Paso sopíparamente de copiar la definición del DRAE y aclarar qué es un ferrocarril. Y si no he puesto el tren ha sido para evitar vaciles con el tren de aterrizaje, el tren de vida o el tren de lavado.
Y de tema libre, como sugirió hace poco Nosebundos, nada: que entonces todo el mundo sacaría lo que tiene por los sótanos del ordenador. Así, fomento que cada uno se exprima el coco, que va bien para el Alzheimer.
Cercanías.
Viajo en tren porque me da miedo volar. También me da miedo navegar; así que lo de las islas… mejor lo dejamos. Viajo poco, la verdad. Podría ir en coche, pero no me gusta conducir. Bueno, conducir sí me gusta, lo que no me gusta es compartir la carretera con los demás coches. Cambian de carril cada dos por tres y lo de los intermitentes… que igual se gastan será. Unos van demasiado deprisa, otros demasiado despacio… ¿Y cuando hay niebla o está anocheciendo y no dan las luces o dan la de posición? Que también se gastarán será. O como decía mi amiga Lola: “si yo veo”. Tonta l’haba, que no se trata de que tú veas, se trata de que te vean a ti. Y que la luz de posición sólo se puede usar en parado, para determinar la posición del vehículo parado. En fin, el coche para traslados cortos y por recorridos conocidos, que no está ya una para esos estados nerviosos. A veces voy en autobús, pero se hace pesado, el autobús es más incómodo que el tren. Viajo en tren. Cuando viajo, claro. Y la verdad es que viajo poco. No soy muy viajera. Tuve una época en la que cogía el tren a diario. Para ir a clase. Podía ir en autobús desde Plaza Castilla, pero la estación de Chamartín me pillaba más cerca, además me saqué un carné para cercanías, como un abono de los de ahora, que me salía muy barato. Y compartía viaje con Jesús, sólo por eso ya merecía la pena. Cuando iba lleno (y lleno quiere decir lleno, en plan metro japonés a hora punta) solía agarrarme por la cintura. Era imposible caer, pero él me agarraba. Supongo que para no perderme entre la muchedumbre. Eso o que no tenía otro sitio en el que poner la mano. Me gustaba. Yo aprovechaba y también lo agarraba. Lo mejor era cuando nos tocaba ir frente a frente, aquello era un abrazo en toda regla. Pudimos besarnos en infinidad de ocasiones, la postura casi que lo pedía, pero no lo hicimos nunca. Nunca pasamos de agarrarnos por la cintura y sólo cuando el tren iba lleno. Pena, ahora lo recuerdo y me pregunto por qué no nos dimos nunca un beso, si lo estábamos deseando. Bueno, yo por lo menos lo estaba deseando, doy por hecho que él también, ¿por qué no iba a querer besarme? Yo era muy mona, claro que a los dieciocho lo difícil es no serlo. Éramos amigos y yo no utilizo esa palabra con frivolidad. Estábamos juntos desde que subíamos al tren hasta que nos separábamos en la esquina de mi casa a la vuelta de clase. Y en cuanto llegaba a su casa me llamaba por teléfono (y si no llamaba él, ya lo llamaba yo) Tiene gracia, no me acuerdo de qué hablábamos. De algo hablaríamos, digo yo, porque no íbamos a estar como dos cosas tontas con el teléfono en la oreja sin decir nada. Mi padre terminó por ponerle un candado al teléfono. Era un Heraldo con rueda. Luego lo cambiamos por un Góndola también con rueda; el futuro había llegado, estaba claro con sólo mirar el nuevo modelo de teléfono. El candado se quedó, en el futuro siempre permanece algo del pasado. Pero a lo que iba, que seguro que a él también le hubiera gustado que nos besáramos. Siempre que viajo en tren me acuerdo de Jesús. Pero casi no viajo, la verdad. En aquella época, como el carné valía para todos los recorridos de cercanías, siempre que salía con los amigos yo proponía ir en tren si el sitio casaba con alguna estación. Coló un par de veces, luego ya me decían que no, que mejor en metro o en autobús. Una lástima, a mí me gustaba ir en tren, así podía pensar en Jesús. Aunque ya pensaba sin montar, pero parecía que el pensamiento era como más real, otra cosa. A la vuelta, si podía, sí que cogía el cercanías. Yo siempre volvía sola; en realidad mis salidas con los amigos consistían en acompañarlos durante el trayecto a donde fueran, mis horarios eran diferentes a los del resto de la humanidad. Mi padre tenía su lógica horaria y ésa no era discutible. ¿Qué con dieciocho años tenía hora de llegar a casa y encima hacía caso? Pues sí. Diréis que qué raro. Y a lo mejor es verdad, pero yo soy así, si mi padre me decía algo yo le hacía caso, porque era mi padre y a los padres se les hace caso, que para eso son padres. Y que no conocisteis a mi padre. A mi padre se le obedecía sí o sí. No necesitaba más que mirar para que todo el mundo bajara la cabeza y se pusiera en marcha a seguir sus instrucciones. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Que a la vuelta de las “salidas” con mis amigos, si cuadraba bien y podía, cogía el tren. Me salía gratis con el abono (gratis no, porque el carné se pagaba, pero ya me entendéis), me sentaba tranquilamente a mirar por la ventana y a pensar en Jesús. Lo de mirar por la ventana era por dirigir la vista a algún sitio, porque la mayoría del trayecto transcurría por túneles. En cuanto llegaba a casa lo llamaba por teléfono. Sí, ya sé que había un candado, pero sólo en el teléfono del salón, en el de la habitación de mi padre no. Así que yo me iba a su habitación y llamaba; como no solía estar (sus horarios eran normales y de chico, que eso todavía existía) enseguida colgaba y mi padre no me reñía, eran llamadas razonables según su criterio. —Hola, ¿está Jesús? Soy Marta. —No, ha salido. —¿Le dice que lo he llamado? Por favor. —Sí, claro. Marta, ¿verdad? —Sí. Gracias, hasta luego. —Hasta luego. Una conversación razonable. Mi padre no entendía que una llamada se pudiera alargar más. ¿Qué más se puede decir en una conversación? Luego, algunas veces, me llamaba él. Sólo cuando los planes del fin de semana no le habían salido bien y volvía pronto a casa. No me iba a llamar de madrugada, claro. Por si acaso ya le había dicho yo que ni se le ocurriera. Cuando me llamaba, mi padre torcía el gesto, su franja horaria se veía vulnerada: “las once de la noche no son horas para llamar por teléfono”. No sé qué habría pasado si lo hubiera hecho de madrugada. Aunque creo que lo hizo alguna vez. El teléfono sonó, mi padre descolgó y colgaron, así hasta tres veces, ni una palabra según me dijo mi padre. “Algún gracioso que no tenía otra cosa que hacer”, concluimos juntos. Le pregunté a Jesús y me dijo que no, que no había sido él, pero no lo creí. Se puso colorado. Fue él, seguro. Cuando me llamaba nos tirábamos más de media hora hablando. Que no me acuerdo de qué, de verdad, pero la media hora larga se iba. Era como ir en el tren petado de gente, y de cara, como si nos abrazáramos. Y no nos dimos un beso nunca. Qué tontos. Hubo una temporada en la que Jesús dejó de coger el tren, unas tres semanas. Me resultó muy raro. Me decía que se había dormido o que había llegado pronto y a la vuelta siempre le surgía algo y se iba más tarde. Muy raro. Luego me enteré de lo que pasaba; había empezado a salir con Ana, otra compañera de clase. Ella tenía coche y él iba y venía con ella. Qué rebote me pillé. Me sentaron mal varias cosas: La primera: que no me lo hubiera dicho. Era mi amigo, ¿a qué esos secretos? La segunda: que Ana no era una chica con la que se salía para tontear, aquello casi seguro que era serio. La tercera: mi parecido físico con Ana; al principio nos confundían, algunos profesores seguían haciéndolo, incluso los compañeros si nos veían de lejos o de espaldas; muchos dieron por sentado que éramos hermanas. Concluyendo: que tenía motivos de sobra para estar enfadada. Madre mía, le monté una bronca… Jesús no se enteró, pensó que era por el seminario. Nos habíamos comprometido a ayudar en la organización de un seminario sobre el Siglo de Oro y él llevaba varios días sin aparecer. Nadie lo había echado de menos, bueno un poco, pero le salvé el trámite bastante bien. Luego le armé una… no era por el seminario, era por lo otro, pero él no se enteró. O sí. Dos o tres días después volvimos a compartir el tren a diario. Ida y vuelta. Y sí, seguimos sin besarnos. El caso es que aunque no viaje mucho, cuando lo hago me gusta hacerlo en tren, me recuerda a aquellos tiempos. Me acuerdo de Jesús, de cómo me agarraba por la cintura y de lo mucho que hablábamos por teléfono. No, nunca llegamos a besarnos. Como además me da miedo volar y navegar, de las islas… casi que mejor no hablamos. |
HIENAS
El chico se sentó y se frotó la nuca con suavidad, enseñando los dientes. Carlos seguía tumbado, como si aquella vía de tren fuese la almohada de una pensión. - Hugo, tío, túmbate que va a pasar en cualquier momento. Hugo lo miró con sonrisa desconfiada, luego retadora. Se quedó un rato más sentado, aún así, mirando el telón de estrellas que tenía de frente. - Eso es una cosa que se escucha, ¿que no? Hugo negó con la cabeza, sonriendo, y se volvió a tumbar. Igualmente tenía un montón de estrellas también ahí arriba. Una invasión en toda regla. - Me duele el cráneo como si ya me hubiese pasado por encima. Carlos se torció de la risa y perdió el control; se dejó caer desde demasiado arriba y el golpe contra la vía le retumbó a Hugo en su propia cabeza. - ¡Hostia! – dijeron al unísono, incorporándose. Carlos comenzó a rascarse la testa entre las piernas, como si estuviese intentando mirarse el culo. Hugo se puso entre las vías, descojonado, palmeándole la espalda. - Tío, que te vas a matar. Se quedaron un rato en esa postura, Carlos tocándose la nuca, con sabor metálico en la lengua producto del dolor, y Hugo de rodillas a su lado. - Joder, se me han saltado hasta las lágrimas. Carlos empujó a Hugo en el pecho y volvió a tumbarse, apoyando esta vez con bastante delicadeza la nuca en la vía del AVE. Hugo sonrió sobrado de confianza y se puso al otro lado, también cabeza en vía. Formaban una especie de pajarita humana. - Aquí viene – dijo. La cosquilla se fue haciendo sonido y rumor. Hugo notó que la tierra también temblaba debajo de su espalda y que sus piernas eran acariciadas como por mil alas de colibrí. - ¿Cuánto hace que me conoces? – preguntó Carlos. Su tono era serio. Como un cáncer. A Hugo no le gustó un carajo ese tono. - ¿Dos años? – propuso. El rumor ya era un duelo de barítonos y la tierra temblaba de tal forma que comenzaba a doler en los músculos. La vía les daba golpecitos en la cabeza. Hugo no contestó. - Mi hermana estaba allí – dijo Carlos - Y mi madre. Y mi hermano pequeño. La luz les cubrió repentinamente la cara y el pecho y Hugo vio la muerte de su amigo tan clara que se levantó sin saber cómo y se volvió gritando: - ¡CABRÓN! Tuvo que saltar hacia atrás antes de saber si lo había visto tumbado. Se dejó caer en la tierra mientras el aíre le sacudía y el sonido le aplastaba los tímpanos dentro del cráneo y se tuvo que agarrar a los arbustos para no ser arrastrado mientras las estrellas ya no significaban nada y el acero pasaba por delante de sus ojos tan rápido y cierto como la cola del diablo. - ¡Que hijo de puta… Se levantaron un buen rato más tarde, sucios de sudor y hierba seca, y comenzaron a andar hacia la ciudad. Hugo aún se reía de vez en cuando y miraba a las estrellas, arrancando alguna hierba alta para volver a lanzarla al lado. Luego otras veces miraba a su amigo de reojo. - ¡Qué cabrón! – repitió Hugo por novena o décima vez. |
SIGUE EL CUCHARÓN...SIGUE EL CUCHARÓN Nunca ví el día en que no supiera que quería ser libre..... Esclavo anónimo. Por el día las mujeres cantaban bajo un sol de castigo. Cada día, todos los días. Tal era la naturaleza de sus pensamientos, de forma que no pasaba una hora en la que Lewis (ya no recordaba cual era el nombre que le dieron sus padres al nacer) no pensara en recobrar la libertad. Desde que el primer negro africano pisó las tierras de la plantación Maryland se habían contado historias de fugas. La abuela Doris nos asustaba con historias terribles: amputaciones, latigazos y torturas de toda clase...todo para evitar que en algún momento de nuestras vidas, se nos ocurriera la disparatada idea de abandonar la plantación en busca de la libertad. Semejantes pensamientos tan sólo nos podían deparar sufrimiento o muerte. El capataz Jack era malo. En el concepto más amplio de la palabra maldad. Hacía maldades contínuamente, con el pensamiento, con la palabra y con sus acciones. Se pasaba el día paseando entre los líneos de algodón, montando su caballo tuerto y haciendo restallar el látigo, la mayoría de las veces tan sólo por darse el gusto de ver como aullaban los esclavos y apretaban el ritmo de trabajo. El amo le había encargado la ardua tarea de evitar por todos los medios las fugas de esclavos. Se decía que tales noticias le agriaban el carácter de tal forma que se pasaba días sin comer e incluso faltaba a los oficios religiosos del Domingo. El capataz Jack tenía una rehala de sabuesos adiestrados para la caza del hombre. Las malas lenguas decían que los alimentaba con la carne de los esclavos que osaban huír de la plantación. Aunque yo nunca presencié nada parecido, el modo en que me miraban los bichos al pasar y la forma en que gruñian, no me dejaban lugar a dudas. Aquellos perros negros eran seres diabólicos que se alimentaban de carne humana. Cuando un esclavo era capturado el castigo era brutal. Una vez, el sastre del amo, al que todos llamábamos General, se fugó. Al parecer estaba enamorado de una tal Lucy, una esclava al servicio de la esposa del amo y que había cometido el horrible delito de romper varias piezas de la valiosa vajilla del ajuar familiar. El amo, dispuesto a reconfortar la terrible pena de su esposa, decidió deshacerse de la tal Lucy vendiéndola río abajo a uno de esos comerciantes de esclavos que se dedican a comprar saldos para luego revenderlos en Texas. General, totalmente abatido ante la idea de no volver a ver a su amada, y después de beberse de golpe una garrafa de whiskey malteado, se largó de la plantación con lo puesto. No llegó muy lejos; el capataz Jack lo cazó tan sólo a unas millas de distancias, muerto de hambre y metido en un agujero en el bosque. Su castigo fueron unos latigazos y ser marcado a fuego en la frente con una “F”. Desde entonces el capataz Jack no le volvió a llamar General. Le cambió el nombre por el de Fugitivo, y cada vez que lo nombraba rompía reír mientras esgrimía su latigo. La primera responsabilidad del abolicionista es ayudar a los fugitivos Diputado abolicionista de Bostón. No había un día en que Lewis no soñara con recobrar la libertad. Y todo a pesar de las truculentas historias de la tía Doris. La primera vez que escuché hablar del Ferrocarril Subterráneo abrí los ojos como platos y tardé días en poder salir de mi asombro. Siempre había oído historias de negros que huian de la plantación y de los que no volvía a saberse nada. Pero generalmente asociaba esta inusual falta de noticias a la muerte segura del fugitivo. El capataz Jack solía decir que un esclavo muerto suponía perdidas irreparables para el amo. Y él no iba a pagar por esas perdidas, así que si algún esclavo huido moría en el tránsito de ser capturado, solía arrojarlo al río para que la corriente lo arrastrara hasta donde el buen Dios quisiera. A nadie en la plantación se le ocurrió nunca pensar que aquellos valientes, en realidad, habían conseguido alcanzar la libertad. De modo que cuando llegaron noticias de Dixie recobré el ánimo y los deseos de huir, de convertirme en uno de aquellos fugitivos de los que nunca más volvía a saberse nada. La carta de Dixie llegó con un viejo cuáquero que solía visitar la plantación cada primavera. Era un buen hombre que solía apiadarse de nosotros; nos regalaba un ungüento que aliviaba las heridas de los latigazos y las llagas que salían en las manos durante la época de cosecha. Aquel potingue apestaba a ranas podridas. Con el tiempo empezé a abrigar esperanzas. Huir, saltar al otro lado sin volver la vista atrás y jamás volver a llamar a nadie amo. El Ferrocarril Subterráneo era apenas una leyenda de la que tan sólo se hablaba por las noches, a la luz de las hogueras y muy bajito, para que los siempre atentos oídos del capataz Jack no nos puderan oír. Durante todo un año esperé la llegada del viejo cuáquero; un negro liberto que gozaba de cierta libertad para moverse entre los esclavos. Su amo le había concedido la carta de libertad después de toda una vida de esforzado trabajo en las plantaciones del territorio de Ohio. Algo me decía que aquella carta de Dixie tenía un sentido mucho mayor que el de abrir mi corazón a la esperanza. Era un signo. Seguro que el viejo cuáquero tenía algo que ver con aquel misterioro Ferrocarril Subterráneo. Tenía que enterarme, aunque con ello me arriesgara a ser descubiedrto y castigado por el capataz Jack. ...y por fin llegó el día. El cuáquero llegó a la plantación y me las ingenié para entrevistarme con él, lejos de miradas indiscretas. Me contó que, tanto él como un negro militante abolicionista, al que llamaba Garret, habían formado un grupo que trabajaba con la comunidad de negros libres de Delaware. Me contó que llevaba ya algún tiempo trabajando en secreto en la zona de Ohio y que, gracias a él, algunos esclavos de aquella misma plantación vivían y trabajaban libremente en el Norte. Me explicó que el sistema de claves mediante el cual se comunicaban y que yo debía saber interpretar si quería escapar. Todo estaba en la Biblia y en las canciones con las que los negros esclavos se consolaban los unos a los otros durante las duras jornadas de trabajo. Como es normal yo estaba estupefacto, durante toda mi vida había oído aquellas canciones, aquellas voces descompasadas, sin saber que en efecto, eran el camino hacia la libertad. El faraón era el amo, El río Jordán se refería al cauce del río Ohio y La tierra prometida eran los estados libres del Norte. El viejo cuáquero me contó que todo aquello componía la organización del Ferrocarril Subterráeno. Me dijo que en unos días un conductor se pondría en contacto conmigo, que debía hacer caso de cuantas indicaciones me hiciera, si quería llevar a término la aventura de mi vida. En efecto, tan sólo unos días después (el cuáquero ya había continuado su camino), mientras trabajaba en la plantación de algodón, una de las esclavas se situó junto a mí, me miró con los ojos muy abiertos, como platos, y comenzó a cantar. Era una canción muy pegadiza, cuyo estribillo era un contínuo y machacón... sigue el cucharón... que, tal como me había indicado el cuáquero, se refería a la Osa Mayor, estrella que debía seguir para encontrar la ruta de escape. La conductora de mi viaje me aguardaba aquella misma noche junto a las letrinas de los esclavos. Era una mujer menuda que apenas medía metro y medio. Las apariencias engañan, me dijo. A partir de ahora eres mi pasajero. No temás chico, yo nunca he perdido una maleta ¿Ves la estrella, Lewis? Sigue el cucharón, chico, sigue el cucharón... Durante días seguimos los raíles invisibles que conducían hacia nuestro destino. Caminamos durante muchas jornadas hasta que se nos hincharon los pies. Por el camino nos deteníamos en las estaciones; hogares de gente humilde que se comportaba con honestidad. Nos daban de comer y nos proporcionaban algo de descanso y esperanza antes de continuar con nuestro camino. Así hasta que por fin llegué a La Estación Central, en el estado de Delaware. Allí tuve la ocasión de conocer el nombre de la persona que me había conducido hasta la libertad. El nombre de mi conductor era Harriet. Harriet Tubman. Con el tiempo todos la conocimos como La Moisés del Ferrocarril Subterráneo. Ese mismo día se marchó de nuevo al Sur. Tuve ocasión de volver a verla muchas veces más, hasta que consegui que se convirtiera en mi mujer. Si tienes este cuaderno entre tus manos, y estás leyendo sus páginas, con toda seguridad eres uno de mis nietos. Casi todo lo que yo he hecho ha sido en público y he tenido mucho apoyo... Pero casi todo lo que tú has hecho sólo lo han visto un puñado de hombres temblorosos, asustados y con los pies hinchados. El cielo y las estrellas han sido testigos de tu compromiso con la libertad y de tu heroismo. Frederick Douglas, diputado abolicionista, en homenaje a Harriet Tubman ante la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América. |
EL PEZ GORDO, EL ASESINO Y LA CHICA DE LA PAMELA El tipo entra en el vagón con un atuendo propio de un hombre de negocios. A simple vista es un traje de pantalón y chaqueta, con camisa fucsia y una corbata del mismo color del traje con delgadas rayas blancas y celestes en posición diagonal. El traje también está lleno de rayas blancas verticales que lo cubren por completo. Creo que se llama “traje de raya diplomática”, pero yo qué cojones sé…no soy sastre. Lo mío es contar historias y esta va del señor que lleva puesto el traje encima. Señor por decirle algo ya que lleva un maletín de color (adivinad) negro en las manos y dentro de ese maletín forrado de terciopelo rojo hay escondido un revólver. Así que ya puedo deciros que ni es un hombre de negocios, ni un abogado, ni un político. De hecho a este tipo, de repugnantes valores éticos, ni siquiera le gusta vestirse así, solo está disfrazado para realizar un trabajo: que no es otro que pegarle un tiro en la cabeza a la mujer del contratante. Si, si, por eso lleva unas gafas de sol y peluca y barba postizas. Desde luego es poco original, pero con lo que pagan tampoco da para hacerse la puta cirugía estética. Coño, la mujer también va de incógnito. Ella es menos pomposa en el vestir, las cosas como son. Se conforma con unos vaqueros desgastados de esos que hacen con la técnica llamada sandblasting y que ahora quieren prohibir, con una blusa de satén beig que esconde sus enormes tetas y con unos zapatos de plataforma color rosa palo. Todo esto lo acompaña con su kit de camuflaje, que consta de pamela blanca y gafas de sol grandes que le dan un aspecto bastante logrado de pija-gilipollas. Debería quitarse todo porque os puedo asegurar que esta muy buena. Fliparíais. Pero bueno todo tiene su lado bueno y su lado malo ¿verdad? Esta tía nunca se enrollará con un fracasado como yo, eso está claro. Ella se liaría con un tipo mayor y con pasta que conociera en una discoteca de esas de botellas de Champagne y gente trajeada con camisas negras de colores salpicadas por mijillas blancas de cocaína. No tiene más que sacar sus artilugios de femme fatale a relucir bajo el escote y enamorarlo con su verborrea simpática y chispa natural que tantos sacrificios le ha costado conseguir. La cosa sigue con un par de buenas mamadas, unos polvos de órdago y mentir un poquito por aquí y por allá sobre lo atractivo que le parece. En dos semanas la “presa” ha caído y pasa a ser su chico. ¡Y qué cojonudo está vivir con un tío con dinero! Para qué se va a engañar si es lo que ha querido toda la vida. Vivir bien sin dar un palo al agua…hasta yo quiero eso, joder. La trata como una princesa de cuento, no tiene más que abrir la boquita y sugerir que aquel anillo de diamantes quedaría estupendo en su dedo. ¡Et voilá! Al día siguiente el anillo estará bajo la almohada de la cama de tres por tres de la lujosa habitación de la mansión Victoriana en la que ahora viven juntos. Pero ella solo sugiere, nunca pide. Que no se está aprovechando de ese hombre que por edad podía ser tu padre-abuelo. El caso es que vive de puta madre con un señor que la trata como una reina y que está de viaje tan a menudo que puede irse de fiesta con bastante frecuencia a que se la zumben jóvenes de su edad. Si la vida le sonríe, qué le va a hacer ella. Lo malo es que estas cosas suelen torcerse. Y esta vida de lujos se torció cuando se enteró de que el noviete era un narcotraficante de los gordos. De los que no pillan así porque así pero que está metido en unos berenjenales del carajo y que cualquier día podría aparecer siendo arrestado en su mansión. De esos que ve uno en la noticia principal del telediario siendo escoltado por dos policías camuflados mientras lo meten en un coche empujándole de la cabeza hacia el interior del vehículo. Eso la ponía nerviosa pero lo pudo sobrellevar. Con dinero estas cosas no se llevan mal. Lo malo es que pocos meses después la cagó: le sopló la gaita al amigo del amigo del hijo de su benefactor y él se enteró y a ella no le gustó nada lo que le hizo cuando llegó a casa. Mejor no lo cuento ¿no? A todos se nos tuerce el gesto cuando hablamos de insultos, golpes y violaciones anales. Tras la sesión hardcore la dejó encerrada pues tenía un viaje urgente y quería terminar de “solucionar” el asunto a la vuelta... con más tranquilidad. Y ¿ahora qué? ¿Qué me dices? Dime que no estaría más a gusto con un pajillero fracasado como yo, retozando en la cama y viendo películas eróticas de los 80´s que con el labio partido, el ojo morado, dos dientes rotos y un desgarro anal. Al menos no estaría con esa fea pamela sobre la cabeza tiritando de miedo, mirando de un lado para otro y deseando que salga el tren de una maldita vez. Y no tuvo mala suerte del todo porque gracias a un tipo al que dejó una vez que le tocara la almeja pudo salir de la casa. Esa alma caritativa le aconsejó que no fuera a la policía del lugar pues la tenían controlada. Le dijo que era mejor ir a una comisaría en la otra punta del país o esconderse en lo más profundo de una cueva. Ella decidió denunciarle…al menos podría sacar tajada. Fue a la estación de tren para realizar el viaje y se lo hizo saber a su salvador. Mala decisión. El tipo está ahora agonizando tras haber sido torturado para soltarle la lengua sobre el paradero de la joven. Volviendo al vagón del tren, tenemos a nuestro hombre del traje que acaba de salir del cuarto de baño donde ha sacado la pistola del maletín y se la ha echado al bolsillo derecho de la chaqueta. ¿Y sabéis por qué ha hecho eso? Pues ni más ni menos porque ha divisado al objetivo. La cosa ahora debería ir según el manual del perfecto asesino. Primero hay que comprobar la situación de la chica: está sentada en un asiento doble junto a la ventanilla. Por lo tanto hay que dirigirse rápidamente al asiento contiguo y antes de que pueda reaccionar, diciendo que está ocupado o cualquier gilipollez que se le ocurra, sentarse a su lado. En cuanto haga eso hay que sacar la pistola del bolsillo y apuntar a la víctima al estómago escondiendo el artefacto en medio de los dos. Una vez que se sienta amenazada se le dice que os vais a levantar y te va a acompañar, sin hacer ninguna tontería o será ejecutada allí mismo. A partir de aquí ya hay que improvisar un poco, claro. De todas formas el manual dice que si hace caso, hay que situarse a su espalda y echarle la mano izquierda por encima mientras con la derecha hay que dejar que note el sabor del acero del arma junto a su costado. Después se la lleva uno al coche y termina el trabajo. Si no hace caso y se resiste o se pone a gritar es aconsejable pegarle cuatro tiros y echar a correr hacia la salida más cercana. Normalmente se sale por la puerta antes de que algún héroe medio imbécil trate de detener al asesino. El camuflaje hará inidentificable al criminal ante la gente o las cámaras de seguridad. Hecho esto, hay que volver al lugar de reunión con el contratante, recibir la pasta y largarse un par de meses a un lugar cálido hasta que la cosa se calme. Siempre es mejor la primera opción…mucho más discreta. Así que nuestro hombre se lanza raudo a sentarse al lado de la chica de la pamela. Pero algo pasa, antes de que pueda sacar la pistola la mujer se vuelve hacia él, le da un beso de tornillo y cuando se separa le arranca la barba y peluca postizas y las gafas de sol dejando su feo careto a la vista de todos. Y antes de que el asesino pueda decirle mala puta, la mujer está de pie en medio del vagón gritándole a todo el mundo: “Por favor, atención todos, este es mi novio y acaba de pedirme matrimonio en este vagón…¿no les parece romántico? Nos vamos a casar. Y nuestro flamante hombre del traje en un alarde de idiotez suprema se levanta y saluda a un público entregado. Que tío más feo – piensa la vieja de enfrente. Cabrón con suerte – piensa un treintañero con granos que no se come una rosca. A mi qué cojones me importa – piensa el resto del pasaje mientras aplauden con una sonrisa en la cara la valentía del mequetrefe. Y así lo único que le queda al hombre, abrumado por aquello es largarse de la escena diciendo que va al servicio. Humillado y descubierto por aquella fulana se baja del tren y llama al contratante diciendo que la operación ha sido un fracaso…como su mierda de vida. Mientras tanto, la muchacha que no es tonta, se baja del tren por otra puerta y se sube al más cercano, vaya a donde vaya. Sabe que de seguir allí se encontraría una comitiva de bienvenida nada apetecible en la siguiente estación. Y ya no le valdría ningún truco. El caso es que se sube sin billete a un tren cualquiera. Al rato viene el revisor, un hombre de mediana edad, y la mujer se disculpa de mil formas y maneras por no tener pasaje. El hombre no atiende a razones y a la chica le toca rasgarse las rodillas en el cuarto de baño una vez más. Poco después los dos vivirán juntos en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. No tendrá tanto dinero como antes pero estará mucho más tranquila. Y lo mejor es que su nuevo chico trabaja muchas noches. |
(Relato sencillo para pasar el rato) Quiero irme Eusebio tuvo un único sueño en su infancia y fue tener un tren de esos que circulan dando vueltas y vueltas por un circuito cerrado. Cada vez que bajaban al pueblo a comprar, miraba el escaparate del economato y allí estaba para mayor gloria de sus ávidos ojos. Cada mañana de Reyes se levantaba esperanzado en la seguridad de que aquel año ellos sí se lo habrían traído, ya que era lo único que pedía siempre en su carta. Nunca sucedió tal cosa. - ¡Venga, date prisa que parece que estás en Babia! – le dijo Vicente, su padre dándole un ligero golpe en la cabeza Había demasiadas cosas en las que ocuparse. El viejo trabajaba en las minas que rodeaban el pueblo y él iba a la escuela, pero antes debía ayudar a su madre en las labores con los animales. Muy temprano llevaba las tres vacas que había en la casa a beber agua en el río y era en esos momentos cuando podía escuchar a lo lejos el ruido del tren subiendo la cuesta para llegar a lo alto de la meseta y el pitido que avisaba a los viajeros que estaba llegando al apeadero. Aquel tren estaba allí, podía oírlo, pero durante mucho tiempo nunca lo vio. Sujetando sus manos sobre la larga vara con que arreaba al ganado, imaginaba cómo serían los lugares a los que llevaba a sus pasajeros. Volvía a casa y ordeñaba la leche para vender y por las tardes volvía a repetir la misma labor y hacía los deberes de la escuela, mientras su madre cosía escuchando en la radio el consultorio de Doña Elena Francis o rezaba el rosario. También los días que no había escuela debía cumplir con sus tareas, pero después subía con sus amigos la empinada cuesta que llevaba al apeadero y jugaban entre las vías inventando aventuras peligrosas y al final se sentaban al borde del barranco para ver allí abajo el pueblo y las fincas que habían disminuido de tamaño. Las vías iban pegadas a la escarpada pared de roca y se perdían a la izquierda entre una línea de pinos y a la derecha desaparecían en un negro túnel sin luz. Desde luego aquel era el secreto mejor guardado y los amigos se habían juramentado para no contárselo a nadie. Si sus padres acababan enterándose les darían una buena zurra. Sebi soñaba casi a diario con largos viajes, con trenes que circulaban a gran velocidad y hombres misteriosos que intercambiaban maletines negros en los vagones; se veía bajando en la estación de algún país lejano y viviendo aventuras divertidas y peligrosas que siempre empezaban y acababan con un viaje en el ferrocarril. La última vez que su padre le dio una paliza porque las vacas se habían escapado de la cuadra, trepó colina arriba; iba tan furioso que no le pareció que el repecho fuera tan empinado, una vez en lo alto caminó por el borde de la vía aunque sabía que era peligroso. Sentía como si una culebra se removiera en su estómago. Escuchó el ruido familiar que anunciaba que el tren subía la cuesta, por la velocidad que llevaba supo que era un mercancías, Sebi se pegó bien al terraplén de la vía y cuando el tren pasó a su lado, sin pensarlo siquiera, dio un salto y subió a un vagón que llevaba bobinas de cobre, bien sujetas para que no se movieran y se escondió entre ellas. Desde allí vio como dejaban atrás el apeadero. Mientras atravesaban el túnel, creyó que moriría ahogado por el humo que iba lanzando la locomotora. Al salir a la luz vio sus manos y piernas tiznadas de negro por las partículas de carbón. De la locomotora brotaba ahora un pitido alegre que parecía celebrar que habían terminado de subir la cuesta y volvían a ver la luz del sol y él se reía excitado por la emoción y el miedo por lo que acababa de hacer. Sentado entre las bobinas, dejando que el viento azotara su cara Sebi veía las casas blancas de los pueblos familiares y a lo lejos las aguas quietas del pantano. Su corazón palpitaba alegremente, no quería pensar en lo que haría cuando llegara por fin a alguna parte y tuviera que bajar del tren, tampoco quería saber porqué lo había hecho. Solo estaba allí y era feliz. Cuando el tren llegó a su destino, en la estación dos guardias civiles le estaban esperando y sin más palabras lo metieron en la furgoneta y lo devolvieron a su casa. |
Sueños en vía muerta.
Los dos se sorprendieron al toparse con la vista. El hombre se sintió obligado a decir algo: -Discúlpeme. Me ha llamado la atención ver que leía a Borges y... -vaciló bajo la mirada inquisitiva de ella-, bueno, se me hace rara esa edición -señaló el libro. La mujer puso el dedo entre las páginas. -Es una edición argentina -aseveró con calma-. ¿Le gusta Borges? -Mucho. No es lectura de moda hoy día. Me sorprende encontrar una persona más joven que yo a la que también le guste. Aunque sospecho, por su acento, que usted ha viajado mucho. Quizás su interés por Borges sea profesional. La mujer colocó el guardapáginas y dejó el libro a un lado, en el asiento. -Soy devota de Borges. Estoy casada con la literatura por interés: soy profesora. Y nací en Argentina accidentalmente . ¿Y usted? ¿A qué se dedica? -A nada. Podría decir que, como todo el mundo, me gustaría ser algo distinto de lo que soy. Aspiro al menos a que lo que digo se parezca a mí. Ahora soy viajero en un tren. -¿Viaja usted mucho? -He estado en Iguazú. Si fuera un personaje de Borges añadiría “no sé si esto es meritorio”. La mujer sonrió, cómplice y complacida. El hombre prosiguió, alentado: -También estuve en Godafoss, donde los antiguos vikingos ahogaron a sus dioses. ¿Recuerda usted esa miniatura escrita a cuatro manos, con Silvina Ocampo? -Ajá, La muerte de Odín. -La noche después de Godafoss volví a leerlo. Me faltó la nieve para convocar al viejo dios, los turistas solo vamos a Islandia en verano. A Odín tampoco le hubiera gustado aparecer en un viaje organizado. Esos autobuses buscando una parada para aliviar impaciencias seniles no son los drakkars con los que soñaba Borges. -Es usted muy chisposo. ¿Sabía que Borges nunca estuvo en Islandia? Lo he documentado. -Sorprendente. Y usted, ¿ha estado? La mujer asintió. -¿Le gustaron las cataratas? Gullfoss, Skogafoss... -Hay algo en ellas que desdice de aquellos páramos de hielo y lava. El hombre reflexionó. -Tiene usted razón. Hace algún tiempo me dio por ver cataratas. Niágara, Victoria, el Salto del Angel, todas han creado una naturaleza esplendorosa a su alrededor. -Gran viajero -halagó ella. -Un viajero tópico. Ni aquello fue viajar ni esto es un tren que merezca ese nombre. -¿El AVE no es un tren? -preguntó ella arqueando las cejas. -Demasiado rápido para llevarte a algún lado realmente diferente. Mire, yo nací en una pequeña capital de provincias. En los planos del ferrocarril mi ciudad era un mero punto de paso entre otros. Para los que vivíamos allí, sin embargo, los trenes llegaban por alguno de los andenes y luego salían marcha atrás, como si nuestra ciudad fuera el fin de todos los trayectos. Yo lo sentía así desde que era niño: uno se iba de la ciudad o volvía a ella. No me imaginaba otro viaje. Hoy día todo el mundo está de paso. No viajan: se mueven. No era una estación vieja. Hoy lo sería. Tenía un vestíbulo espacioso a lo ancho, el despacho de billetes a un lado, la cantina al otro. Las paredes y el techo daban al viajero una lección de geografía provinciana: un mapa ilustrado con yuntas y arados, robustos pescadores con sus redes, campesinas fecundas con cántaros copiosos y cestos llenos de fruta. Los años volvieron anacrónica esta imaginería, hoy sustituida por mosaicos electrónicos donde se amalgama la información necesaria con la publicidad importuna. El olor a carbonilla te alcanzaba antes de traspasar las puertas que daban paso a los andenes. Había seis. Sus titánicos topes prevenían al viajero de la fuerza colosal que allí se rendía. En los largos laterales se sucedían dependencias tan variopintas como útiles: la consigna, fiel al viajero; una comisaría para prevenir el desorden; el despacho del jefe de estación; unos aseos que avergonzaban desde lejos con su olor a orines con zotal; y el gran reloj de esfera blanca, guardián de las horas. Todo bajo una techumbre curva, metálica, hija de la torre Eiffel y hermana de los puentes de hierro, que se abría por delante hacia el horizonte. He oído que los recuerdos infantiles ajustan las dimensiones a su propia escala. De mi niñez solo alcanzo a distinguir un tren y un único vagón. Me lo represento de una anchura imposible, con dos filas de bancos de listones de madera y un pasillo en el centro. Recuerdo también las cestas de mimbre, las fiambreras con tortilla. La pareja de guardias civiles, tricornio charolado, capote verde y fusil largo de cerrojo, conduciendo a un preso de mirada negra. Usted estará pensando que repito todos los tópicos del cine sobre la época. Le aseguro que los míos son los originales. Divagaré con una anécdota, si usted me lo permite. La contaba mi madre. El protagonista era su hermano menor y por ello el más querido. Durante la guerra, mi tío fue alistado a filas del ejército republicano. Al cabo de dos años, ya próximo el fin o la derrota, mi tío se presentó en casa sorpresivamente. Un buzo de milicias y un pañuelo rojo al cuello con las siglas FAI-CNT eran su disfraz. Había desertado. En una peripecia de muchos días, había huido del frente desde un lugar tan remoto como Porcuna, en Jaén. Aprovechaba las cuestas para subirse a los trenes. Se tiraba en marcha antes de entrar en las estaciones. Hoy no sería posible un viaje así: todo se mueve a velocidad vertiginosa y quien se baja es arrollado. La geografía de nuestro mundo era dilatada. A los nueve años nos fotografiábamos sentados a una mesa con un libro abierto, un globo terráqueo a un lado y un mapamundi a la espalda. El mismo mapamundi que había en la escuela, pero cuyos vivos colores no podían representarse en aquella fotografía que carecía de color, como todos nuestros libros. El cine, al que asistíamos dos o tres veces al año, prestaba imágenes a ese mundo de letras austeras. ¿Quién no ha tenido un amigo íntimo cuando ha llegado a la adolescencia? El mio se llamaba Jorge. Los dos destacábamos por alguna facultad. Él quería ser pintor. Yo quizás hubiera sido algo si hubiera seguido mis sueños. El instituto fue la época en la que leíamos las vidas de los grandes hombres como un espejo de lo que queríamos que fueran las nuestras. Los dos anticipábamos juntos el futuro de cada uno. No nos cabía duda de que tendríamos que salir de nuestra pequeña ciudad. Sentíamos que la capital, Madrid, acaso también París, eran el agua necesaria para el pez que había en nosotros. Un día mi amigo cogió el tren. Fui con él a la estación. A cuatro manos le dimos el último empujón a su maleta y a sus sueños. Entre nubes de humo blanco y dos silbidos entusiastas, mi amigo empezó su viaje y yo volví a casa pletórico de ilusión, como si también viajara subido en ese tren. Sus cartas llegaron durante meses a un ritmo regular. Me hablaba de la pensión, de lo difícil que era pasar el día con una sola comida, de cómo preservaba la ropa y el calzado en buen estado para no presentarse delante de sus contactos con aspecto de mendigo. Supe de sus primeros resultados, los que alentaban el futuro y los que lo decepcionaban. Mientras tanto, yo hacía tiempo para seguirle. Mis padres habían conseguido aliviarme el servicio militar -la causa o la excusa de que no pudiera acompañarle-, con un destino oficinesco en el Regimiento local. Al terminarlo, me esperaba un trabajo en el despacho de un amigo de mis padres, primer paso de un futuro que otros habían encauzado para mí. Pero yo seguía pensando en el viaje a Madrid. Diariamente, en mi trayecto desde casa al cuartel, pasaba junto a la estación. Muchas veces entraba. Me acercaba a la taquilla, escrutaba el cuadrante con los horarios como si fuera a sacar billete ese mismo día. Mi tren salía a las 20:53, tenía prevista su llegada en Atocha a la mañana siguiente. Me paseaba por los andenes, me cruzaba con los mozos de estación, sus blusones oscuros, sus carretillas cargadas de maletas. Me fascinaban los zapadores ferroviarios, aquellos soldados de uniforme fabril, azul mahón, que a modo de emblema de armas lucían una locomotora dorada encima del bolsillo de la sahariana. Espoleado por las penurias de mi amigo, cada semana detraía una pequeña cantidad de mi sueldo incipiente. Una caja cerrada con candado hacía de hucha. Así, durante meses. Mi amigo me apremiaba para que emplazara el viaje. A sus requerimientos respondía yo con prudentes cautelas. Me envolvía el sosegado alternar de las mañanas y las tardes. Empezaba el día en el despacho del amigo de mi padre, que pronto se convertiría en mi suegro. Después de comer acudía al casino, donde se me había admitido con todos los avales. Las cartas de mi amigo se me volvieron molestas, impertinentes. Demoré las contestaciones, las fui haciendo breves, formales. Dejé de apartar dinero para aquel viaje. Como quien evita encontrarse con un acreedor, rehuía pasar por delante de la estación. Para cuando él dejó de escribirme, mi matrimonio ya se había encarrilado. En algún momento de los preparativos de boda, abrí la hucha y gasté el dinero o lo ingresé en el banco. Mi mujer nunca supo que yo había querido escaparme de mi destino provinciano, ni que tuve sueños. Yo lo olvidé. -¿Y su amigo? -Nunca volvió, y si volvió, entiendo que no quisiera visitarme. -¿Consiguió la fama? -Su destino, creo, ha sido tan oscuro como el mio -cerró los ojos, evocándolo- Pero él, al menos, ha viajado. El hombre abrió los ojos y miró a la mujer que, frente a él, leía un libro que acaso era de Borges. “Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla.” La mujer bajó el libro. El hombre retiró la vista apresurado, para no encontrarse con ella. |
ENCUENTRO FORZADO El andén es un lugar inhóspito...solitario. El apeadero es un lugar inhóspito...solitario. El viajero parece inquieto. Fuma con avidez un cigarrillo; le da dos profundas caladas y se traga el humo. Apenas le afecta, quizás una leve tosecilla que se traga el ulular del viento sobre las chapas de uralita que hacen las veces de tejado. Un avispero abandonado muestra sus celdas vacías; una lagartija lo ha convertido en su hogar de forma eventual, durante las horas de sol. El reloj cuelga, de medio lado, de una pared desconchada y todavía marcada por los combates. Nadie se ha preocupado de tapar los agujeros y las esquirlas de metralla permanecen agarradas a los muros con sus uñas plomizas. Un empleado aparece de repente tras una de las esquinas del edificio, que se sostiene en pie a duras penas. Es un tipo esmirriado, luce una gorra de medio lado cuyo color indefinido le proporciona cierto aire romántico. Igual que el color de su piel, cetrino; además muestra arrugas como arañazos del tiempo. Lo mira con ojos glaucos, por un momento parece que va a decir algo, sin embargo escupe a los raíles del tren y continua con su faena. El viajero lo sigue con la mirada. Parece ocupado con algo, pero es incapaz de discernir el motivo por el cual se encuentra tan ocupado. Al final desaparece del mismo modo que irrumpió ante sus ojos, por el otro extremo del apeadero. Aunque esta vez parece que ha deslizado una mirada de reojo, por encima del hombro, como si no se fiara. Ha pasado el tiempo de forma imperceptible. El viajero mira las manecillas del reloj; no se han movido un ápice desde la última vez. La frontera con Portugal se encuentra tan sólo a unos kilómetros, lo cual convierte aquel paraje, árido e inhumano, en un lugar peligroso. La última pareja de guardias civiles se paseó a caballo muy cerca de allí. Los vio de lejos, sobre una loma; el amanecer despuntaba sobre un horizonte límpido y los rayos del sol hicieron brillar las hebillas de las monturas. Se sentó en un banco, con la espalda pegada a la pared y contuvo la respiración. El muchacho que le había preparado la documentación era un manitas. Un checo que tenía un pequeño taller en una buhardilla del Barrio Latino de París. Rememora durante un instante los momentos vividos los meses anteriores, los preparativos de la misión, a Chesky, con las uñas siempre teñidas de tinta negra y azul, siempre rodeado de tampones de caucho, forzando un milímetro más la perfección. El viejo aparece de nuevo. Arrastra una saca, probablemente contiene el correo que tan sólo minutos después entregará a alguno de los revisores del Lusitania. Aquello le indica que debe estar a punto de llegar a la estación. Él también tiene una carta que entregar; con un gesto instintivo se lleva la mano al corazón. Es allí, ocultas en el bolsillo de fieltro de su chaqueta, transporta las instrucciones para los miembros del Comité. Como cada año, desde el final de la guerra, los gerifaltes en el exilio se reúnen a discutir sobre los pormenores del gobierno. La República en el exilio es como un loco desquiciado que camina a bandazos, mientras parece buscar la atención de quienes le rodean, sin conseguirlo. Y cada año que pasa es más difícil. Por eso el viajero está cansado. Mira al horizonte buscando algún indicio; una columna de humo que desvele la presencia del Expreso de Lusitania. De memoria recita la contraseña. Qué guapa estás Lucía. En esta ocasión es una mujer; según le han indicado viste un falda gris plisada y un elegante sombrero, sin adorno alguno. Es joven, de unos treinta años, y se dirigirá a él en portugués. El viejo se para frente a él. El viajero se percata de que lleva, en una de sus manos, una banderola roja. Además ha sustituido la gorra de color indefinido por una mucho más elegante de revisor. Incluso parece que camina más erguido, con aire oficial. -El tren está a punto de llegar, amigo. Yo de usted me prepararía; para lo justo para recoger el correo. No espera a nadie. El viajero da un respingo. Es imperceptible, ha aprendido a ocultar la tensión crispando las manos alrededor del asiento del banco. Aprieta hasta que los nudillos palidecen y, poco a poco, recupera la calma. -Gracias. Muy amable. ¿Cree que me dará tiempo de ir al...? -No termina la pregunta. El revisor señala un chozo, algo separado del apeadero; la puerta está medio abierta y el viento la agita en un ligero vaivén que provoca un golpe sordo y continuo. El viajero se dirigé hacia allí. Por el camino respira hondo varias veces hasta que el aire fluye con algo más de normalidad. Todavía no ha llegado al excusado cuando un pitido en la lejanía le llama la atención. Se gira hacia el viejo. -¡Tranquilo! -Parece que husmea el aire. -Por lo menos diez minutos. -Sonrié mostrando una dentadura desproporcionada para su cara. Tiempo suficiente para poner sus ideas en orden. El viajero penetrá en la oquedad hedionda de la letrina. Es un agujero cavado en el suelo, del cual emana una sospechosa tibieza. Hace un esfuerzo por no vomitar, aunque no sabe si se trata de asco o de puro miedo. Un miedo que de repente, le agarrota el cuello y las manos. Piensa si no será mejor permanecer oculto allí, dejar que El Expreso de Lusitania pase de largo, dejar la carta en aquel agujero infecto y, si es preciso, cagar encima del mismo para que a nadie se le ocurra meter las manos donde no le llaman. Algo parecido a la responsabilidad se lo impide. Eso y que el viejo lleva medio minuto golpeando en la puerta del excusado. -¡Oiga, amigo! El Lusitania acaba de llegar, si no se da prisa se quedará en tierra. -El viejero asoma la cabeza con aire de disculpa. -Gracias, gracias, ahora mismo voy. Estoy un poco indispuesto. -Vamos...y ataquese la ropa. Hay mujeres y niños en el tren. -Le recrimina el viejo, apuntando con su dedo retorcido a los pantalones, guindando por las rodillas del viajero. -Esta gente de ciudad no tiene modales...- Se marcha refunfuñando. -Qué ojos más bonitos tienes. -La muchacha es muy bonita. Tiene la sutileza de las damas de la alta sociedad lisboeta. Lo cual le tranquiliza; nadie sospecharía de ella. -Obrigada – Contesta con un susurro timido. -Tal vez podría acompañarla hasta la estación de Don Benito. Allí tengo que bajar; soy viajante de chacinas y me tengo que entrevistar con un importante cliente de la localidad. Pero para mi será un placer hacerle compañía hasta allí. Ambos viajeros suben al tren. El Lusitania ha echado a andar. Lleva rodando unos metros a lo largo de los raíles. El hombre ayuda cortesmente a la muchacha y luego se impulsa y da un salto al interior. Una vez dentro ocupan un banco al fondo del vagón. Apenas hay viajeros en el tren. De repente, una pareja de guardias civiles hace acto de presencia. Ambos, con gesto circunspecto, recorren el vagón a paso lento. Entre ellos camina un muchacho; parece asustado. La muchacha dirige una mirada indiscreta a sus muñecas. Los grilletes deben hacerle daño, ya que las tiene despellejadas. Parece que va a decir algo, tal vez una leve protesta. El viajero la toma del brazo, la mira a los ojos, y la besa sin recato. -¡Oiga usted! A ver si guardamos las formas. ¡Qué está usted en un lugar público! -El guardia que lleva la voz cantante se encara con el viajero, el cual aparta el rostro de la muchacha y se disculpa con un gesto. -Lo siento. Hacía tiempo que no veía a mi novia. -Vuelve a disculparse. -Pues se van ustedes al cine. -Le increpa de nuevo. El Lusitania coge velocidad; a un lado y a otro de la vía, los campos amarillean en un mar de hierba reseca. A lo lejos la sierra se estremece en medio de una tormenta eléctrica que arroja nervios centelleantes sobre sus cumbres. -O..brig...briada. -Agradece la muchacha. El miedo le atenaza los músculos y le impide expresarse con claridad. El viajero le pone el dedo índice sobre los labios carnosos y la obliga a callar. Y el viaje continúa. . |
EL TREN DE LA VIDA
Cuando terminó la Gran Guerra Annan pudo por fin regresar a casa. Todo estaba igual que cuando se marchó tres años antes. Los muchachos que trabajaban en el campo corearon su nombre; al parecer le consideraban un héroe o algo así. Sin embargo, no había transcurrido mucho tiempo desde su vuelta a la aldea cuando su mujer le llamó por vez primera, medio hombre. Fue una sensación extraña; él no se sentía para nada un tullido, aunque arrastrar aquella pertinaz cojera a lo largo del laberinto de marjales que componían el arrozal, suponía la mayoría de las veces una tarea sobrehumana.
El vecino de Annan era un hombre pequeño y enjuto llamado Raji. Al igual que él había combatido a los nipones, alistado en el ejército de Su Majestad -¡Qué Dios salve muchos años!- y había sobrevivido a la guerra. No todos sus vecinos podían decir lo mismo. La mayoría de las mujeres de la aldea eran ahora viudas jóvenes, que se arrastraban por los campos intentando arrancarle a la tierra el sustento necesario para alimentar a sus hijos. Los hijos de la pobreza.
A menudo solían tomar vino de arroz, con la espalda pegada al tronco de una palmera, mientras contemplaban como el sol se ocultaba tras el mar de espigas verdes que se extendía a sus pies. -¿Sabes, Raji…? Tendríamos que hacer algo. Los maridos de esas mujeres dieron su vida por la Reina. Alguien debería agradecerles su sacrificio de alguna manera. –Annan dedicó un instante a observar la fila de mujeres que ascendían por el ribazo de tierra rojiza. Una empalizada separaba las casas de la aldea de la selva. -Es cierto, es cierto. –Proclamó Raji, al tiempo que le asestaba un golpe definitivo a al contenido de su cantimplora. –Y a todo esto… ¿Shari y tú…? –Preguntó con una sonrisa pícara en los labios. -Mi cojera le pone nerviosa. Intenta disimular, pero en el fondo piensa que no estaré a la altura… Además está lo otro… -Susurró Annan, bajando la voz a pesar de que no había nadie alrededor. -Ya se le pasará…cuando las cosas empiecen a ir mejor. –Tenía una sonrisa franca, sin fisuras ni dobleces. -¡No hay nada que no arregle un buen trago de vino! –Raji era un tipo optimista, sobre todo si se había trasegado una calabaza de aquel vino de arroz caliente y espeso, que se derrabada por el gaznate y le adormecía la sesera haciéndole olvidar las penas. -¡Fuera penas!
Tan, el viejo maquinista, se rascó la incipiente calva y escupió sobre los charcos del camino. -¡Malditos bichos! Si piensan que van a conseguir que llegue con retraso, lo llevan claro. –Cogió una piedra del camino y la lanzó con fuerza. El rebaño de toros que pastaba con parsimonia entre los raíles de la vía férrea ni siquiera se inmutó. Tan optó por una opción más dialogante. -Vamos hermanito. El viejo Tan tiene que poner su locomotora en marcha. ¡Toooda esta gente nos está mirando! Cada uno de ellos tienen una historia diferente que contar, cada uno de ellos tiene motivos diferentes para querer llegar a Calcuta a tiempo. El tren es lo único que no se puede parar en este mundo, hermanito. El mundo gira y gira sobre caminos de hierro. No puedes parar el mundo, hermanito. –El toro levantó la testuz y clavó sus ojos glaucos en Tan, para después emitir un mugido que hizo despertar a una bandada de grandes murciélagos.
A lo lejos, al doblar el recodo del camino, Tan distinguió a dos figuras que se aproximaban, tambaleándose y canturreando una extraña cancioncilla. -Mira tú por donde. –Suspiró aliviado. -Menos mal que la fortuna ha querido poneros en mi camino. –Annan y Raji se miraron atónitos. -Necesito vuestra ayuda. Tengo que apartar a esos toros de la vía. Entre los dos no os costará mucho trabajo…y yo os estaré eternamente agradecido. Tengo que poner en movimiento la locomotora. –Los dos aceptaron animosamente; al fin y al cabo no tenían nada mejor que hacer. El vino de arroz les había calentado la sangre en las venas, así que después de un par de intentonas consiguieron apartar al ganado de las vías del tren. -Muchas gracias amigos, que el buen Buda os lo premie con hijos fuertes y mejores cosechas. –Agradeció Tan inclinándose ante sus nuevos amigos varias veces. Annan y Raji imitaron el gesto y continuaron su camino hacia la aldea.
-¿Has visto a ese viejo? Ese si que sabe. Maquinista de tren. Ese si que es un trabajo y no el nuestro. ¿Cuántas veces viste a un maquinista de tren muerto o herido durante la guerra, Raji? Yo te lo diré, ninguna. ¿Tú crees que los hijos de ese viejo pasan hambre? Yo te lo diré. Seguro que no. –La lengua de Annan se había desatado. Habló sin parar durante todo el camino, y su discurso se abarrotaba en la mente de Raji como un murmullo parecido a la euforia.
-Me voy a Calcuta. –Anunció de sopetón. Shari era una mujer adusta; los años de soledad le habían enfriado el espíritu. Demasiados años sin reír, se lamentaba Annan cuando se enfrentaba al carácter taciturno de su esposa. –Si quieres puedes venir conmigo. No hay nada que nos retenga aquí…no tenemos hijos… -Annan decidió esperar a que sus palabras surtieran efecto. -¿Dónde quieres ir, Annan? Mírate, jamás conseguiremos salir de la pobreza. No te mereces ni el arroz que te comes. -Eres injusta conmigo, Shari. Mañana mismo me marcho; esperaré a que pase el tren junto al arrozal. Me voy a Calcuta. Voy a solicitar un puesto como maquinista del ferrocarril. Cuando lo haya conseguido volveré a por ti, y ya no tendrás ningún motivo para rechazarme. Aquella noche Annan durmió solo, a pesar de sentir junto a su espalda el gélido cuerpo de su mujer. Ni siquiera hizo el intento de acercarse a ella. El muñón de la pierna comenzó a dolerle; era una punzada seca, un recuerdo abstracto que no cesaba de aguijonearle.
La bocina de la locomotora gimió varias veces a su paso entre el palmeral. Tan estaba contento; ni un solo contratiempo en todo el camino. Si todo iba bien, aquel día cumpliría con el horario marcado y el jefe de estación de Calcuta le felicitaría dándole una palmada en el hombro. Aquello valía más que el dinero. De eso estaba seguro. De repente, Tan abrió los ojos como platos. No podía creer lo que estaba a punto de suceder; tiró del freno y las ruedas de la locomotora chirriaron como un coro de viejas plañideras. Estaba allí delante, plantado con los brazos estirados y muy pegados al cuerpo. Vestido con un sari blanco y tocado con un pañuelo que le cubría la cabeza. Por único equipaje llevaba un ligero atillo sobre el hombro. Cuando el tren se detuvo por completo, Tan saltó a tierra completamente enfurecido. -¿Se puede saber que demonios haces, hermanito? ¡Por Buda que no entiendo nada! –Annan sonrió complacido. -Tú mismo dijiste que estabas en deuda conmigo. –Afirmó, recordando el episodio del día anterior. -Acabáramos… ¿Y qué es lo que quieres? Dirígete al jefe de estación del apeadero comarcal. Yo mismo hablaré con él. Te dará unas rupias como pago a tus servicios. Ahora apártate, debo seguir mi camino. -No quiero tus rupias. Quiero viajar hasta Calcuta y que me enseñes a manejar el tren. –La confianza de Annan hizo que Tan rompiera a reír. -¡Ja, ja, ja! Tú has perdido la chaveta. Esos japos debieron hacerte algo malo, muy malo. Estás loco. -No estoy loco. Sé bien lo que quiero. Ahora, ¿cumplirás tu palabra, maquinista? –Tan se calló de golpe y se quedó mirando a Annan de hito en hito. Tras guardar silencio durante unos segundos, habló. -Está bien, loco del demonio. Si algo he aprendido en esta vida es que la fuerza más poderosa de la naturaleza…más incluso que el monzón…es la tozudez de un campesino ignorante. Adelante, pero tendrás que ir allí arriba. La cabina de la locomotora es algo sagrado. Si alguna vez consigues conducir uno de estos, sabrás porqué.
Annan subió al techo de uno de los vagones y se apretujó entre los ruidosos pasajeros que viajaban allí. Había hombres, mujeres y niños de todos los puntos del país…Todos ellos tenían algo en común, se enfrentaban al viaje de sus vidas. Viajaban hacia Calcuta en busca de un futuro mejor, de un mundo diferente al que habían conocido hasta entonces. Probablemente muchos de ellos habían dejado lejos a sus familias. De repente se sorprendió derramando unas lágrimas; se estaba acordando de Sari, y de Raji, y de los ruidosos hijos de Raji…
Pasó dos días viajando sobre el techo de aquel vagón. Por el día el calor era tan intenso que su pellejo parecía fundirse con el de su vecino, y una bruma hedionda se extendía sobre sus cabezas. Por las noches el frío les hacía apretujarse, de modo que el castañeteo de sus dientes se transformaba en una sinfonía que se alargaba hasta el final del convoy. Al amanecer del tercer día, cuando los caminos de tierra rojiza se convertían en carreteras asfaltadas que precedían a la gran urbe de Calcuta, el tren se detuvo de forma repentina. Annan aprovechó para descender del vagón y estirar las piernas. Le dolían todos los huesos del cuerpo, pero sin embargo, la lacerante punzada del muñón había desaparecido por completo. Se acercó a la cabina de Tan y le preguntó con curiosidad. -Qué… ¿Otro rebaño de toros…? Interrogó con aire risueño. -¿Toros…? Ojala… es él. –Tan estiró el brazo y señaló al frente. Un hombre, pequeño y esquelético, se había sentado en las vías del tren. Su aspecto era diminuto e indefenso. Estaba rodeado de soldados y vecinos de las aldeas cercanas que, o bien le habían acompañado, o bien se habían acercado a comprobar lo que estaba sucediendo. Extrañamente, nadie se atrevía a dirigirse a él. Simplemente le observaban embobados. -¿Quién es…? –Preguntó Annan. -¡Quién va a ser, estúpido destripaterrones! Es Gandhi. –Contestó Tan ensimismado. -¿Gandhi…quién es Gandhi? –Preguntó Annan.
¡Mahatma Gandhi, Mahatma Gandhi!, coreaban los niños mientras bailaban y saltaban alrededor de los estupefactos soldados de Su Majestad.
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DON'T TRY —A la estación de tren, por favor. —Enseguida, señora. Mientras me acomodaba en el asiento de atrás, me di cuenta de que en la radio estaban dando la previsión meteorológica para hoy en toda España, así que le dije al taxista si no le importaba subir el volumen. Pero éste ni se inmutó. Alzando un poco la voz, le repetí que me gustaría escuchar el tiempo, si no me hacía el favor de subir el volumen. Pero tampoco reaccionó. Entonces me fijé en él. Tenía cara de no encontrarse en su mejor momento, y de estar cansado, con los ojos rojos, la mirada perdida. Un par de frenazos in extremis después, comencé a preocuparme tanto que no pude callarme: —Está usted bien... No sé, no le veo muy en forma. Perdone que le diga esto..., pero…, quizá sea mejor que me baje... Usted no se preocupe, si me consigue un compañero que me lleve, le pagaría todo el viaje, por supuesto... —Sí, señora, tiene usted razón, pondré más atención... —De verdad, perdone, pero creo... —Por favor, señora... El problema es... No sé, no paro de darle vueltas a un asunto... De todas maneras ya da igual.... Perdóneme usted a mí —dijo de repente, cambiando el tono lastimero de su voz—. Y no se preocupe, conduciría este trasto hasta dormido. —De acuerdo, sigamos —decidí confiar, en realidad no me quedaba otra opción— , y suba usted el volumen de la radio, por favor. Un rato más tarde, y sin más sobresaltos, llegamos a la Estación María Zambrano. Málaga estaba muy animada por aquella zona a pesar de ser tan temprano. Pagué y pensé en darle propina, pero al final decidí no hacerlo. Se despidió amablemente pero sin mirarme, olvidándose por completo de mí, ni siquiera se bajó para ayudarme a sacar mi maleta con ruedas del maletero. Antes de irme, aproveché esta circunstancia para fotografiarle: con la cabeza gacha, ausente, se contemplaba las manos apoyadas en la parte baja del volante. Dentro del edificio (amplio, luminoso, de techos altos, moderno) encontré la habitual y anónima masa de gente. Flotaba ese rumor de conversaciones mezcladas. Se percibía la soledad de cada individuo junto a las demás soledades. Me acerqué a la enorme pantalla donde verifiqué la información de mi tren, el AVE Málaga-Madrid. No había cambios. Es decir, tenía que aguardar una media hora aún. Busqué una cafetería y pedí un té con limón. En la cámara, que llevaba siempre colgada en el cuello, busqué la foto del taxista. Contemplé su rostro. Por un momento me pareció que conocía a ese hombre o al menos que ya lo había visto antes. Aquella sensación se intensificaba al centrarme en sus ojos. Recordé que muchos indios se negaban a ser fotografiados por temor a perder el alma, sin embargo aquella fotografía sugería justamente lo contrario, la mirada vacía del taxista vivía, era real de alguna manera, en la pantalla de mi cámara. Este viaje era muy importante, iba a dar mi primera conferencia. Además mi charla estaba englobada dentro de un prestigioso simposio sobre Fotografía en la Universidad Complutense de Madrid. El catedrático de la Facultad de Bellas Artes que contactó conmigo por teléfono para comunicarme la noticia (hace cuatro días) me aseguró estar encantado de poder contar con mi presencia. Yo no salía de mi asombro, no podía creer que mis trabajos fuesen conocidos en la capital. Así que me explicó que supo de mi existencia tan sólo unas semanas antes, en un artículo de un periódico local sobre mi última exposición y que, buscando, encontró el libro que había publicado el Ayuntamiento de Málaga con mis fotografías. Le comenté entonces que aquella había sido mi única exposición de cierta relevancia y que además no había sido ni mucho menos un éxito..., siempre he tenido facilidad para decir lo que no debía decir…, sin poder evitarlo, por tanto, continué explicando lo que no quería explicar, o sea, que yo no era nadie en el mundo de la fotografía, aunque quería abrirme paso, por supuesto, y que tras casi quince años con la cámara al cuello tan sólo tenía mi sueldito a principio de mes como fotógrafa de la sección de Deportes en el periódico El Sur... Por suerte, cortó mi discurso amablemente y me aseguró que no había de qué preocuparse, que había sido él mismo quien me había propuesto a Gerencia para cubrir una baja de última hora y que no hubo objeciones. Para finalizar dijo: “Acepte nuestra invitación, por favor, no le dé más vueltas, diga que sí y no se arrepentirá..., le prometo que se sentirá a gusto entre nosotros.” Nada más colgar pensé que acababa de tener una de las conversaciones más extrañas de mi vida. Luego me imaginé disfrutando del viaje en el AVE (Tarifa Preferente), de las dos noches a pensión completa en un buen hotel del centro de Madrid, y todo a expensas de la Universidad Complutense. Pero más tarde, en la cama, me di cuenta de que me estaba equivocando al plantear la conferencia como una escapada de fin de semana, supe que aquella conferencia no era un regalo que disfrutar sino una oportunidad para salir del anonimato que no podía dejar escapar. Necesité un valium para dormirme. Al día siguiente recibí por correo certificado urgente el billete de tren. En tres días viajaría a Madrid. Sentí la presión del destino llamando a mi puerta. No quería desaprovechar esta ocasión. Debía preparar una conferencia brillante... Fueron tres días realmente desagradables, era consciente de que la presión me estaba venciendo, no se me ocurría nada sobre lo que hablar, todas mis ideas me parecían estúpidas y únicamente planeaba sobre el papel disparatadas estrategias para llamar la atención sobre mis fotografías y sobre mí misma. La última noche antes del viaje, obligándome, había conseguido escribir unas diez páginas sobre La Luz del Mediterráneo. Pero eran un desastre. Llenas de tópicos. Sabía que saldría del apuro leyéndolas ante el público (que comenzó a aparecer en mis sueños como cientos de manos alargadas) aunque estaría dejando escapar aquella oportunidad. Pero el Día D había llegado y no tenía nada más. La hora de salida de mi tren estaba cercana. Las divagaciones también habían consumido mi té con limón. Pagué. Me empezó a doler la cabeza. Temía hacer el ridículo en la capital, y más ahora que empezaban a conocerme en Málaga.... De nuevo pensé en renunciar. Era un pensamiento recurrente. No obstante, sabía que sería incapaz de faltar a ese compromiso. En el andén, un azafato me indicó en qué vagón debía subir y luego que asiento me correspondía. También me ayudó poniendo mi maleta en el portaequipajes. El tren partió de Málaga, puntual. Enseguida trajeron cava. Brindé por esta aventura con mi reflejo transparente en la ventana. Y luego repartieron auriculares, periódicos y revistas. Olvidé las preocupaciones durante un rato. Mientras estuvimos detenidos en Córdoba, me vino a la mente una frase de Albert Einstein que yo usaba mucho últimamente para explicarme los derroteros de las sociedades humanas: “Es una locura hacer una y otra vez las mismas cosas y esperar resultados diferentes.” Se repetía dentro de mi cabeza, sin cesar. Empecé a ver mi carrera como fotógrafa bajo esta perspectiva. Sentí entonces un vértigo inexplicable. Mi fracaso se me hizo patente. Todo el tiempo perdido dando los pasos que había dado siempre (las diez hojas sobre La Luz del Mediterráneo mal dobladas en mi bolso eran la prueba). Y sin embargo quería que sucediese algo extraordinario... Esta conferencia era lo máximo que conseguiría nunca… Me vi a mí misma dentro de mi locura: llegar a ser una fotógrafa famosa. El AVE reanudó su marcha. La siguiente parada ya sería Madrid. Así que abrí el bolso y rompí en pedazos muy pequeños todas esas hojas. Era consciente de que a unas siete horas de mi primera conferencia me había quedado sin paracaídas. Pero ya no me parecía un milagro que realmente aquella conferencia significase algo importante en mi carrera. Ya lo estaba siendo, por otra parte. Vi claras como nunca mis limitaciones y demasiadas eran autoimpuestas. Si hubiese estado viajando en mi coche, con total certeza en este momento estaría buscando una salida en la autovía por la que dar la vuelta y volver a la rutina, al lugar donde es posible imaginar que todo va a cambiar aunque no se haga nada para provocar ese cambio. Sin embargo, el tren atravesaba a casi 300 kilómetros por hora, en dirección norte, como una flecha tremendamente larga, la meseta castellana, esa planicie, esa amplitud que sorprende al dejar Andalucía y sus montañas. En aquel momento las azafatas comenzaron a repartir unas bandejitas con comida. Cuando llegó mi turno, les pedí papel y un bolígrafo. Y también vodka. Por fin tenía las ideas claras. Me hallaba en una carrera contra el tiempo. Esa noche debía hablar antes esas cientos de manos alargadas de mis sueños. Necesitaba un discurso. Enseguida tuve el comienzo: “Los fotógrafos luchamos por captar la luz, esa gran traidora llena de misterios pero incapaz de traerse consigo las almas, como temían los nativos americanos. Y en esa lucha podemos morir. Perder nuestra alma. La Fotografía, el Arte en general, conlleva este riesgo. Todos lo debemos asumir. O bajarse del tren. Permítanme mostrarles una fotografía que tomé esta mañana, en Málaga. Es un taxista. Pero sobre todo soy yo. Esta imagen habla de mí mucho mejor de lo que yo pueda hablar.” Luego no me fue difícil continuar al comprobar que había al menos dos docenas de fotos muy interesantes en la memoria de mi cámara. Cuando el AVE entraba en la Estación de Atocha, ya tenía el esqueleto de mi conferencia elaborado. En el hotel podría terminar el trabajo sin problemas. Comprobé al doblar esas hojas y meterlas en mi bolso que por fin estaba siguiendo un camino diferente. Un camino en el que era posible caer y hacerse daño, incluso desaparecer. Pero no había por qué preocuparse. Aquéllas eran cosas que nadie podía prever. Finalmente, el tren se detuvo. Sabía que me temblarían las piernas al subir al estrado para leer mi discurso, prácticamente era inevitable el estar nerviosa, pero toda la presión había desaparecido. |
Estación de paso Él sigue durmiendo, acunado por el traqueteo del tren y recostado en el hombro izquierdo de ella quien permanece en vela, con la mirada perdida en el borroso reflejo devuelto por una noche sin luna a través del cristal. La música que suena en sus auriculares se amalgama sin solución de continuidad al no ser escuchada, apenas oída. Los dedos de la mano derecha tamborilean de puro aburrimiento sobre el bolso de cuero marrón, a falta de una piel mejor que acariciar. Él respira profundamente, tiene el brazo enroscado en el suyo y por su sonrisa podríamos sospechar que sueña. Ella intenta no percibir su tacto, el olor de su pelo, su calor, y podría llegar a creer que piensa. No tengo edad para esto, fue lo primero que le vino a la cabeza. Hacía tan solo un par de semanas que se conocían, un encuentro casual, un ardid del destino, una casualidad como cualquier otra. A los ojos de extraños tal vez, pero todo estuvo orquestado. Él buscaba un cuarto no muy caro, no muy pequeño donde alojarse. Ella buscaba un suspiro, no muy profundo, no muy cercano, donde habitar. Cuando llegó le pareció demasiado joven, demasiado inseguro, demasiado despistado, demasiado demasiado. Él se estremece. En sueños busca su mano y, al encontrarla, suspira y vuelve feliz a la calma. A ella le acosa la ternura justo cuando comienza a sonreír, y mira con cierta tristeza sus dedos entrelazados. El tren frena su avance poco a poco hasta detenerse en una pequeña estación de paso. Deshace el nudo, se aleja de su calor, su olor, su aliento. Fuera, el hechizo de la noche lo rompen luces blancas de neón, trajín de viajeros que suben, maletas que caen, golpean, arañan, perdone, me permite, y otros cuchicheos a media voz. Él despierta con el brusco tirón del tren al reanudar la marcha y solo, en su asiento, la busca a su lado sin encontrar más que un vacío en azul marino aún caliente. Por un momento palidece. En el andén cree ver su figura esfumándose. - ¿Qué miras? Ella lo besa, le vuelve a servir de almohada, y solamente cuando se asegura de que está de nuevo dormido echa un vistazo furtivo por el pasillo, hasta la puerta, para comprobar que la maleta en su nueva posición, de caer, no romperá nada. |
Por qué los osos no construyen trenes. Hubo un tiempo en que los osos dominaban el Valle y el Bosque y sus clanes se contaban por cientos y el hombre no era más que una criatura débil y asustadiza que se escondía entre los árboles y en las cavernas. Pero, pronto, los humanos, que eran seres muy astutos, desarrollaron una capacidad asombrosa para fabricar cualquier tipo de artilugio. Entonces, comenzaron a extender su dominio y los osos perecieron por miles y, finalmente, se vieron reducidos a un pequeño espacio que el hombre les cedió con insultante misericordia. Pero los osos siempre anhelaron recuperar su trono y, desde entonces, vigilaron al hombre esperando el momento de su venganza. -¡Pst! ¡Oso! El oso detuvo su avance y giró la cabeza a un lado y a otro, extrañado. - ¡Oso! ¡Aquí abajo, oso! Bajó la vista y, entre la maleza, vio los bigotes inquietos del topo que lo llamaba. - ¿Qué quieres, alimaña? -¿Con ese desdén me tratas? ¿A mí, que tan sólo quiero ayudarte? El oso bufó pero suavizó un poco el tono. - ¿Qué quieres? - Quiero mostrarte el último invento de los humanos, el que nos traerá a todos, pero sobre todo a vosotros, oso, la aniquilación total. - ¡Bah! –se jactó el oso-. El hombre ha creado muchos artilugios pero jamás podrá con nosotros. - Claro, claro… -se burló el topo. - Aún así –dijo el oso, fingiendo no haberlo escuchado-, te dejaré que me muestres eso que tanto temes. - Sígueme –le espetó el animalillo, arrancando a correr entre la maleza. Tras una larga carrera, llegaron al final del bosque, delimitado por una robusta valla de madera. Más allá, todo eran prados. - ¿Lo ves? El topo señaló dos largas tiras metálicas que discurrían paralelas hasta donde alcanzaba la vista. Descansaban sobre unos travesaños de madera perpendiculares que se espaciaban a intervalos regulares a lo largo del trazado. - ¿Ésta es la gran amenaza? –se burló el oso- ¿Un camino de madera? - Espera, oso. No tardará mucho… - ¡No puedo esperar a los desvaríos de un topo estúpido y miope! ¡Debería comerte ahora mismo de un solo…! Un sonoro pitido retumbó en el aire, enmudeciendo a la incauta bestia. Después, la tierra empezó a temblar; primero, débilmente; después, con una intensidad que fue creciendo hasta que pareció que iba a abrirse para engullirlos. Una inmensa mole negra pasó ante sus ojos, más rápido que cualquier animal que el oso hubiese visto nunca, vomitando humo grisáceo y espeso por sus fauces y desprendiendo una ardiente vaharada de aire que sentó al animal sobre sus cuartos traseros. Tan sólo el intenso terror que lo paralizaba y la presencia, casi olvidada por el miedo, del topo impidieron que el oso huyese despavorido. Cuando la máquina se marchó y la tierra dejó de temblar, el topo dijo, con voz chillona: - ¿Lo ves? ¡Nos matará a todos! El oso parecía haber perdido el habla y la capacidad de movimiento. Contemplaba la nada con el hocico tiznado de negro y el pelaje encrespado. - ¡Además –continuó el animalillo-, esa bestia se alimenta de madera! ¡Ningún bosque se le resistirá! Entonces, el oso, como impelido por un resorte, se lanzó a la carrera con la cháchara apocalíptica del topo retumbando en sus oídos: - ¡Vamos a morir todos! Tras recibir el relato del oso con cierto escepticismo no exento de burla y, una vez comprobada su veracidad, varias sesudas y violentas deliberaciones, finalmente, los osos decidieron que aquella máquina constituía una amenaza ante la cual no podían quedarse cruzados de patas. - Yo construiré otra a imagen y semejanza de la suya con la que podremos plantarles cara –quien así habló era un oso con ciertas habilidades en la construcción de artefactos sencillos, cosa que le había proporcionado una cierta fama de excéntrico. Al principio, todos lo miraron con desconfianza, incluso con abierto desdén. - ¡Ésa no es la manera en que los osos luchamos! ¡Es más propia de humanos! - ¡Destrocemos esa máquina a zarpazos y dentelladas! - ¡A la guerra, a la guerra! - Pero… ¿ya sabrás construir una igual? Una vez calmados los ánimos, decidieron que lo mejor era construir su propia máquina y luchar contra el hombre en su terreno. Durante lunas, el oso espió y registró en su mente cada detalle de la locomotora, discurriendo la manera en que podía reproducirla con las toscas herramientas de las que disponía. Pronto se corrió la voz de que los osos estaban fabricando un artefacto que marcaría el principio del fin de aquellos bípedos engreídos y peligrosos. Así pues, al amanecer del día señalado para poner en marcha el artilugio, no sólo estaban presentes todos los clanes de osos, sino también la mayoría de animales de otras especies que querían ver la caída de los humanos, el fracaso de los altivos osos o, simplemente, tenían curiosidad por ver si aquello iba a funcionar o no. -¡Hermanos osos! –comenzó el jefe del clan anfitrión-. Durante innumerables estaciones, los osos hemos tenido que soportar el insulto de vernos relegados a un destierro injusto por parte de unas alimañas que, con sus malas artes, han usurpado el trono que por derecho nos pertenece y… -durante varias horas más, el jefe se dedicó a ensalzar las virtudes de su especie y a condenar con dureza a los pérfidos humanos, en un eterno discurso que fue encendiendo los ánimos de la entregada audiencia-. Así pues –concluyó-, este día, con la puesta en marcha de esta máquina de nuestra fabricación, marcará el inicio de la exterminación de esa raza impura y malvada. ¡Los osos prevalecerán! ¡Muerte a los humanos! ¡Muerte a los humanos! La muchedumbre de osos estalló en sonoros rugidos que hicieron estremecerse hasta el último árbol del bosque. - Artesano –dijo el jefe, extasiado, dirigiéndose al oso inventor-. Pon en marcha nuestra máquina. El artesano se dirigió con solemnidad hacia la inmensa mole fabricada con madera que descansaba sobre unos toscos raíles. Subidos en los más de quince vagones de carga, iban todos los jefes de los clanes y los guerreros de más rango. Todos con gesto altivo y solemne, con la mirada perdida en el infinito y el ceño fruncido en un ademán feroz. El oso trepó hasta la cabina, se colocó en el puesto de piloto y, con un sonoro manotazo, golpeó un panel que tenía delante. La multitud enmudeció, expectante. La máquina no hizo ninguna intención de moverse. Tras unos segundos, el oso volvió a golpear el panel, mas ésta permaneció inmóvil. Un murmullo tenso recorrió la muchedumbre. El jefe del clan dirigió una mirada furibunda al artesano que golpeaba el panel, del que empezaban a volar astillas, cada vez más nervioso. Levantó la vista y miró a su jefe, asustado y confundido. - No lo entiendo –exclamó-. ¡Si lo hemos hecho exactamente como el suyo! Y es que, en aquellos días, un oso podía ser observador, incluso mañoso para imitar lo que veía y construir algo a imagen y semejanza, pero nada entiendía de motores de vapor, ni de pistones, ni bujías, así que el ferrocarril de los osos no era más que una carcasa de madera. Gruñendo, el jefe saltó al interior de la cabina y apartó al artesano de un manotazo, tirándolo al suelo. Acto seguido, empezó a golpear el panel. El murmullo entre los clanes creció en intensidad. Con un potente rugido, el jefe mandó al resto de osos que no estaban en el tren, que empujasen. Éstos aplicaron toda su fuerza pero la máquina no se movió ni un ápice. Y es que, en aquellos días, un oso podía ser observador, incluso mañoso, pero tampoco sabía nade de ruedas ni ejes, así que la locomotora no podía rodas por las vías sino, como mucho, arrastrarse. El jefe, loco de rabia, hizo bajar a los demás del tren. Pronto, una marabunta se agolpaba alrededor de la máquina, empujando, tratando de hacerla moverse, aunque fuese sólo unos centímetros. El en suelo, el artesano contemplaba la escena petrificado, sin atinar a comprender qué estaba sucediendo. El resto de animales observaban con interés, algunos anonadados; otros, divertidos; los menos, empezaron a reír abiertamente ante tamaño esperpento. El jefe oso, fuera de sí, se lanzó hacia ellos, eligiendo como objetivo un topillo que asomaba la cabeza por un agujero en el suelo, por donde desapareció como una exhalación. El jefe, entonces, empezó a escarbar en él y a hundir su cabeza hasta que, cuando ya medio cuerpo estaba enterrado, empezó a tragar tierra y, al no poder salir, se ahogó pataleando. El claro era un campo de batalla. Algunos osos comenzaron a destrozar la máquina y acabaron luchando contra los que trataban de defenderla o contra cualquiera que se pusiera delante. El artesano intentó preservar su obra y fue despedazado y medio devorado en la cabina del piloto. Los animales huyeron despavoridos. Cuando el sol empezó a caer, los restos del tren de madera se entremezclaban con los cadáveres de los caídos. Los osos se dispersaron por los bosques, se refugiaron en las cavernas o huyeron lo más lejos posible, algunos hasta el último confín de la tierra. Desde aquel día, se volvieron seres solitarios y huraños, rehuyendo a sus congéneres para evitar la vergüenza que les causaba recordar aquel desastre. Con el tiempo, perdieron la capacidad de comunicarse entre ellos y la escasa habilidad que tenían para construir cosas y vivieron como animales salvajes y feroces. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, tanto que ahora, aunque hay un verdadero motivo para hacerlo, ya nadie se pregunta por qué los osos no construyen trenes. |
TREN NOCTURNO Trenhotel procedente de Cádiz con destino Barcelona Sants, con paradas en El Puerto de Santa María, Jerez de la Frontera, Sevilla Santa Justa, Córdoba y Zaragoza, hará su parada a las veinte horas y treintaicinco minutos en andén uno. Vagón 3- Compartimento 5A y 5B -Te quiero. -Pero no me lo digas así, dímelo bien, de verdad. -No te lo puedo decir de verdad porque no te quiero. -Pero yo te pago para que me quieras. -La verdad no se puede comprar. -Pues simúlalo, ¿tanto te cuesta? No sabes el esfuerzo que he tenido que hacer para poder hacer este viaje contigo. -Federico, pero si vamos a Barcelona en un tren cama… ni que fuéramos en avión. -Ya sabes que a mí no me sobra el dinero. Y me refería al trabajo que me ha costado engañar a mi mujer. No sé ni cómo se lo ha podido creer. -A lo mejor no lo ha hecho… A lo mejor hasta agradece que desaparezcas tres días de su vida. A lo mejor no te quiere tanto como tú crees. -Adela me adora… y yo a ella. -Claro, y me llevas a mí de viaje, y encima pagándome. -Clara, ya sabes que tú me das lo que ella no, pero eso no significa que no la quiera. -Bonito concepto del amor el tuyo. -Tengo 47 años, mona… no soy ya un adolescente que espere todo del amor. Lo que hay es lo que hay. -Pues yo creo que quien debería ir en este tren es tu mujer… y no yo, que soy una puta al fin y al cabo… Y tú no buscas sexo… si ni siquiera me has tocado aún. -¡Claro que no busco sexo! Yo lo que necesito es tu picardía, no sé… esa mirada tuya, tus movimientos… Adela es la madre de mis hijos y tú… tú eres una mujer. Eso es lo que necesito.
Vagón 1-Compartimento 2A, 2B, 2C y 2D -Todavía puede montarse gente. -No tengo ganas de dormir con extraños. -Yo tampoco, Rosa. -¿Ya has sacado tu libreta? -Sí. -No paras de escribir. ¿Sigues con tu idea de escribir la gran novela americana? -Me alegraría con que fuese la gran novela barbateña, y que algún capullo me la publique. -Ya sabes que yo te animo en tus hobbies. -Rosa, esto no es un hobby para mí; esto es mi vida… ¿no te das cuenta? -Pero Paco, esto no nos da de comer, ni paga la hipoteca, y como no ganes dinero, aquí ni hay boda ni na. ¿O tú te crees que a mí me gusta limpiarles el culo a los viejos? -Yo no tengo culpa de lo de mi tío. -Lo de tu tío iba a pasar antes o después. Pero si tu tío falla, pues a tocar todas las puertas que haya, en vez de echar tantas horas a tu libro. Porque vaya vergüenza tener que ir a Barcelona a llorarle a mi abuela. -Si está forrada… -Y que mi madre no se vaya a enterar, ¿eh? O me mata. -Si en junio no he acabado la novela, me meto en lo que sea. En el tabaco si hace falta. -No te veo a ti en el matuteo. Te falta valor. -O me sobra honradez…
Vagón 2-Compartimento 4A y 4B
Pombo se disculpó y se levantó para dirigirse al bar del tren. Atravesó los tres vagones necesarios para llegar al bar riéndose a carcajadas. Mientras, el lector de Nietzsche cogió su móvil para llamar a su hijo mayor y decirle que iba a cruzar España compartiendo compartimento con un premio Planeta. El hijo pensó que sería un astrónomo.
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TRENES Y TUMBAS PARA VIDAS ROTAS Sorprendido, Manuel deslizó los ojos por la vieja locomotora. Era mucho más pequeña de lo que recordaba. Tenía un aspecto tan… patético; un trasto enorme y oxidado, ligeramente tumbado hacia un lado, como un dragón herido de muerte. Cuando Jorge, Marta y él eran niños, cuando era su lugar secreto, aquella locomotora le había parecido inmensa y fuerte, eterna como la vida que estaban iniciando. Y, al igual que ellos, había tenido mal destino. En vez de estar bien cuidada en un museo, las circunstancias la habían llevado a terminar allí, convertida en un montón de basura. ¡Más rápido, maquinista!, gritaba Jorge y Manuel movía las palancas que no estaban atascadas haciendo ruidos con la boca. Marta les miraba, riendo a carcajadas. En sus mentes, la locomotora cobraba vida, se cubría de colores luminosos, naranjas, amarillos, verdes, vibrantes azules y, tras pitar sonoramente, salía disparada hacia el horizonte. El destino, era lo de menos. Para él significaba tantas cosas… "Hagamos un juramento", dijeron una vez, sentados en su techo. Jorge tenía doce años, él once y Marta acababa de cumplir los nueve. No quería cortarse el dedo, con la navaja, le horrorizaba la sangre; estuvo a punto de llorar pero, luego, sonrió al unirla a la de ellos. "Seremos hermanos. Por siempre". Habían pasado mucho tiempo desde entonces y todo era tan distinto... Aunque habían seguido viéndose ocasionalmente, Jorge se había ido alejando, siempre metido en broncas y rodeado de gente peligrosa. Manuel y Marta fueron novios hasta el día en que el padre de Marta, Rodolfo Acebal, se rió en su cara y le prohibió seguir con aquello. Manuel no era suficiente para su hija, no era nadie. Maldito cabrón... Aún así, hubiera insistido, pero Marta no quiso. Tuvo miedo y le dejó. Y, él, sintiéndose herido, mantuvo también la distancia. Luego, supo que había empezado una relación con Jorge. ¡Con Jorge! Y Rodolfo Acebal había consentido. Inaudito. Manuel no era suficiente para Marta, pero un mafioso criminal y asesino, sí. Deseó matarlos. Quería matarlos. A uno, al otro. A todos. Y, ahora, tras tanto tiempo, Marta le había pedido ayuda. El teléfono sonó a medianoche y reconoció su voz de inmediato. “Te necesito, ven, por favor. Jorge es un hombre despiadado y con el tiempo se ha vuelto muy poderoso. En un año, nos llevó a la bancarrota. Me dijo que nuestra casa familiar era ya suya, y que si no quería ver a mi padre bajo un puente, tenía que… hacer lo que él dijera. Y lo hice. Pero ya no puedo más y no dejará que me vaya…”. – ¿Has traído un arma? – preguntó Marta, a su lado, mirando nerviosa alrededor. Algo brilló en sus ojos. Manuel supuso que era miedo. Ella había organizado ese encuentro y le llevaba para mediar, supuestamente, pero ambos sabían lo que se esperaba de él: que matase a Jorge. ¿Y por qué no? Había demasiadas razones para hacerlo y sólo una para no hacerlo: aquel pasado impregnado con el óxido de esa locomotora. – Sí – metió la mano en el bolsillo de la americana. La pistola estaba desagradablemente fría. Entonces, un ruido llamó su atención. Se acuclilló y distinguió el borde de un abrigo por entre las ruedas de la locomotora, y un par de zapatos en una postura extraña. Jorge, sin duda alguna, agazapado, quizá para atacar cuando rodeasen la máquina. Hizo un gesto a Marta, sacó la pistola y avanzó. Tendría algo de ventaja si, en vez de rodear la locomotora, la atravesaba por el hueco de la puerta. Según la posición de los zapatos, le sorprendería por detrás. Subió con cuidado, intentando no hacer ningún ruido y se asomó a mirar por el otro lado. Había un cuerpo caído de bruces, apoyado en una rueda desencajada de la locomotora. Manuel bajó de un salto, temiéndose lo peor, y le dio la vuelta. Comprobó, con inesperado alivio, que no era Jorge. Tenía un orificio en la frente, entre ceja y ceja. No lo vio venir. El golpe impactó en su cabeza y lo lanzó violentamente al suelo. Luego, le dieron un par de buenas patadas en el estómago y le pisaron la muñeca hasta que soltó la pistola, que alejaron de un puntapié en dirección a los bajos de la locomotora. Lo primero que vio, cuando pudo reaccionar por fin, fue el borde de un agujero al que había estado a punto de caer, con una pala clavada en el montón de tierra. Una tumba abierta. Luego, miró a Jorge. No sólo le encontró más alto, y de mayor envergadura, como si el joven de otros tiempos se hubiese extendido en anillos, igual que un árbol; también la expresión de su rostro había dejado de ser la misma. Y sus ojos. Decían que, el hombre en el que se había convertido, había visto mucho, había aceptado mucho y ya no le asustaba ninguna apuesta. Peligro, peligro, se dijo Manuel. He aquí alguien que se ha dejado el alma en algún sitio. – Fuera – dijo Jorge. Hablaba con Marta, que estaba a un lado, muy pálida, mirando el cadáver – Vete de aquí ahora mismo. Ya decidiré qué hago contigo – ella iba a negarse, seguro; pero Jorge apretó los labios de forma ominosa y echó a correr. Jorge se volvió hacia Manuel, le cogió por la chaqueta, arrastrándole hacia arriba y lo aplastó contra el lateral de la locomotora – Pensaba que eras el hombre más listo que he conocido nunca, Manu – le golpeó en la frente con la punta de dos dedos – Me has decepcionado. – Si vas a matarme podías haberte ahorrado la paliza. – ¿La paliza? ¿Qué paliza? Eso no ha sido nada, hermano – Jorge le soltó. Sus ojos brillaban – Supongo que ha llegado el momento de que tengamos una conversación en serio. Voy a hacerte daño, Manu. Mucho daño. Y, créeme, hubiera deseado evitar esta situación. – ¿Qué quieres decir? – ¿Por qué crees que hice lo que hice? – preguntó a su vez Jorge – ¿Por qué crees que destruí a Rodolfo Acebal y convertí a su hija en mi amante? – No lo sé – reconoció Manuel – No me digas que la amabas. Yo sé que no era así. Jorge negó lentamente con la cabeza. – No, Manu. No la amaba... a ella. No dijo nada más, y la idea de lo que todo aquello implicaba tardó mucho tiempo en abrirse paso en la mente de Manuel. No, no es posible. Pero no podía interpretar de otro modo aquellas palabras, ni mucho menos, aquella mirada. – Jorge... – empezó, confuso y apenado. Jorge alzó rápidamente un brazo y le señaló con un dedo. – Cállate – ordenó, secamente – Cállate, Manuel. Si lo dices, si lo mencionas siquiera, te mato. Te lo digo en serio – Manuel guardó silencio, seguro de que el otro estaba más que dispuesto a cumplir su amenaza. Jorge bajó lentamente la mano – Destruí a Rodolfo Acebal por lo que te hizo. Y te hubiera entregado a su hija, pese a que la sola idea me volvía loco de celos, de haber considerado que podía hacerte mínimamente feliz. Pero ella no te ama. No creo que llegara a hacerlo nunca. – Es mentira – susurró Manuel, aferrándose a aquella posibilidad – Estás tratando de confundirme. Jorge no se ofendió. Le miró con tristeza. – Guardo algunas cosas tuyas. Son… demonios, sólo cosas. A veces paso meses, años, sin mirarlas, pero hay noches en que me siento solo. Vivir sin amor es difícil, pero vivir sin la esperanza de tenerlo es la peor de las condenas e incluso yo, Jorge Rialta, tengo mis momentos de debilidad – suspiró, llevándose una mano a la frente – Creí que había cerrado la puerta… Me equivocaba. Marta me encontró aferrado a tus cosas. Se puso echa una furia. – Basta – Manuel se cubrió el rostro con ambas manos – No sigas, por favor. – Tengo que hacerlo, amigo mío. Te juegas la vida en esta mano y te han mentido, respecto a tus cartas. Yo he venido a asegurarme de que las ves bien. Míralas, joder. No tienes nada. – ¡Cállate! – Marta no había quedado conmigo hoy. Un… colega se enteró de sus planes y se apresuró a avisarme. Marta te ha tendido una trampa. Ese tipo – señaló el muerto – estaba aquí para matarte. Y te hubiera enterrado ahí – hizo un gesto hacia la tumba abierta – a la sombra de la locomotora. – ¡Te digo que te calles! – Manuel no fue muy consciente de sus acciones. Impulsado por la rabia se lanzó sobre Jorge e intentó estrangularlo. Pero no era lo bastante fuerte y se encontró otra vez arrinconado contra la máquina, casi sin espacio para respirar. El rostro de Jorge estaba muy cerca. – ¡Estate quieto! – le ordenó – Tu mejor arma siempre ha sido la inteligencia. Pregúntate por qué razón ahora, en lugar de pensar, has recurrido a los puños. – No quiero que sigas – susurró Manuel con esfuerzo. El ceño de Jorge se relajó visiblemente. Le miró con auténtica lástima. – Oh, mierda – el gruñido se mezcló con el beso que le estampó en los labios. Manuel ni siquiera intentó oponerse a su ímpetu; fue Jorge quien lo terminó, haciéndole sentir vacío – ¿Es que no ves que estoy tratando de salvarte la vida? Tanto veneno, tanta sospecha. El corazón de Manuel se quebró, y empezó a llorar. – Ella me ama… Ella me ama… No podía decir otra cosa, y tampoco podía dejar de decirlo. Jorge suspiró. – No. Ella me ama a mí – alzó una mano para acariciarle el rostro y aprovechó para borrar las lágrimas de su mejilla con el pulgar – Yo te amo a ti. Tú la amas a ella. Irónico, ¿verdad? Estamos atrapados en un círculo absurdo y estéril, que no puede hacernos felices, a ninguno – Manuel apartó bruscamente el rostro, rechazando la caricia – Créeme que lo siento. – Vete. Déjame, por favor. Jorge asintió, dándose por vencido, y se alejó de su lado. Un momento antes de desaparecer tras la locomotora, se detuvo y se volvió a mirarle. – No se puede inventar el amor. Es algo que no sirve, no funciona. Es… como esta locomotora. Podíamos imaginar viajes maravillosos, pero lo cierto es que únicamente hay óxido y piezas rotas. Sólo espero que, obcecarte en lo imposible, no te cueste la vida. Luego, se fue, y Manuel ya pudo llorar a solas. |
El tren de la mina Estaba anocheciendo y la cosa no pintaba bien, pues yo estaba como a veinte millas de la ciudad más próxima. Los últimos destellos del día se reflejaban en la larga superficie asfaltada que se alejaba hacia el oeste. Detrás quedaba el pequeño macizo montañoso que acababa de atravesar. A un tiro de piedra encontramos una entrada a las antiguas minas, parcialmente cegada por rocas y tierra. Unos viejos raíles metálicos se introducían en un oscuro túnel a su través y sobre ellos se hallaba una vieja locomotora de vapor. Un fuego intenso bajo su caldera provocaba chorros cónicos de vapor que brotaban con resoplidos por diversos puntos de los mecanismos motrices. Llegamos a un lugar donde las vías acababan bruscamente, sepultadas por un antiguo derrumbe. Allí se había excavado como una gran galería, y el mineral de las paredes nos devolvió con rojos reflejos la luz del fuego de la caldera. Un hombrecillo apareció de entre las sombras, vestido con botas de minero y un mono de trabajo. Llevaba un viejo sombrero de paja y en su mano derecha una voluminosa herramienta, como una enorme llave inglesa. Al verle el hombre de los ojos brillantes se dirigió hacia él. Hicimos el trayecto hacia el exterior en aquélla vieja locomotora de las minas y me acompañaron hasta el coche. Entre los dos fornidos y callados mineros y aquel hombrecillo, que resultó ser un excelente mecánico, en pocos minutos tuve mi coche con el motor ronroneando suavemente, como hacía tiempo que no le oía. Y llegar a la ciudad fue cosa de coser y cantar. ******************************************************** -Y así fue como puede llegar hasta aquí.- Dijo el forastero, mientras sostenía una jarra metálica con ambas manos. Cuando el dueño de aquel pequeño motel, situado en las afueras de la ciudad, vio que el forastero estaba dispuesto a cerrar la puerta de la habitación puso una mano en su brazo y mirándole con curiosidad dejo ir: |