dirigi al despacho de Borj Andersen, presidente de la NAVCO. Este le esperaba en el centro del despacho, en pie.


—Qu tal el viaje, seor Wilcox? —le pregunt mientras tenda la mano que Albert, grosera y despreocupadamente, menospreci.


—Como su trabajo, Andersen —le contest mientras tomaba asiento en uno de los sillones.


—Pero Sr. Wilcox, usted sabe que en esa operacin…


—Ve? —ironiz flemticamente Albert—, usted mismo se contesta; es eso lo que me ha hecho recorrer medio mundo para presentarme ante usted y agradecerle, emocionada y personalmente, ese esplndido regalo de cumpleaos —y, pidindole un vaso de agua fra, prosigui—, porque debe reconocer que, teniendo tantos medios y estando tan considerado en el mundo burstil, una prdida de quince millones de dlares ha debido ser un gran acierto por su parte.


Andersen, al acercarle un plato con el vaso de agua fra, tuvo que sujetar el vaso para evitar que, con el temblor de sus manos, el agua se derramase por el suelo; sin embargo, no pudo evitar que parte de ella cayese al plato.


—Por Dios Bendito, amigo Andersen, tranquilcese! No ve que est vertiendo el agua en el plato? No sabe que el agua es uno de los cuatro elementos fundamentales de la vida, y que si a usted le absorbiesen toda el agua de su cuerpo solo quedaran parte de sus huesos y algn que otro recuerdo de lo que cen ayer? —mientras volcaba lentamente en el vaso el agua que haba cado al plato.


—No de… debe us… usted preocupar… se, Sr. Wilcox —tartamude visiblemente nervioso Andersen—, le garantizo que…


—No, por favor, Andersen, no se comprometa usted, buen amigo. No estar usted sufriendo una crisis nerviosa? —le interrumpi Albert, hablando con mayor lentitud y temple, a medida que aumentaba el nerviosismo de su contertulio—. Bien, bien —prosigui ante la insistente negativa de Andersen—, si hay que perder otros quince millones para que usted pueda demostrarme que tena razn en sus argumentos, pues se pierden.


Mientras hablaba, observ como la redonda y rellena cara de Andersen se fue poniendo blanca y su enorme y tembloroso cuerpo se apoyaba torpemente en el respaldo de uno de los sillones.


—Observo una cierta palidez en su rostro y me preocupa, aunque entiendo que, un hombre tan experto e inteligente como usted, habr previsto cualquier tipo de emergencia que pudiera surgir, como por ejemplo… —y detuvo su flemtico hablar intencionadamente.


Andersen, enormemente plido y respirando con dificultad, intent levantarse, al mismo tiempo que se llevaba las manos al pecho con un gesto de dolor, mirndole fijamente. Al darse cuenta, Albert, se levant lentamente y se acerc a l.


—Le deca que tendr previsto quien le pueda suceder en sus funciones mientras… —no fue necesario que prosiguiese, ya que el golpe seco que se oy al caer el obeso cuerpo de Andersen, le indic que poco podra or ya de su conversacin.


Parsimoniosamente se dirigi hacia la puerta del despacho, la abri, se par ante la mesa de la secretaria, pero mirando a los hombres de Andersen que, como fieles guardianes, se apostaban a cada lado de la puerta, y coment


—Creo que debe avisar a una ambulancia, seorita. El Sr. Andersen no ha sabido soportar su propio triunfo. La vida es muy estricta con nuestros comportamientos. Somos un perfecto equilibrio entre los cuatro humores, ya nos lo deca Empdocles. l eligi la bilis, o fuego, y se desequilibr internamente. Seorita, cuando termine, le ruego que haga que se rena el Consejo para liquidar y cancelar mi cuenta con ustedes. Gracias —y, lentamente, se dirigi hacia el ascensor.


concursoderelatos
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  • 18 de Septiembre de 2013 a las 18:53

El pastor de Delfos

El sol brillaba intensamente en lo alto, y apenas el filtro de las ramas de los árboles bastaba para evitar su calor. Los cuatro caballos estaban inquietos, y yo, Gelón de Siracusa, los observaba a unos cuantos pasos de distancia. Al abrigo de los árboles, en medio del ensordecedor sonido de cientos de cigarras, me acordaba del extraño joven al que con mi padre, mis primos y mis hermanos, Gerón y Polizelos, habíamos salvado del ataque de unos forajidos. Había sido una semana antes, el día anterior a nuestra llegada al Santuario. Aquel joven silencioso, un magnífico ejemplar de pastor de las tierras más allá del Parnaso, estaba en lo alto de una roca, mirando indiferente hacia el lejano mar que apenas se adivinaba como una tenue mancha verde azulada en la pequeña porción del horizonte que puede divisarse desde allí entre las elevadas peñas. Al pie de la roca un grupo de seis hombres aguardaban para robarle, como habían hecho tantas veces los malvados Crisios en el pasado con aquellos que acudían al oráculo, a los festejos o a los juegos. Sabían que el muchacho no podría estar mucho tiempo sobre lapiedra. Pero no contaban con que nosotros, con nuestros criados, íbamos a pasar aquel día por el valle. Como suele ocurrir con esa clase de miserables, cuando vieron llegar a un grupo de hombres con armas y caballos, huyeron como lo hacen las ratas cuando huelen el fuego.

El joven descendió de la roca, y nos miró a todos con curiosidad. Yo hubiese jurado que no era consciente del peligro que había corrido. Nos preguntó de dónde veníamos y quiso saber a dónde nos dirigíamos. Cuando le dijimos que íbamos a participar en los Juegos Píticos, en el Santuario de Delfos, que algunos de nosotros éramos artistas y pensábamos competir unos con la cítara, otros con bellos poemas, y que Polizelos, mi hermano, el afamado corredor, venía de las lejanas tierras de Siracusa dispuesto a enfrentarse con su cuadriga a los famosos y legendarios aurigas del Ática y del Peloponeso, pareció alegrarse. Como el joven se dirigía también hacia Delfos, le sugerimos que su uniese a nuestro grupo y viajase con nosotros. Y aceptó acompañarnos.

Durante el resto del viaje el joven se interesó mucho por los caballos. Mi hermano le mostró los cuatro animales que había elegido para su cuadriga. Y le contó su deseo de participar en la prueba y, por supuesto, de ganarla.

—¿Y por qué quieres hacerlo?— le preguntó el muchacho, al tiempo que miraba con curiosidad el estilizado pasamanos de la cuadriga. — Creo que el premio es una simple corona de laurel.

—Para el ganador de una prueba en los juegos Píticos esa corona significa que se ha hecho acreedor del aprecio de los dioses, que le permiten ungirse con el símbolo de Dafne, la joven ninfa que supo vencer a Apolo con su ingenio, a cambio de convertirse para siempre en árbol.

—Conozco esa historia... — dijo el muchacho. — Apolo comprendió que un amor como el que había experimentado por aquella joven, debía de haberle hecho reflexionar y detener su persecución, antes de que la llevase a aquella determinación final y a su metamorfosis.

—Aún así, ella le ganó. Desde entonces la corona de laurel es el símbolo del vencedor. ¡No puedes hacerte idea de lo que significaría para mí poder acudir al templo de Apolo con una corona ganada en los juegos! ¡Quiera en su bondad que lo logre y pueda postrarme a sus pies para darle gracias y bendecirle!

El joven miró a mi hermano en silencio durante unos instantes. Luego, viendo que habíamos llegado al lugar donde el valle del río Pleitos se abre al santuario, se despidió de nosotros y se alejó por el espeso bosque que llega hasta escasos metros del teatro y del templo.

Los primeros días de los juegos habían sido muy buenos. Los dioses se habían mostrado complacientes con nuestra familia. Mis primos lucían sus coronas de laurel y andaban aquí y allá confraternizando con otros poetas y otros músicos, algunos coronados como ellos, celebrando que ni Zeus ni Poseidón hubiesen puesto trabas que complicasen su venida a los juegos, y esperando que dentro del plazo de tregua podrían regresar sin daño a sus tierras de origen. Bebían suaves vinos y no tardaron en acostarse sobre la hierba de los claros del bosque, para descansar mientras llegaba la hora de las carreras.

Mi hermano Polizelos, con la túnica anudada a la cintura, subió por detrás a la plataforma del vehículo, que con sus dos ruedas trabadas con cuñas permanecía inmóvil detrás del tiro en que los cuatro caballos piafaban nerviosos esperando el momento de la salida. Tomó las riendas en su mano izquierda y con la derecha hizo una señal a dos jóvenes criados, que se acercaron y liberaron las ruedas apartando las cuñas de madera.

La carrera comenzó y muy pronto las cuadrigas corrieron en medio de una espesa nube de polvo, a través de la cual, desde las gradas de piedra apenas distinguíamos a los aurigas y a los caballos. Pero no me costó nada comprobar que Polizelos no lo iba a tener fácil. Dos cuadrigas, con grandes ruedas a las que el giro de los radios metálicos a la luz del sol daba la apariencia de brillantes espejos circulares, corrían a ambos lados del bravo Polizelos, amenazando con cerrarle el paso entre ellas. A poco que mi hermano cediese un par de codos, los dos rivales formarían un muro delante suyo y le dejarían sin opciones de ganar la preciada corona de laurel de los vencedores.

Lo que ocurrió a continuación me cuesta creer que haya sido real. En medio de los torbellinos de polvo, en el fragor de la carrera, con el estruendo de las cuadrigas y el retumbo de los cascos de los caballos sobre el suelo, tal vez lo imaginé. El joven pastor al que habíamos ayudado días atrás apareció corriendo como un gamo a pocos metros del grupo de cabeza. Saludó con una mano en alto y enseguida se aproximó al tiro de la cuadriga que quedaba a la derecha, que en aquellos momentos comenzaba a cerrar el espacio frente a Polizelos. El joven saltó sobre uno de los caballos y tiró de las riendas.

Apartada de la contienda por unos momentos aquella cuadriga, mi hermano encontró espacio libre por el flanco derecho y animó a sus caballos. Estos, como si se hubiesen dado cuenta de la ventajosa situación en que ahora se encontraban, galoparon con mayor furia y energía. Y tras recorrer velozmente la distancia que restaba hasta la meta, llevaron a su auriga a la victoria.

Cuando bajó del vehículo acudí a felicitarle. Había sido una magnífica carrera la suya. De hecho él merecía ganar y si lo había hecho con la ayuda del joven forastero había que tener en cuenta que éste había actuado para evitar una sucia maniobra de dos de los aurigas micénicos, que de haber prosperado hubiese supuesto a todas luces una injusticia.

—¡Enhorabuena, Polizelos!— le dije abrazándole.

—¡Apolo es grande, hermano! Cuando uno de esos tramposos estaba a punto de cerrarme el paso, quisieron los dioses que la fortuna me sonriese. Uno de sus caballos dio un traspié y perdió velocidad. Aproveché el resquicio que se abrió entre los dos contrincantes y aquí me tienes. ¡El laurel y la gloría son míos!

Extrañado le pregunté:

—¿No viste al joven?

—¿Qué joven?

Comprendí que concentrado en el manejo de las riendas y buscando el mejor camino no había visto lo que ocurría a pocos metros a su derecha. No le había visto.

Nuestro padre, nuestros primos, mis dos hermanos y yo celebramos una alegre fiesta cerca del Santuario, en una explanada al pie de un peñasco, próxima a la piedra del Ónfalo, y los numerosos amigos que habíamos hecho durante aquellos días se unieron a nosotros. Mi hermano lucía su corona de laurel y esperaba la caída del sol para dirigirse al templo de Apolo para ofrecérsela junto a su devoción y su agradecimiento. Como era habitual con los ganadores de los juegos, un equipo de escultores tomó el encargo de preparar una estatua para conmemorar su triunfo. Sería una hermosa estatua metálica, representando la figura de mi hermano tomando las riendas de su cuadriga. Espero que cuando esa estatua luzca en el recinto de los tesoros de Delfos, sea por muchos siglos un recuerdo imborrable de la extraña carrera que ganó mi hermano con la ayuda del misterioso joven.

Todo se ha aclarado. Al menos para mí. Y es que cuando hemos acudido al templo de Apolo, hemos sido recibidos por la Pitonisa, que nos ha obsequiado con una jarra de licor que ha escanciado en unos vasitos. Luego hemos entrado los cuatro, mi padre, mis dos hermanos y yo, acompañados por los dos venerables ancianos que guardan el lugar, en el sagrado santuario donde tiene lugar el oráculo. Polizelos se ha postrado ante la estatua de Apolo, y tomando la corona de laurel la ha colocado a sus pies. Después ha dado las gracias al dios, alabándole y expresando su devoción.

Ha sido entonces cuando la pitonisa se me ha acercado y con una misteriosa sonrisa me ha ofrecido un vaso de barro cocido, que ha llenado con un líquido fresco, aromatizado con alguna planta olorosa, tal vez una especie de menta. Me ha indicado que lo bebiese y me ha susurrado al oído unas palabras.

—Apolo te ha escogido, joven extranjero. El te abrirá los ojos.

Después nos hemos sentado en la bancada o escalón de piedra que rodea, adosado a la pared, el interior del sagrado lugar. Hemos conversado con los ancianos largo rato, y a medida que pasaba el tiempo yo iba notando como algo extraño ocurría en mi cabeza. Y cuando los ancianos nos han indicado que había llegado el momento de salir del templo, he mirado hacia la estatua de Apolo. Y el dios me ha sonreído y me ha saludado. Y le he reconocido. Era él, el joven pastor, el que ayudó a mi hermano. Apolo, el dios del oráculo de Delfos, el que mató a la Pitón.

albalatex
Mensajes: 97
Fecha de ingreso: 15 de Junio de 2013
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  • 19 de Septiembre de 2013 a las 5:12

Refiriéndonos al tema en cuestión, quisiera expresarme sobre los juegos virtuales en los últimos tiempos se puede observar como cada día son mas personas y de diferentes edades que se encuentran atrapadas a ellos. No soy psicóloga para opinar, solo puedo decir por propia experiencia que se pueden dar dos circunstancias para intervenir en ellos, la soledad en el mundo real o la forma de escabullirse de el y la sed de competencia.

Si bien hace unos años a raíz de un reposo obligatorio por enfermedad, incursione en ese atrapante mundo del juego virtual de guerras tribales, de la edad media, mi interés no fue lo bélico, sino  socializar.

Y digo esto, por que mi sed, en ese momento fue la comunicación en el foro,escribiendo relatos cortos,atrapando al lector hasta el próximo. Conquistando no con las armas sino con las palabras.

Surgiendo de aquellas largas esperas del regreso, de mis tropas virtuales, la narración de un romance de una guerrera, llamada Pie Oscuro y sus protectores señores feudales.

Se preguntaran ¿y eso que?

 Bueno señores míos, esto fue el comienzo de un cambio en mi vida, pues esta historia se transformo en un cuento corto subido a una revista mejicana en Internet con tan solo 1700 visitas de distintos países en un mes, convirtiéndose posteriormente en mi primer libro publicado y el cual provocara, en mí, una reacción. Luchar por la vida y por la libertad.

A veces un simple juego puede cambiar nuestro destino.

PD: No soy escritora, solo poseo una gran imaginación, por ahora solo soy autora.