Queda abierto el plazo de recepción de relatos hasta el día 24 de febrero a las 22 horas.
LEVIATN
Enciendo el ordenador; la luz de la pantalla es mi lmpara de gas. Intento ordenar algunas ideas para escribir un poema. Acerco la llama del mechero al cigarro y saboreo el humo, lo dejo escapar para que se eleve despacio y me queme el paladar. Busco por ah alguna emocin, alguna rencilla personal que est por resolver; trato de recordar algn rincn de la ciudad donde se haya estrellado la luz del sol hasta desangrarse —lo que sea—.
Ella abre muy despacio la puerta, que cruje. "Nene", me dice. Lo dice en un tono muy dbil. Ya, cuando me abraza por detrs, s que trae al diablo consigo. S que es el diablo el que —a su vez— la abraza por detrs, el que la ha empujado a que venga a verme a mi agujero. Me besa en el cuello y yo me desmonto. No hay ira, ni odio que guen mis dedos hasta el teclado, no hay nada pendiente; slo sus dientes lacerando la piel del cuello, la ereccin que me palpita dentro de los pantalones… mis manos tiemblan pero no es ansiedad, ni miedo, ni respeto; slo tiemblan. An sentado, le abrazo por detrs del cuello y le acaricio la nuca y le agarro fuerte del cabello para que nunca se vaya; ella sonre y se estremece… Los trozos de lo que fui siguen esparcidos por la habitacin, siguen cayendo en porciones de carne, de mi carne… ser porque sabe hacerlo. Cuando folla, ella te mira con los ojos golfos y la sonrisa tmida porque lo sabe. Hurga con su boca y sorbe la saliva que se le escapa entre los labios. Aplastando la boca contra mi cuello, arrastra los dientes rabiosos. Me doy la vuelta y apoyo mi frente en la suya, entreabro la boca —la tengo tan cerca de los ojos que no puedo verla ntida—, dejo escapar un latido de amor en forma de suspiro. Tiene los labios enrojecidos por la friccin y brillantes de saliva, sonre como una loba que se va dar un festn. El diablo le quita el cinturn, le mete mano en el coo desde atrs. Ella mueve las caderas jugueteando con su polla, pasndole las nalgas, aplastndolas y balancendose contra la polla del demonio. Yo beso a mi novia una ltima vez antes de sacarle la camiseta. Ella me desabotona el pantaln y me aprieta la polla entre los dedos para comprobar que estoy listo. Le acaricio los pechos y se los lamo hasta que se endurecen y brillan.
As que los tres decidimos ir a la cama.
Ella, el demonio y yo. Porque en esta ocasin le ha apetecido que la follsemos entre los dos. El demonio se la trabaja desde atrs; yo me encargo de su boca y de sus tetas, del coo y los muslos. Estamos los tres en la cama y ella no para de suspirar; gime y arquea la espalda. No s si es el diablo que la ha sodomizado o es la reaccin a los movimientos de mi lengua plana en su coo, pero seguimos el demonio y yo, trabajando por su bien. Cuando se la meto y comienzo a embestirla, ella me muerde el dorso de la mano y lo lame aunque est entumecido; lo lame, lo lubrica y lo cuida.
N. siempre me hace lo mismo. Lo que empieza siendo una serie de suspiros rpidos terminan por convertirse en una media risa histrica —no me sorprendo porque yo tambin me ro—. El aire ha dejado de ser inhalado y exhalado, el aire ahora viaja por voluntad propia atravesando nuestros cuerpos. La nica seal de vida es un montn de erupciones de placer all donde me toca, all donde la toco… estoy muy dentro de ella, la estoy palpando dentro de las tripas… me tiene dentro sus tripas.
Ella se retuerce sobre el demonio y esconde la cabeza bajo la almohada. El diablo sigue en silencio, conteniendo los bufidos. N. se cubre la cara con el antebrazo, se retuerce y gime, muerde las sbanas y se tapa la cara con la almohada. Cuando se pona tan cachonda, echaba la cabeza hacia atrs y se le retorca el cuello de girarlo, se ruborizaba cada vez ms y se le tensaban los msculos bajo la piel. Estaba a punto de correrse y acababa siempre por taparse la cara con la almohada o la sbana. Los dedos del demonio suben hasta su pecho, se los mete en la boca y ella los lame. Despus, mientras me besa comienza a girar el cuello —luego muerde y besa el mo—; se tapa la cara.
Yo le digo que es muy cruel, le digo que ni de coa, que esa cara es parte de mi recompensa. Y le aparto la almohada y lo veo: difano y aplastante. Indiscutible. Pero eso no es amor. No es placer; es una contraccin dolorosa. Dejo que se oculte y sigo follndola.
Ella gime, gime y recita unos versos a modo de splica: "… aunque a solas en la caverna, rodeada por entero del Leviatn que me lame… aunque pase cuando est sola", dice a la vez que se corre. Cuando me enfro le digo que si prefiere que le diga al demonio que se vaya. Ella asiente nerviosa, mordindose los labios. El diablo sale y cierra la puerta. Luego me levanto y apago el ordenador: "Hasta otra", le digo. Enciendo la luz camino de la cama. Fumamos unos cigarrillos y bromeamos; me hace rer. Supongo que eso es bueno… Le recoloco ese mechn que se le sale tras la oreja y se lo cruzo con la punta de los dedos hasta su lugar. Ella sonre.
Y me da un abrazo de esos con toda la piel. Me acoge entre sus brazos y oculta la cara en mi pecho. Slo puedo ver su frente arrugada. La beso. Se hace el vaco de nuevo y todo es su olor y su tacto —y trato de olerla y tocarla por entero para llenarme—. Ese calor que palpita leve, como puede —porque es la nica forma en la que sabe arder—, a punto de extinguirse por la lluvia, por los edificios de las ciudades sitiadas que parecen casas de muecas, por el mar que se entrev a travs de las ruinas de aquella casa que pint con carboncillo… no quedaba nada del techo y el suelo era un damero perfecto en blanco y negro. " Pero mira…", me dijo en un susurro sealndolo con el dedo, " es el mar." No s qu resorte salt en su cabeza para que me sealara aquel detalle del dibujo, no s qu cara puse mientras lo vi tan claro...
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TRINIDAD
Shimn, surgido del interior de una marea de arena, se present como un ser desvalido.
Camin a solas durante un rato, sin otra intencin que la de alejarse, cuanto ms mejor. De repente se detuvo, alz la vista y clav sus ojos en el horizonte. La maana era ntida como la faz de un espejo. Tampoco haca calor, as que no poda atribuir aquella visin a un espejismo provocado por los sofocos y delirios de la insolacin
A lo lejos, como si de una aguja en un pajar se tratara, pudo distinguir la figura de un hombre que, renqueando, pugnaba por dejar atrs el desierto. Desde lo alto de la duna, con la arena enroscndose a sus pies, contempl al hombre que avanzaba a trompicones. Cay, permaneci durante unos interminables segundos con el rostro sumergido en el mar de arenas del desierto y volvi a levantarse. Por un momento Shimn quiso distinguir el brillo de sus pupilas, como si desde la distancia le quisieran decir: Te he visto.
Como impelido por el poder magntico de su mirada, Shimn descendi hacia l.
— Quin eres? –Pregunt.
— T me lo preguntas? Sabes sobradamente quien soy. En multitud de ocasiones has hablado conmigo. Unas veces suplicabas. Otras, empujado por tu carcter irascible e impaciente, simplemente rugas. Y tus rugidos eran como caonazos reverberando en el vaco. No ves que es imposible matar la rabia a caonazos?
Shimn vacil. Mir a su alrededor y comprob que se encontraba en un lugar desconocido.
— Dnde estoy? –Volvi a interrogar, mientras se rascaba la barba hirsuta y encanecida de forma repentina.
—No reconoces los paisajes ignotos de tu propia conciencia. Tpico de ti.
Shimn baraj, tan slo por un instante, la posibilidad de que estuviera dormido. Quizs preso de algn tipo de ensoacin continuada, sin embargo no encontraba por ningn sitio un recuerdo que le dejara constancia de estar soando.
—No pases apuro. Es normal que ests desconcertado, al fin y al cabo no todos los das se enfrenta uno a su propia conciencia. Estas habitaciones de tu mente estn reservadas para tu solaz ms privado. Y no siempre accedes a ellas por la misma va. –El hombre surgido del desierto se sent cruzando las piernas. All, en mitad de la vasta soledad, se dira que le observaba con ojos llenos de curiosidad. —De todos es sabido que slo recurres a la humildad y a al examen de conciencia en las ocasiones en las que se ceba en ti la desgracia. Como podrs imaginar, est es una de esas ocasiones, aunque todava no veas con claridad la importancia del momento.
Shimn se derrumb. Era cierto lo que aquel hombre, desconocido para l, contaba. Se sent junto a l y se sorprendi del halo de frialdad que su piel pareca desprender. Era como si el sol abrasador ni tan siquiera caldeara su dermis con levedad.
—Es cierto. –Dijo al fin, aceptando de forma meridiana su culpa.
—Pero no basta con reconocer tus culpas…para salvar tu alma inmortal tendras que acatar la penitencia que se te exija. Nunca ser tan grave como la reclusin eterna en un lugar tan inhspito o ms como este en el que nos encontramos. Un lugar tan desolado y a desmano, que ni siquiera yo, un ente que slo existe en tu mente, podra describir.
— Y cul sera esa penitencia? Estoy dispuesto a emprender cualquier misin que me encomiendes, con tal de regresar al mundo de los vivos, con tal de tener una nueva oportunidad.
—Shimn, Shimn, te das cuenta de lo impropio de tus palabras? Regresar al mundo de los vivos no entra dentro de las posibilidades que se te ofrecen…
—…Y entonces… Ests dispuesto a hacerle caso? –Shimn dio un salto y se incorpor con repentina agilidad.
— Y t quin eres? Dnde est…? Mir a su alrededor y slo encontr el vaci. Un tnel de arenas que se revolva hasta el horizonte. Un remolino que ocultaba su interior tras una cortina opaca. El viento hizo que las arenas le envolvieran por un momento, castigndolo con una mirada de pequeos cristales que se clavaron en su cuerpo sin piedad.
— Cmo has llegado a esta situacin? Cmo has podido encadenar tantos errores? Es como si de forma definitiva te hubieras sublevado contra tus principios. Una sublevacin que har que pierdas definitivamente su favor.
— De qu me hablas? –Dudo Shimn.
—Ya no recuerdas que la decadencia habita en tus entraas, que forma parte de ti. Tpico de ti.
Shimn frunci el ceo y forz la vista. Una silueta femenina pareca colgar de su mirada con forma etrea. La voz, sin embargo, era como un coro de voces afinadas que penetraran en su cerebro convirtindose en un sonido distorsionado, un eco resonante que le provocaba un intenso dolor.
—Duele… -Musit mientras se llevaba las manos a los odos, intentando acallar notas que le torturaban por momentos
—Imagina un pilago habitado por dioses, imagina una luna lechosa baando los cenagales de tu virtud. Es as como quieres vivir el resto de la eternidad? Comprtate, Shimn!! –Tras la voz continu un trueno que desgarr el horizonte, convirtiendo el cielo montono en una ptina metlica y brillante.
Shimn se gir sobre si mismo, antes de adoptar una pose ridcula. Su gesto, entre avinagrado y contrariado, apenas si dejaba vislumbrar sus pensamientos.
Un repentino claro desvel que la dama ocultaba el rostro tras una mscara. Un rostro impvido y cerleo que no mostraba emocin alguna.
—Shimn… -Empez a decir la dama misteriosa. –Incorprate. –Orden con voz trmula. Shimn se puso en pie y dej que la dama caminara a su alrededor. Su figura estilizada y el secreto oculto tras la mscara despertaron en l un repentino apetito carnal.
—Puedo percibir tus deseos, puedo leer en tus ojos como en un libro abierto…puedo saber incluso lo que pretendes con tan slo percibir el temblor de tus manos. Te queda tanto que aprender. Pasar una eternidad hasta que por fin entiendas de lo que te hablo.
— Ests preparado para aceptar tu destino? –Un agujero insondable se abri de repente ante sus ojos. Cientos, miles de almas giraban una y otra vez en una rbita que pareca no tener fin. Shimn cabece, negando tres veces la realidad. Sin embargo aquella voz, como si se tratara de una fuerza invisible, le empujaba haca el centro del torbellino, hacia las almas incautas que, como una serpiente acutica, parecan deslizarse en el interior del agujero negro. Al final del viaje la violenta corriente tomaba la forma de un remanso pacfico.
—Has llegado al final de tu viaje, est ser tu morada hasta el final de los tiempos, hasta que por fin todas y cada una de estas almas alcancen la redencin.
Shimn abri los ojos. Las brasas brillaban en el corazn del fuego. Shimn observ el crepitar de los rescoldos con los ojos clavados en la intensidad rojiza, que oscilaba como la respiracin contenida del infierno.
—Entonces en que quedamos… Le conoces, o no? –Shimn abri los ojos como platos. Mir a su alrededor y se encogi como un nio asustado. Se levant y huy a la carrera.
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La escena
All estaba l, recostado sobre el hombro de su madre, con la cabeza bajo la mano enfermiza que se mova de arriba abajo sobre la espesa y ondulada melena de su hijo en un gesto lento, desmayado, parecido al que produca el ventilador en los visillos. El dormitorio estaba en penumbra. Haba un olor denso, entre perfume y medicamentos, y un ligero desorden en el entorno. Sobre la cama, y entre sbanas blancas arrugadas, se encontraban la madre, en camisn, y el hijo, en calzoncillo. Fuera, en la calle, el sol descenda y la temperatura era alta. Todo era aparente quietud, aunque se trataba de la quietud que prosigue tras un dilema mudo, evidente. Durante esos minutos, entre miradas cmplices de madre e hijo, dos retinas absorban la escena de modo circular, entre planos largos y cortos, como si fueran la cmara de un cineasta: de luces a sombras, de pliegue a pliegue de las sbanas, de cuerpo a cuerpo, de manos a manos, de dedos a dedos, de rostro a rostro, de ojos a ojos, de gesto a gesto, de labios a labios. Entretanto, tras la puerta entornada que daba al pasillo, se amparaba la hija, esttica, atenta al tono de ansia contenida que su hermano dejaba escapar de su lengua:
-Ella no te quiere, mam, te miente por inters, slo te quiero yo, slo a m me debes hacer caso y darme lo que te pida.
La hija, desde el umbral de la puerta, vocaliz un “Mentira!” mudo, para toda su vida.
La madre sonrea a su hijo, asintiendo, y argument, con un tpico muy real:
-S, cario, lo intuyo. Adems t eres ms guapo y fuerte. Tu carcter, tu pelo y tus ojos negros son como los de mi padre y mo. T te lo mereces todo por ser luchador, pero tu hermana es tan pasiva y cobarde, tan vulgar con ese pelo de estropajo y esa cara de virgencita sosa. Es ms rarita que tu abuela paterna y tu ta, que vaya par de... Es tan distinta a nosotros, tan…, que a veces dudo si me la cambiaron al nacer. En fin, en el testamento ya est todo definido: t te quedas lo mejor.
Esas palabras convirtieron en gesto burln y controlado la sonrisa creciente del hijo, en satisfaccin el gesto de su madre, en tensin agobiante el cerebro y el cuerpo de la hija.
Madre e hijo se abrazaron. Ella le prometi reencontrarse en el Ms All, junto al padre, dentro de una atmsfera fundida en blanco.
Momentos antes, similar escena la haban protagonizado madre e hija, con alguna variante: no se produjo la caricia repetitiva de la madre sobre cualquier zona del cuerpo de su hija, dado que la madre se encontraba de espaldas a ella y con expresin mezcla de indiferencia y hasto, a pesar de que la cabeza de su hija reposaba sobre su espalda, sus brazos abarcaban el tenso cuerpo materno y su voz repeta “Mam, te quiero, no te vayas”, sin recibir respuesta, justo antes de que su hermano entrara en el dormitorio y le diera un empujn para que se alejase de all, argumentando que ese lugar le corresponda a l.
Aquella doble escena se asemejaba a otras escenas pasadas, o de pelculas en la lnea de Bergman, Saura, Almodvar y de cualquier otro director u autor que trate en su filmografa o escritos el alma humana. S, el alma humana, con sus debilidades y manipulaciones, azotaba a hijos y madre y sudaba por el cuarto de igual forma a como suda el cuerpo en un trrido da, afectando a sus protagonistas con el mismo calado interno que una ventisca lo hace contra las vas respiratorias.
En consecuencia, la hija, asfixiada, corri, sin importarle que la descubrieran. Pero ninguno de ellos se inmut; no haban advertido su presencia o era como si les diera lo mismo, o como si la escena que protagonizaban, sin reparo, se estuviera rodando en un estudio cinematogrfico y en el entorno slo estuviera el director, el equipo tcnico y la irrealidad del decorado. La hija hua de la casa eludiendo a sus habitantes. Controlaba sus sollozos, abatida, muda, plida, mientras todo a su alrededor se volatilizaba y funda en gris.
Tras el entierro de la madre, el hijo ocupa un alto cargo en banca. Compr un chalet en la zona ms cara. Concert un matrimonio con la hija de un productor cinematogrfico cliente de su banco y tiene mellizos, chico y chica. Disfruta de mltiples bienes materiales, entre ellos de los beneficios del xito de una pelcula producida por su suegro donde aparece la escena vivida entre ambos hermanos junto a la madre, contada por el hijo a su madura e irresistible amante guionista, pero invertida: l en el papel de hermana y su hermana en el suyo. Qu hbil! Es evidente que el hijo hered la aficin por la manipulacin y el encadenamiento triangular. Adems de con su mujer y su amante, qu le deparar el futuro a l con sus mellizos?
La hija vive aislada en la casa de campo heredada de su madre, y subsiste con los productos de la tierra y con poco ms de mil euros al mes haciendo traducciones. Jams ha consentido volver a ver a su hermano, y mucho menos puede entrar en una sala de cine (ni conmigo, que la y lo adoro) o ver en la televisin nada que le recuerde su pasada vivencia. Se entretiene leyendo novelas de accin y dando vueltas y vueltas por el campo al amanecer y al atardecer, maquinando quin sabe qu. Es evidente que aquella escena la redujo a la evasiva y triste mujer que se atiborra a chocolates, chucheras y psicofrmacos en solitario, modificndole el tono transparente de su alma en otro turbio que va fundindole la vida en negro.
Y yo contino viviendo en la casona de mis antepasados con el servicio, y observando a mis sobrinos en sus respectivas casas, libre de los celos de mi cuada, aunque ya no con la facilidad que espi aquella escena cuando vivan con nosotros (y otras similares), tras los visillo del cristal de la puerta del dormitorio que da al gabinetito privado que fue de mi hermano y mi intrusa cuada, las mismas estancias que antes fueron de mis padres.
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Los tres rusos
Ernesto sabía que todos podían ver el sudor que le resbalaba por la frente. Cada gota recorría el mismo lento camino hasta sus cejas, una vez allí parecían desaparecer durante un instante para resurgir en sus sienes y continuar su andadura sobre las mejillas. El pañuelo con el que intentaba secarse ya sólo servía para extender la humedad de forma uniforme por su rostro. Quería levantarse de la mesa, necesitaba ir al baño para refrescarse. Sabía que no era el momento de hacerlo, estaban en la cumbre del juego, midiendo su templanza, calibrando cada uno de sus gestos. Fernando acababa de subir la apuesta, al hacerlo, sus ojos se desviaron, sin querer, hacia la izquierda. Estaba claro, era un farol. Todos lo habían notado. Fernando era un contrincante fácil, no sabía esconder su jugada. No, no era a él a quien había que temer. Tampoco a Luis: había igualado rascándose el entrecejo, eso significaba que no llevaba nada más alto que una pareja. Kalashnikov, ése era el verdadero adversario. Ése falso ruso que siempre venía acompañado a las partidas. La escolta rusa, así los llamaban. Ninguno podía dejar de pensar que estaban allí, esperando el final del juego para hacer su aparición. Fernando y Luis no tenían miedo, ellos no exponían nada que no se pudieran permitir arriesgar, su situación era diferente a la de Ernesto. Él, en cambio, sabía que la escolta rusa le haría daño. Cada sábado, cuando el dolor no le permitía dormir, se juraba que no volvería a ocurrir. Cada domingo se reafirmaba en su promesa cuando se miraba al espejo y contemplaba la piltrafa en la que se había transformado durante la noche. Pero llegaba el viernes y la llamada de Kalashnikov le hacía olvidar todos sus firmes propósitos. Era el turno del falso ruso. Impasible, como siempre, igualó y subió aún más la apuesta. Ernesto renegaba de su sudor, sabía que lo delataba, que le estaba explicando a Kalashnikov con pelos y señales cuál era su jugada: un trío. Lo miró a los ojos fijamente, necesitaba una señal, una pista que le dijera si la jugada del ruso era mejor que la suya. Nada. Los ojos del ruso continuaban señalando a algún punto del universo y seguían si establecer contacto con la Tierra. Ernesto se repetía que su jugada era buena, si no arriesgaba ahora no lo haría nunca. No, no conseguirían sacarlo de la partida amedrentándolo. Era el momento de apostar el resto. Fernando se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Quería aparentar que estaba meditando. Sus compañeros de partida disimularon una sonrisa, de sobra sabían que se retiraría, no entendían ese empeño en pretender engañar con los gestos en aquella situación. No tenía sentido querer hacer creer que se retiraba a pesar de tener una buena jugada; pero Fernando era así, le gustaba pensar que conseguía desconcertar a sus adversarios. Luis tampoco igualó la apuesta, también había leído el trío de Ernesto, su pareja perdía, era mejor reservar por si el ruso iba de farol. De nuevo Kalashnikov tenía la voz. Ernesto no le quitaba el ojo de encima. Kalashnikov se encendió un cigarrillo y volvió a mirar sus cartas. Al fin un movimiento, pero… ¿qué significaba? ¿Iría o se retiraría? Y si iba, ¿si jugada sería mejor que su trío cantado o simplemente se entretenía como un gato jugando con un pompón? A Ernesto ya le daba igual, sólo podía pensar en la escolta rusa. Ganara o perdiera haría aparición en cuanto se descubrieran las cartas y… le harían daño. Lo sabía. Apenas habían pasado tres segundos cuando el falso ruso arrimó sus fichas al centro. Nunca tres segundos se tomaron tanto tiempo para transcurrir. Era el momento de enseñar las cartas. —Dos doses. —El ruso sólo destapó esas dos cartas. —Dos cincos. —Ernesto también los mostró. —Y dos sietes. —Kalashnikov descubrió las cuatro cartas que formaban la jugada anunciada. —Trío de cincos. —Ernesto sonreía. Durante un instante incluso el sudor pareció tomarse un respiro. —Y otro siete —dijo Kalashnikov levantando la quinta carta que había permanecido oculta. La sonrisa de Ernesto se congeló. Había perdido, su trío no servía para nada. —Ruso de mierda. Me la has vuelto a jugar. —Tienes mal perder, no sé por qué te invito a mi garaje cada viernes —respondió mientras se levantaba y se dirigía al viejo frigorífico del rincón. —Lo que no sé es por qué vengo. Aquí hace un calor de la leche, mira cómo estoy: empapado. Kalashnikov regresaba a la mesa acompañado por su escolta y cuatro cervezas frescas. —Toma, bebe y cállate. Has perdido, ¿vas a pagar? —Claro. Ya lo sabes. —Bien. Entonces vamos a darle aire a mi escolta. —Kalashnikov abrió los dos táper que había puesto sobre la mesa y dejó al descubierto la ensaladilla y los filetes rusos que, como siempre, había preparado para rematar la partida acompañándolos de una cerveza. —Eres un cabrón. Siempre preparas lo mismo y a mí la mayonesa me sienta como un tiro desde que me operaron de la vesícula. Ahora me pasaré la noche en danza y vomitando. —Coño… pues no comas —objetó Luis. —Si es que está de muerte y no puedo resistirme. —Ernesto hablaba con la boca llena de ensaladilla. —Si preparara otra cosa dejaría de ser el ruso Kalashnikov y… ya no sería lo mismo —afirmó Fernando. —Paga, pequeño. Ernesto se levantó refunfuñando entre dientes. Sus compañeros de partida reían mientras se acomodaban como si fueran a contemplar un espectáculo. Ernesto se desabrochó la camisa y se la anudó sobre el ombligo. Cogió un botellín a modo de micrófono y empezó a mover sus caderas al tiempo que cantaba. Y la presión se siente, espera en ti tu genteAhora vamos por todo y te compaña la suerte Tsamina mina zangaléwa, porque esto es África
Tsamina mina, eh eh, waka waka, eh eh Tsamina mina, zangaléwa, porque esto es África.
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Taller Biswas (años 1989-2010)
El mocoso Vijay llegó al taller pasadas las doce. Sorteó cilindros y cadenas, hincó las rodillas en el suelo y se postró a los pies del hombre. Su cartera, que sobresalía a ambos lados de su torso flaco, se deslizó hasta la nuca al bajar la cabeza. Ésa era la carga sobre los hombros del mocoso: un cuaderno escolar con la mitad de las hojas arrancadas. Ligero, ¿verdad? Fíjate también, lector, en el esplendoroso negro de su flequillo, o en el mismo binomio que adjetiva el aceite de motor barato que cubre los dedos de este pie de comerciante. Luego guardó silencio durante un minuto. Diríamos que guardó silencio algo mortificado por el ruido de los motores de dos tiempos, los bocinazos y todo eso que suena a medida que implosiona el universo. Es mucho ruido. El hombre chascó la lengua y el mocoso Vijay se incorporó: era suficiente. Tal vez habían sido dos, ¿tres minutos? Mucho ruido. Suficiente. ―¡Tengo tanta hambre que me comería una cabra, Babuji! Frotó el pringue de sus dedos con un trapo y se apoyó en el hombro de Vijay. Bajó la persiana desde dentro y subieron los escalones que conducían a la habitación familiar. En el penúltimo peldaño está la palangana, fase uno, y en el último el felpudo, fase dos. A nivel del primer piso, la vivienda (y tres). Mamá manejaba tortas sin levadura y mecía la sartén mimando el humo. ¡Chapati! ―¿Cuántos comerás, mocoso? ¿Dos o tres? ―preguntó Mamá levando la masa de sus labios. ―¡Tres millones! ―dijo Vijay. Eran muchos, ¿no crees? Y comieron. ¡Ah! Babuji había dibujado tres círculos de Nag Champa cogiendo el atado con reverencia, ahumando el trimurti que presidía el templito doméstico de la esquina nordeste. Era un calendario abierto en el mes de marzo, día 2. Año 2010. ―¡El monstruo de las tres cabezas! ―interrumpió Vijay mordisqueando el primer chapati de una serie dilatada. No tan dilatada como tres millones, pero a fin de cuentas. ―¡Sssht! ¡Mocoso! Lord Brahma, Lord Vishnu, Lord Shiva. Los tres aspectos de Dios. El monstruo… Babuji mojaba sus dedos bobos en el plato, las uñas bien cortas, el Señor Mostacho tan recto y perfilado (dos milímetros por encima del borde de los labios) y las muelas bien gracias. Masticando como dentadura industrial. ―¡Babuji come como un guarro! ―dijo Vijay. O no, más bien: pensó Vijay. Al otro lado del tabique, Abdul Shakur sintió un molesto buzz-buzz-buzz en el oído durante la plegaria. Pantalón de lino a punto de estallar entre sus glúteos, costura-ka-¡boom!, calcetines de punto (oh, sí) color crema. Ya te has fijado, ¿no? Y el mocoso Vijay pensando en comerse un guarro que haya comido como un guarro. Área de Karol Bagh, Delhi. Vroom-vroom-vroom. Babuji atendía el negocio familiar desde el año 89. El taller Biswas reparaba, limpiaba, compraba, revendía y customizaba Royal Enfields. Sólo había bajado la persiana en una ocasión: fue en el 92, cuando se armó la revuelta por la demolición de la mezquita en Ayodhya a manos de radicales hindúes. Abdul Shakur, su vecino; Abdul Shakur, su cliente; Abdul Shakur, su amigo dejó de prestarle sal, comprar en el taller, hablarle durante tres años. ¡Cómo se llenó de cochambre la burra de Shakur! Era tan miserable con el dinero que no la llevó a lavar en todo aquel tiempo; porque su ex vecino Babuji, su ex tendero Babuji, su ex amigo Babuji se lo hacía gratis. Luego el mocoso Vijay trabó amistad con el mocoso Abdul Shakur Jr. y los adultos abandonaron aquel juego de mocosos al que se habían emperrado en jugar. Fíjate. En el 97 llegaron los nuevos vecinos: la familia Abreu, de la provincia de Goa. ¿Abreu? Oh, sí, de antepasados portugueses pero con una piel oscura como: el esplendoroso negro del flequillo del mocoso Vijay. Como: el esplendoroso negro del aceite de motor que cubre los dedos de los pies de este comerciante hindú conocido en el microcosmos Biswas como Babuji. La familia Abreu era una familia cristiana formada por un padre cristiano, una madre cristiana y una hija, Filippa, también cristiana y que podía comer vaca. Y cerdo. Abdul Shakur Jr. y el mocoso Vijay la envidiaban. También querían besarla, eventualmente. Filippa Abreu aliviaba repentinos picores en la cara posterior del muslo (siempre y cuando se hubiera cerciorado de que sus vecinos la miraban). Otras veces colocaba su cuerpo en ángulo recto apoyando los brazos en la silla, poniéndose de puntillas para contraer los gemelos. ―En Goa debe ser otra cosa, tío. Es que es otra liga ―le decía Abdul Shakur Jr. al mocoso Vijay. Así hacían nueve personas sólo en la primera planta, nueve metros cuadrados separados en tres viviendas por dos tabiques para tres familias de tres miembros cada una. Dos templitos domésticos: el calendario con incienso de los Biswas y una cruz de madera con un ensangrentao sujeto con clavos para los Abreu. Y un no-templo: un Dios en la distancia, sin rostro, en la casa de los Shakur. El verano de 2001 fue muy caluroso. El de 2002 también lo fue, pero sucedieron más cosas en el verano de 2001: 1) En el verano de 2001, Abdul Shakur Jr. dijo: ―Baaba, quiero ser muyahidín. 2) En el verano de 2001, Filippa Abreu dijo: ―Papá, quiero ir a Calcuta con las Misioneras de la Caridad. 3) En el verano de 2001, el mocoso Vijay dijo: ―Babuji, quiero una moto. No se cumplió ninguno de los tres deseos. Sí sucedieron otras cosas: Babuji vendió tres motos en el taller, el Señor Abreu rezó tres padrenuestros cada tarde antes de cenar y Abdul Shakur rezó cinco veces cada día. Cinco. Una de las Enfields de Babuji la compró un maleducado joven israelí aficionado a la cábala y las raves. Dijo: ―Si prrresta atensión verrrá que dos mil uno son dos mas cerrro mas cerrro mas uno igual a trrres. Babuji lo consideró ocurrente. Luego lo olvidó y, por supuesto, el asunto no le procuró al israelí una rebaja. ―Son ciento veinte mil rupias ―dijo firme. El israelí no le entregó ciento veinte mil una como dicta la buena educación y Babuji se molestó. El israelí salió de allí, vroom-vroom-vroom, pensando: «¿Porrr qué se habrrrá molestado este motherfucking indian?». Fíjate. Fíjate bien. Ahora, fíjate mejor. Durante los tres meses que duró aquel verano también hubieron varios millones de gotas de lluvia, que crearon una gotera expansiva en el piso entre las viviendas de la segunda planta y la primera. Las familias Abreu, Shakur y Biswas se mojaron. Tanto que durmieron juntas en el taller varias noches. Ocultos entre los cilindros y las cadenas, los dos mocosos y la mocosa reordenaron el menaje del taller jugando a: 1) Vijay besa a Filippa. 2) Filippa besa a Abdul Shakur Jr. 3) Abdul Shakur Jr. besa a Vijay, luego los dos escupen al suelo. Y vuelta a empezar. Fueron noches de gran insomnio. Las mamás comenzaron a cocinar juntas en el hornillo de la Sra. Abreu, que era el menos pesado y se pudo bajar perfectamente hasta el taller de las motos. El menú incluía figuras tan imposibles como: Shish Kaboob masala con vino dulce, baklavas con leche de coco y orejones, atún tandoori con salsa de yogur y menta. Uno de los tres es realmente imposible. Fíjate bien. Exacto, habían bajado un hornillo: no tenían tandoori. Aunque llovió tanto, tanto, tanto que crecían los atunes en los bidones de carburante que se oxidaban en Karol Bagh. Los papás organizaron un campeonato de backgammon, otro de dominó, uno de ajedrez y otro de levantamiento de rueda. Acicalaron el ingenio ya que: 1) Abdul Shakur no bebía, 2) a Babuji no le gustaba discutir de política 3) y el Sr. Abreu detestaba hablar de religión porque 1) estaba prohibido, 2) todos eran unos ladrones y 3) su Dios era el más misericordioso y pacífico. En los juegos se llevaron bien. Oh. Disculpa. Te pedí que te fijaras bien y no me has dicho nada. ¡Estábamos en el 2 de marzo del año 2010! El israelí cabalista y pastillero se había marchado con su moto tiempo atrás. Babuji cabeceaba tras el almuerzo y Mamá meneaba el mantel. El mocoso Vijay salió a encontrar a sus compañeros de escuela para acudir a la marcha vaishnavita que cruzaría la ciudad de norte a sur. Venían caminando desde Haridwar muy anaranjados con cubos basculando en palos y, en esos cubos, traían agua de la madre Ganga. Todos los muchachos querían bañarse. A Abdul Shakur Jr. y a Filippa Abreu, fíjate, esta marcha les importaba un comino, pero a Vijay le molaba Vishnu. «Vishnu, de la trinidad, es el que más mola», decía. ¿Por qué? Tal vez porque Shiva era malo de vez en cuando y los sadhus daban miedo, o porque Brahma era un dios muy importante a quien nadie rendía culto. «Mola porque es guay», decía el mocoso en realidad. Fíjate bien: eso es un acto de fe como la copa de un Bodhi tree. A eso de la mitad de Qutab Road sucedió el desastre. Titular: Vaca golpea con muy mala leche a peregrino vaishnavita. Tres fuentes diferentes informan que vertió el agua del cubo con la babilla, aunque otras tres aseguran que fue con la contra. Pocas (tres, más o menos) perseveran en que atizó el cubo con el redondo de ternera. Viendo el agua derramada por el suelo, el peregrino enarboló su palo y atizó al animal en babilla, contra y redondo para asegurarse. Un advaitín que pasaba por allí se indignó (fuentes policiales confirman que gritó, fuera de sí: «¡No existen las partes aisladas, existe el todo!») y comenzó la refriega. El advaitín daba mamporros a discreción, llegando a derribar a un joven vaishnavita, Vijay Biswas, hijo del conocido comerciante de motocicletas Babuji Biswas. Una llamada por teléfono móvil hizo que acudieran al lugar de los hechos las familias vecinas del joven afectado: los Shakur, de fe mahometana, y los Abreu, católicos romanos. El advaitín fue arrestado para evitar el linchamiento. Y el hombre que se había quedado sin agua. Y la vaca. Las palabras del joven héroe que ha conseguido alinear tres religiones en el mismo bando: 1) Babuji 2) Quiero 3) Una moto Fíjense.
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SIEMPRE ES AYER
Marta siempre llega temprano por la maana. Sin esperar un instante me abraza, estrujndome sin importarle lo ms mnimo que mi cuerpo venga del inimitable calor de la cama. Sus ropas heladas en mi piel, su beso, su tpica broma: "Todava en el catre?" Su aliento huele a coac. A veces Marta me hace el desayuno, pero slo si est muy contenta y yo muy triste. A veces Marta grita, blasfema y me araa hasta que consigo meterla bajo la ducha. A veces desliza sus manos desde mi nuca a mis caderas y luego se arrodilla, me agarra los huevos y con su boca me da los buenos das metindose mi polla muy adentro.
Pero Marta se va, siempre se marcha al poco tiempo. Jams he logrado que se quede a comer. Tampoco insisto demasiado.
Al salir de mi pequea casa, cierra cuidadosamente la puerta. Marta cree que un portazo la puede matar; y que hacer el amor sin abrazarse antes trae nios; y que si termina con la bebida perder su suerte en el pker.
El da no ha hecho ms que comenzar. S que debera escribir, sin embargo pierdo el tiempo, en internet y comiendo demasiado, hasta que sobre las cuatro aparece Luca. Luca cree que an estoy enamorado de ella y por eso trae cara de pena y morbosa culpa cuando la noche anterior ha retozado con algn hombre. Pero esta vez no es el caso. "Hola, Manu, qu tal tu familia?" "Igual que ayer, ms o menos." Por qu siempre me pregunta sobre mi familia? Ella sabe que los odio. A todos. A mis hermanos. Y sobre todo a mis padres.
Luca disfruta recolectando ojos en su escote, como una hucha sin fondo. Y es feliz bamboleando su trasero cimbreo para deleite gratuito de conductores aburridos y transentes sin prisa.
Luca se empea en hacerme "un bocadillo aunque sea", o abre unas latas para prepararme algo de comer. "Cada da ests ms delgado. Menos mal que estoy yo aqu para remediarlo, verdad?" Hay das que al "verdad" aade "cario". Yo asiento, y le sonro. Y luego le respondo dulcemente: "Desde luego, mi vida, sin ti morira de inanicin." Ella me besa y me dice que le encanta cuando utilizo esas palabras tan raras. Me hace explicarle minuciosamente qu significa cada vocablo que no comprende. "Ayer dijiste martingala, laxo y oropel. Fue maravilloso, sobre todo oropel." A Luca le gusta hacer el amor conmigo todos los das... "Pero con mucho amor, Manu." "S, corazn, con grandes trozos de amor." Re contenta mientras me desnuda, jams se haba imaginado el amor cortado en pedazos. Si despus del sexo me nota taciturno suele quedarse a mi lado acaricindome el pelo con sus dedos zalameros; as hasta que sobre las siete pongo msica alegre y la invito a bailar. Nunca falla. Mira el reloj y huye presurosa, pero antes me da un beso largo y me recomienda tener cuidado con las corrientes de aire y los cambios bruscos de temperatura.
La noche siempre llega. Descubro as que se me ha escapado otro sol. Sin salir de casa. Sin escribir. O escribiendo estupideces, que viene a ser lo mismo. Pero todava tengo tiempo. Suelo sentir fro porque mi morada es vieja y hmeda. Enciendo la estufa y me arrimo meloso a su vera. De esta manera me encuentra Raquel. Raquel entra con su llave (detestaba esperar a que le abriese). Irrumpe aceleradamente. Sus tacones de aguja repiquetean por toda la casa. Hasta que se descalza y se enfunda mis calcetines ms gruesos. "Vengo molida, me traen a morir los pies. Y t qu, vagueando o has escrito algo?" No contesto ni la miro. Raquel sabe que no he escrito nada. Ni siquiera alguno de mis prrafos incomprensibles, de mis estupideces. "No, ya veo que no... Has llamado a la editorial, has confesado ya que an no tienes ni una pgina de la novela que esperamos de ti para dentro de dos meses, Rodrigo?" Cuando escucho ese nombre levanto la vista. "Odio que me llames Rodrigo, Eugenia." Sonre. Realmente no est cabreada. Simplemente se divierte. Le importan una mierda la editorial y mi novela. En realidad, nada le importa una mierda, a Raquel nicamente le importa ella misma. Se acerca lentamente. Como una pantera entrenada. "Hoy no me apetece, Raquel... Por qu no bebemos un poco de ese whisky bueno que escondes en tu bolso?" Le molesta que haga referencia a sus vicios; pero accede y tras dar un rpido sorbo me ofrece su preciosa petaca de piel de serpiente. S, debera llamar a la editorial, pedirles ms tiempo… Seguimos bebiendo. Raquel se desabrocha, meliflua, un botn de la camisa. La observo con ya fingida desgana y repito sin conviccin: "De verdad, hoy no me apetece." Entonces me arranca de la mano la preciosa petaca de piel de serpiente que yo monopolizaba e inmediatamente desaparece. Pone msica. Cuando regresa, trae su dosificador. "Unos tiritos?" "Como no, guapa." Sonre porque le encanta que le llame guapa. Raquel prepara cuatro rayas con mano firme en la caja de un cd de Elvis Presley y esnifa la cocana como una profesional. Me pasa el cd y el billete enrollado. "Va por ti, Elvis." Aspiro mis dos lneas paralelas. Raquel me observa, sabe que le miro sus largas piernas enfundadas en unas elegantes medias. Abre sus muslos un poco, y luego un poco ms... "Venga, desndame!" Entonces le quito las medias, las bragas y hago saltar algunos botones. Huelo su cuerpo tibio. Me encanta chupar su piel con la lengua bien abierta. A Raquel la envuelve una funda suavemente salada. Se tumba boca abajo. Su culo perfectamente moldeado en largas sesiones de gimnasio oculta gran parte de mi cara bermelln. Mi lengua saborea sus agujeros descaradamente. Ella gime y jadea; se retuerce y se pellizca los pezones que se han puesto enormes. Separo los labios de la vulva, siento su humedad, le meto un dedo, y despus otro dedo. Hasta el fondo. Sin dejar de apretar. Con la otra mano acaricio su cltoris, su coo se va derritiendo… Cuando se corre susurra morfemas incomprensibles. Luego gira sobre s misma. Me dice entonces que la folle; y cuando la estoy follando me dice que le grite lo puta que es y que le arree guantazos en los muslos... Exhausto termino explotando dentro de su vagina caliente mientras me agarro a sus pechos para no ser engullido por ese galctico agujero negro del placer.
Despus la cocana y el whisky me sirven como coartada para justificar mi mutismo. Siempre me siento estpido y vaco tras eyacular. Ella, en cambio, re e incluso bromea: "Nunca has odo hablar del instinto maternal de las mujeres?" Sus ojos expectantes me obligan a contestar: "nicamente a ti." El silencio se hace denso cuando el disco se termina. A los pocos minutos pone su cara de aburrida-y-ahora-qu-venga-Manu y como no le hago caso se marcha tan aceleradamente como lleg argumentando "importantsimos asuntos por resolver".
Ahora podra escribir. Ahora no tengo excusas. Sin embargo, no consigo concentrarme. Venga, Rodrigo, escribe. La loca de Eugenia tiene razn, el tiempo se te acaba. Cojo unos cuantos folios. Pero en el bolgrafo nicamente hay tinta azul y aire. No hay palabras. Slo existe el crculo que han creado estas tres mujeres, Marta, Luca y Raquel, y el mecanismo de sus visitas que desactiva aquello que me hace escribir. No soy lo bastante fuerte. Tuve suerte en mi primer libro: De cmo el diablo aprendi a follar. Pero en este segundo me voy a dar el batacazo. Me ha vencido la desidia. Lo que escribo es bazofia. Debe de ser muy tarde cuando consigo cerrar los ojos. Suenan cantos de pjaros tras los cristales. Y es absolutamente imposible quitarme de la cabeza que en pocas horas Marta tocar el timbre cuatro veces primero y dos despus... Maldita supersticiosa enferma!... Calma, as no consigues nada... Maana...
Ayer. Ocurri ayer. No obstante, Marta llega por la maana, como si fuese la primera vez, temprano, renovando el aire viciado de mi guarida con su sola presencia. Y por supuesto me dejo llevar. El mecanismo me transporta sin haber escrito una lnea hasta el regazo de Luca. Slo Luca no conoce la existencia de las otras dos, slo Luca podra romper el crculo. Pero Luca cree que todava la quiero y no soy capaz de contarle la verdad; tampoco pongo demasiado empeo; ni ella hace nada por saber. Me prepara un plato absurdo. "Es una receta de una amiga cocinera, ya vers cmo te gusta." "Realmente delicioso, mi amor. He comido con verdadera fruicin." Ms tarde me repite que lo tenemos que hacer "con mucho amor." "S, mi luz. Incluso podemos regalar litros de amor porque en el ocaso he recogido todo el que reparten los ruiseores cuando cantan." Y como hoy, tras el coito, delicioso postre caliente, no destilo melancola se va silbando, olvidndose de mis cabellos. Otro sol que desaparece. "Va por ti, Elvis." Acaricio a Raquel que esta noche viste con un magnfico abrigo hecho con la piel de algn desdichado animal. Y se empea en llevarlo aun cuando se pone a cuatro patas para que le deje el culo como la bandera de Japn, pero con profundidad, en 3D… Cuando se marcha Raquel, los folios en blanco se ren de m. Bajo las mantas creo olvidarme de todo. Pero llegan los cuatro timbrazos. Y luego dos. Se me pone la piel de gallina porque Marta me rodea con sus brazos de hielo; est llorando, y entonces me golpea, ha debido perder en el pquer. Termina por calmarse. Se desnuda. Su cuerpecito es blanco y brilla. Me promete ser buena siempre pues necesita que le preste algo de dinero. Cerrando la puerta, me pregunta si maana querr verla sin dejarme contestar. En el sof descanso, las cortinas coquetean con el viento. Luca me sonre. Y Raquel… En la cama me reconozco incapaz ya de recordar cmo ni cundo el crculo y el mecanismo me tragaron. Maana ser lo bastante fuerte, maana los bolgrafos tendrn palabras, maana escribir mi novela. Sin embargo, hoy sigo encerrado en mi pequea casa. Y adems s que todo da igual porque siempre es ayer.
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Magí Constantí –¿Falta mucho? –Tranquilos, no os impacientéis. Primero harán sus típicos parlamentos los más veteranos, las viejas glorias. Ya sabéis, Motuse, Gusteau... –Creo que luego se pondrán en contacto con varios delegados en otros países. –Y yo creo que esto está amañado. Si nos fuesen a dar una ya lo sabríamos. Seguro. –No, no lo está. Como mucho se manejan pronósticos y predicciones. Aunque suelen acertar. Casi siempre. –Espero que también lo hagan está vez. Porque estamos en todas las quinielas. –Yo no tengo la menor duda, ¡nos la darán! Un hombre algo mayor, de entre cincuenta y sesenta años, más bien orondo y corpulento, miraba con sus ojillos vivos y brillantes a sus dos hijos y a su hija, al tiempo que se frotaba ligeramente la mandíbula y su media papada, cubiertas como era habitual por una barba incipiente. Veía como, sentados alrededor de la mesa, hablaban con cierta excitación señalando al televisor en el que esperaban ver, por fin, la gran noticia. Sin embargo él estaba mucho más tranquilo que sus hijos y les miraba relajadamente, con una media sonrisa. Su hija, viéndole con su habitual aire tranquilo, campechano y bondadoso, no se acababa de creer que no supiese algo que ellos ignoraban. Que no lo supiese ya, en definitiva. ¿Por qué, si no, aquella expresión de contenida satisfacción? Pero no era así. Él, el gran Magí Constantí, creador, alma y dueño de aquel famoso, reconocido y prestigioso negocio que regentaba desde hacía tantos años junto a sus hijos, estaba tranquilo porque desde que el esfuerzo, el trabajo, los viajes y las apariciones públicas habían estado a punto de hacerle pagar un costoso peaje, había cambiado mucho su filosofía y su manera de tomarse las cosas de la vida. En efecto, el amago de infarto y los días pasados en el hospital (¡en especial las bandejas con aquella comida!) habían dejado en él una profunda huella y un recuerdo imborrable. Su trabajo, su imaginación, su ingenio, su experiencia y el fruto de las raíces culturales recibidas de una antigua saga de especialistas en el gremio habían ya recibido por dos veces el reconocimiento internacional. Y aquello era más que suficiente. Habían sido dos momento de gloría, de fiesta, de celebración. En especial el último, en el que la llegada del galardón coincidió con el regreso a casa de su hija y el mayor de los chicos, que habían crecido como profesionales en los más prestigiosos establecimientos del ramo, y que recién incorporados al negocio familiar pudieron brindar con un buen cava fresco por el premio, junto al resto de la familia. La verdad es que no dudaba de que realmente merecían ese tercer reconocimiento, y estaba seguro de que se habían ganado a pulso el optar a la tercera distinción, aquella que les llevaría al lo más alto entre la élite en su gremio. Aquella que le consagraría a él, definitivamente, como un gran maestro en su oficio. Pero si tal distinción no llegaba no pasaría nada. Absolutamente nada. Seguirían trabajando como lo habían hecho siempre, con honradez y honestidad, pues la satisfacción que recibían cada día del reconocimiento y el agradecimiento de sus clientes, las habituales notas y comentarios en la prensa y en los medios, siempre generosas y favorables, eran, para él, premio más que suficiente. De ahí que esperase con absoluta tranquilidad, junto a sus hijos, el momento en que se iniciase la pequeña gala que aquel año, por vez primera,� iba a ser retransmitida por un canal� privado de televisión digital para todos los de su gremio. Llegó por fin el momento. Comenzaron a llover aquí y allá. Su amigo Francesc Oriol recibió una. Su proverbial buen oficio, su clase y su amor por la tradición mezclado con una notable visión innovadora, le había llevado a obtener para su Brusi la segunda de aquellas distinciones. Estaba seguro de que, por su juventud, no tardaría mucho tiempo en alcanzar la tercera. Y fueron otorgándose otras, aquí y allá. Para José Mari y su afamado Prozak, para las hermanas Barrufet, dueñas del Catalonia, para Carlos Puentellano y para Núria Formiguera, dueños y directores, respectivamente, del Rincón de Carlos en Fuenterrabía y del hostal Sant Pere en Sant Feliu de Guixols. –Y finalmente, para acabar el repertorio de los establecimientos premiados en España, el jurado internacional ha decidido, esta vez por unanimidad, otorgar su tercera estrella al Restaurante Can Prunes, de Magí Constantí. Pocos días después el gran chef, junto a sus hijos, contemplaba con orgullo el rotulo metálico junto a la entrada de su restaurante, en el que destacaban, en dorado sobre un fondo azul, aquel trío de estrellas tan merecidamente ganadas. ¡Tenía por fin su tercera estrella Michelín! |
��������������� LA TERCERA VISIÓN, EL TERCER OJO, EL TERCER REICH. � ��������������� Cuando era pequeño, en la feria de su condado, una bruja le dijo a Archie que tendría tres visiones en su vida que cambiarían el curso de la Historia. Tres visiones que ayudarían a un cruel emperador. O que lo derrocarían. ��������������� El submarino estaba varado en la playa secreta de Copin, al Norte de Francia. Era como un souvenir roto del país de las ballenas, una obra de artesanía siderúrgica influenciada por el expresionismo, tan negro, tan básico, tan impresionante. ��������������� Todos sus ocupantes estaban muertos, menos uno. El comandante Archibald Blaundet Brown seguía sentado, sangrando un poco por la sien, por debajo del vendaje que le cubría los ojos. Había permanecido inconsciente desde el primer impacto, que abombó todo el fuselaje de estribor y provocó una última gran explosión del circuito eléctrico. Esa electricidad desatada, esas anémonas blancas ardiendo se lanzaron a por las manos y los pelos y las gorras, las narices y, por supuesto, los ojos de los marineros, oficiales y mecánicos. Después del fuego y de la oscuridad, el comandante tuvo un momento de delirio en medio del ajetreo del naufragio en el que sintió un ardor inabarcable en la cara y en las manos, mientras alguien se las estaba vendando y el movimiento de la nave impedía el simple hecho de pensar en la muerte. ��������������� Luego despertó a oscuras y en silencio, ciego, oliendo su propia carne quemada y la carne quemada y asustada de sus hombres, sus ropas empapadas en salitre y sangre. Debían haber pasado varias horas porque ya podía oír el traqueteo de los cangrejos que se habían colado por las aberturas del submarino; por los destrozos de su nave. Quizá días. ��������������� El comandante A. B. Brown sabía que aquello iba a suceder antes de que sucediese, antes incluso de embarcar; había mirado una foto de su difunto padre, el comandante C. D. Brown, con su uniforme de gala posando junto a la bandera de los Estados Unidos en 1938, y dijo, como sin pensar: “Te veré en el Océano”. ��������������� Archibald siempre había tenido una gran intuición. El tercer ojo, según algunos libros de filosofía oriental que había leído en la biblioteca de la intendencia de la marina en Pearl Harbour, el que fue su destino hasta un año antes de la guerra. Allí, en la solitaria y pacífica extensión de muerte del submarino, el tercer ojo del comandante Brown estaba despertando, receloso y tímido, como un huevo desovado. La ceguera le hizo ver. ��������������� En primer lugar vio con una nitidez asombrosa cómo una enfermera llamada Clarice Hamperfield le cambiaba las vendas y le decía que era un buen muchacho, que estaba curando como si fuese un joven fuerte y obediente. �Vio como levantaba una de sus manos y agarraba con pericia la muñeca derecha de la enfermera Hamperfield y le decía con la voz cascada y tono neutro: “Señorita, debe usted llamar a su padre. Un sarnoso timador, un abogado, va a obligarle mañana a firmar unos documentos que harán que pierda su casa dentro de cuatro años”.� La enfermera debía ser experta den desvaríos y le apartó la mano con exquisita amabilidad. Al día siguiente, sin embargo, la vería aparecer al lado de su cama con lágrimas en los ojos y… ��������������� El comandante tosió con un fuerte dolor en el pecho. Era posible que llevara tanto tiempo allí sentado que hubiese cogido algún catarro debido a la humedad. Quizá días. No le sorprendió en absoluto confiar plenamente en aquella visión que acababa de tener. Ni siquiera le sorprendió no sorprenderse.� En cualquier caso, el dato más importante que podía sacar en claro era que iba a ser rescatado del naufragio, que no moriría, que no caería en manos del temible XV ejército del Reich. ��������������� Al poco rato, cuando pensó que iba a volver a dormirse, su tercer ojo se abrió con claridad y se vio a sí mismo, sus rodillas y sus deformes manos, sentado en el jardín de algún hospital alejado del frente, donde tres soldados le rodeaban con el gesto audaz y, a la vez, cauto. Él les repartía predicciones acerca del destino de sus vidas o de sus familias. El primero, alto y rubio, volvería a casa. El segundo, con facciones hermosas de corte italiano, perdería a su mujer en la sala de partos, diez meses después del fin de la guerra. El tercero moriría en el asalto a las playas de Normandía, a no ser que pudiera evitarlo con su palabra. Ese soldado, flaco, delgado y moreno, tembló levemente y se alejó sin siquiera dar las gracias. ��������������� Se llamaba Dylan Reaper. ��������������� Aquel muchacho era operador de radio. Aquel muchacho sustituiría al operador de radio de confianza de Dwight David Eisenhower el día en que tuviera que tomar la decisión de ordenar el desembarco de las tropas aliadas en las costas de Normandía; ese encargo sería meramente provisional y, después de cubrir la baja durante espacio de unas horas, el joven Reaper volvería al grueso de las filas que embarcarían de las costas inglesas para reconquistar Europa. Haría un tiempo de perros en el mar; y Dylan Reaper no querría morir como el comandante Brown le había predicho. Aquel chico, en la visión, tuvo el atrevimiento de interrumpir las reflexiones del general Eisenhower y le dijo una frase que la Historia convertiría en un triste mito: “Señor, estamos dispuestos a morir, pero no en el mar”. ��������������� Aquella frase, aquella mirada sincera de aquel muchacho, sería decisiva cuando el General decidiese esperar a que el tiempo mejorase y pospusiese el desembarco. Demasiado tarde para la salvación de Londres. Demasiado tarde para las posiciones del frente ruso. Demasiado tarde para Europa. ��������������� Cuando era pequeño, en la feria de su condado, una bruja le dijo a Archie que tendría tres visiones en su vida que cambiarían el curso de la Historia. La que ayudó a la enfermera Hamperfield se había mostrado clara en su mente. A través de ella, con toda seguridad, obtendría fama de visionario en el ejército y muchos soldados acudirían a él. La segunda visión importante sería para el soldado Reaper, por la cual supo que podría evitar la muerte a través de la palabra. La tercera visión era la de la derrota del bando aliado por culpa del retraso en la ocupación del norte de Francia. ��������������� Ayudaría a un cruel emperador. O lo derrocaría. ��������������� El comandante Archibald Blaundet Brown seguía sentado, sangrando un poco por la sien, por debajo del vendaje que le cubría los ojos, oliendo a sus compañeros muertos y oyendo a los laboriosos cangrejos. ��������������� Sólo había un modo de que aquellas visiones no provocasen el triunfo del Tercer Reich y era, sencillamente, no teniéndolas. ��������������� Se llevó la mano al cinturón y comprobó el Colt 1911 reglamentario seguía allí. No parecía mojado pero prefirió asegurarse. A ciegas, vació el tambor. Dejó que las balas y el arma se secaran en sus manos durante horas. Oyó a los cangrejos e incluso los sintió por encima de sus piernas. Oyó a las gaviotas más allá de las paredes de la nave muerta. Tuvo tiempo de lamentarse por la pérdida del hogar del padre de la enfermera Hamperfield. Por la muerte del soldado Reaper. Por la desaparición de su propia vida. ��������������� Volvió a cargar el Colt cuando pensó que estaba cerca el momento en que la debilidad y la enfermedad y la tos virulenta iban a hacerle perder el conocimiento. Se metió el cañón en la boca y disparó. ��������������� Los cangrejos se alejaron de costado y las gaviotas dieron un salto de tres o cuatro metros con sus alas. ��������������� El comandante Archibald Blaundet Brown se quedó sentado, sangrando, en el suelo del submarino que yacía varado en la playa de Copin, como un souvenir expresionista del país de las ballenas. ��������������� ��������������� |
LA NUEVA FÁBULA DE DEIAN En algún lugar de Gales, en algún año del siglo XVII El viento silbaba su melodía por la fría oscuridad del valle. Noche ventosa, noche de sueños interrumpidos. Las ovejas dormitaban a su manera en su recinto vallado; unas setenta, de raza Cochddu, oscuras y voluminosas como la noche que las acogía. Deian soñaba en la cabaña, abrazado a su mujer, y sintiendo los suspiros de sus tres hijos. La noche no presagiaba sustos, pero los lobos acechaban en silencio. No eran muchos, aunque sí fuertes y con dientes afilados. Saltaron la valla y se abalanzaron hacia dos de las ovejas. Las demás se movían y balaban al ritmo que infundía el miedo, miedo a lo que no se ve pero sí se siente. Deian se despertó, e instintivamente cogió la cacerola y el palo. Era su manera de espantar a los lobos cuando le cogía así de desprevenido. Ronet, su hijo mayor, le siguió en la batalla lanzando piedras de forma aleatoria; más de una cayó sobre las ovejas. La defensa fue efectiva: los lobos huyeron, pero perdieron dos de sus ovejas más fuertes. Los desayunos posteriores a un ataque de lobos siempre eran tristes en casa de Deian. Los niños, a pesar de su corta edad, bebían su leche cariacontecidos, conocedores de que los lobos se habían salido con la suya. El resto del día lo pasaron trabajando con las ovejas y el forraje, como todos los días. En seguida llegó la nueva noche; los niños estaban cansados. Rhyan, la mujer de Deian, le pidió que les contara alguna de sus historias, para que así se durmieran pronto. Ellos mostraron su alegría con ojos de lechón, con risas y bostezos. Deian se acercó a ellos, alejando su rudo tono galés, mostrando su habilidad para las historias ficticias. -Hubo una vez dos ovejas hermanas que vivían juntas y que cantaban… Deian se quedó callado, no porque sus hijos se durmieran, sino porque se obnubiló y no supo cómo continuar. Aquello le molestó. Siempre había tenido habilidad para improvisar historias, pero esta de los tres cerditos se le quedó varada en algún lugar de su mente. Se disculpó, y salió a tomar el aire, diciéndoles que al día siguiente continuaría la historia. Deian pasó gran parte de la noche en la ventana que daba al vallado. Preparó su arcabuz para defender a sus ovejas por si acaso eran atacadas de nuevo. No fue así, aunque poco podía haber hecho, pues apenas aguantó despierto, y su rostro permaneció pegado a la ventana, dejando su vaho en el cristal. A la mañana siguiente, los niños se mostraron especialmente alegres. Deian cortaba leña y de reojo los veía jugar. Ronet se hacía pasar por un lobo, mientras que Seirian y Cadin hacían las veces de ovejas. El mayor perseguía a los pequeños, y entre burla y burla Seirian gritó desafiante: -¡Quién teme al lobo feroz! ¡Quién teme al lobo feroz! Aquella frase se le quedó grabada a Deian. Quién teme al lobo feroz… Le gustaba la musicalidad de esa frase, y rápidamente se imaginó a los tres cerditos de su cuento canturreando esas palabras. Dejó apartado el hacha y se fue a dar un paseo por el bosque, a pensar, a unir ideas en su cabeza. En mitad de sus pensamientos, unas gotas comenzaron a caer y en seguida se vio envuelto en una estruendosa tormenta. Corrió hacia la cabaña, donde su mujer y sus hijos ya le estaban esperando. La tarde transcurrió lloviendo, con un fuerte viento ladeando las gotas y haciéndolas caer si cabe con más� fuerza. Asomados a la ventana, los niños observaban la lluvia como si fuese la primera vez. Las ramas de los abedules bailoteaban de un lado a otro, y una de ellas, la más robusta, de repente, cedió ante la presión y la fuerza del viento y cayó junto al cercado. Aquello les dejó impresionados, y se pasaron toda la tarde hablando del viento y su extraordinaria capacidad para romper y caer los árboles. -…y el pequeño siempre buscaba su diversión. Entonces les llegó un rumor. Un lobo feroz merodeaba por la cerca, y si no querían ser comidos por el fiero animal, debían protegerse. El cerdito mayor propuso entonces que cada hermano se construyera una casa, y se pusieron manos a la obra. El más pequeño construyó una casa de paja, porque se hacía muy rápido y él quería pasarse la tarde jugando. El mediano se lo hizo de madera, porque era perezoso y en dos horas la tendría acabada. El mayor, que era muy responsable, hizo su casa con piedras, porque quería tener una casa fuerte y resistente, aunque eso le obligara a pasarse el día trabajando mientras sus hermanos jugaban en la pocilga. Entonces llegó la noche, y el temible lobo se acercó a la casa de paja. Y cogió aire y fuerza, y sopló y sopló hasta que la casa cayó, y el cerdito pequeño tuvo que refugiarse en la casa de madera del mediano. Pero el lobo insistía en querer cenar cerdo esa noche, y cogió aire y fuerza y sopló y sopló hasta que la casa de madera se cayó, como la rama del abedul. Los dos cerditos se fueron entonces a la casa de piedra, y allí se refugiaron los tres. Y el lobo feroz se acercó a la casa y cogió aire y fuerza y sopló y sopló… pero la casa no se cayó. Y volvió a soplar y soplar, pero la casa seguía entera y firme. Y el lobo, tenaz, decidió entonces subirse a lo alto del tejado, con la intención de entrar en la casa por la chimenea, y así hizo, pero cayó dentro de una gran olla donde el cerdito mayor cocinaba un caldo. Y el lobo, todo empapado de caldo, salió huyendo mientras los tres cerditos canturreaban alegres y victoriosos: ♫quién teme al lobo feroz…quién teme al lobo feroz♫ Y así es como acaba, niños,� la fábula de los tres cerditos. Los niños escucharon el cuento con sus rostros boquiabiertos, entusiasmados. El padre, más que propiciarles el sueño, había conseguido alejarles más si cabe de las garras de la noche. Deian se acercó a su mujer, satisfecho, y le agarró fuerte el hombro. Ella le sonrió, y burlona, como siempre, le dijo: -Parece que Ogma se fijó en ti cuando naciste… FIN |
�Misión especial ��� Nybrás había olvidado, después de tanto tiempo, que el poder de Dios no provenía solo de sus hechos sino que emanaba de su sola presencia. Ahora lo veía allí, sentado en medio de la nada o mejor en aquella espesa materia inconsistente y húmeda de la que parecía brotar y desde la que le miraba tan profundamente que Nybrás sentía el calor en su mismo vientre y la impresión de que no habría secreto que le pudiera ocultar. Le sonreía; la suya era una sonrisa que acogía, parecía una ventana que dejaba entrar la luz y apetecía perderse en ella. Lo curioso era que todo esto solo podía sentirlo, porque en aquel lugar todo era incorpóreo, invisible. Por eso caminaba hacia El tembloroso, porque, aunque hacía mucho que no le veía, no había olvidado� cuán grande era su potestad. ���� Intuía sus ojos que, en ese instante eran dulces como sus palabras, pero que, de pronto, podían reflejar toda la ira del universo. Tímidamente se acercó a Jah, esbelto, hermoso, indefinido, con aquellas enormes alas negras que brotaban de su espalda y que ahora caían lacias impulsadas por el miedo. Rodeaba a Dios un grupo de seres de una enorme belleza, de caras sonrientes y puras que parecían, como El, brotar de la misma nada. Nybrás por fin se atrevió a mirarle esperando impaciente lo que tenía que decirle. ���� -¡Adonais! , hacía mucho tiempo que no me llamabas; desde que me echaste de tu lado hubo una sola vez� y entonces yo aún tocaba la trompeta entre mis compañeros y era uno más de entre los últimos; fue entonces cuando me asignaste una misión y aquí estoy ahora para hacer lo que me ordenes – y se inclinó a los pies de Dios y volvió a sentir aquella impresión, que no había podido olvidar,� de que había otros ojos que lo observaban tras la mirada transparente de Jahvé, ojos que tenían su propia esencia, que despertaban sentimientos encontrados en el, diferentes unos de otros. Se sentía miserable y una vez más deseó fervientemente volver al paraíso perdido pues estaba cansado� de recorrer el mundo de los humanos, aunque había reinado en él con todo su poder. - Cumpliste lo que te ordené – dijo Jah. � � - Si Adonais, lo hice, convencí a muchos humanos de que debían disfrutar de lo que deseasen en la vida, sin reparos, sin temor de ti. Conseguí que crean que no existes y que no hay nada después de la muerte y sobre todo que no habrá infierno, ni castigo por sus crímenes y pecados. Algunos se han resistido y aún te adoran, te envían sus plegarias, ruegan que los ayudes cuando no pueden más y esperan verte después de muertos. Pero la mayoría me han escuchado. Tú les concediste el don de su libre albedrío y yo solo los he tentado, como me ordenaste. ��� -Estoy satisfecho con tu trabajo y es por eso que te he hecho llamar – y la voz de Elohim era como agua que se filtra en la roca, así la sentía Nybrás, como suave lluvia – para esa misión es necesario que vuelvas de nuevo entre los hombres, aunque ellos ya caminen libremente y sin pensar, hacía el hogar de Abadón para toda la eternidad. Es por otra razón que te he llamado y quiero saber si estás preparado para obedecerme sin titubear. �� A Nybrás ahora le temblaban las piernas y sus hermosas alas negras se movían nerviosas esperando lo que tenía que decirle. Por un momento dejó de sentir la fuerte presencia de Jah , flotaba en el ambiente una enorme sensación de contrariedad que iba creciendo llenándolo todo de gran tensión. Y finalmente, la voz terriblemente enojada de Dios tronó: ¡El tiempo ya se ha cumplido! �� Un halo de luz naranja, como si toda la eternidad ardiera en aquel instante, alumbró el edén. �� - Esto es lo que quiero – le dijo a Nybrás y sintió su poderosa voz vibrar dentro de sí� – Vuelve al mundo de nuevo, esta vez te acompañarán esos demonios machinaes y miles, que aún deben aprender. Tú te encargarás de dirigirles pues ya sabes que no son muy inteligentes. Elegirás la manera en que llevarás a cabo tu misión, de modo que consigas que los hombres terminen la obra que ya han empezado: la de su propia destrucción. Esta vez no habrá Arca ni ninguna otra salvación para los justos. Todos perecerán. Su planeta quedará limpio de su crueldad y avaricia hasta que recupere su primitiva naturaleza, después pensaremos si volvemos a crear las condiciones para que brote de nuevo la vida. ��� Nybrás no se atrevía a mirar a Dios, escondía la cabeza entre sus manos, conocía la cólera divina y sus consecuencias. El era el dueño de la vida y propiciaba la muerte. Debía obedecer, ese era el castigo para los ángeles caídos, no el fuego sino la eterna subordinación a sus designios. Nybrás odiaba vivir entre los hombres, aborrecía su codicia, su lujuria y su mendacidad. Los bondadosos, los puros, los fieles, eran los peores, los más difíciles de corromper; por ellos se alargaba su trabajo� eternamente. �� Durante un momento reinó un silencio terrible que lo envolvía todo y después alguien preguntó: �-� ¿Todo mi sufrimiento, mi pasión no han servido para nada, Padre? Me prometiste que con ella darías al hombre el don de la vida eterna, cargaste sobre mis espaldas todo aquel dolor en su nombre – la voz que preguntaba apenas era audible para Nybrás, había una profunda tristeza y decepción en ella. �� En medio del silencio espeso que siguió a la pregunta, sopló un aliento tan cálido que recordó al demonio los rincones más profundos del reino de Abalón y entonces sintió que sabría hacer lo que fuera necesario cuando llegara el momento y llevaría a cabo su misión en aquel desgraciado Planeta. Un escalofrío recorrió su cuerpo y como en los primeros días del Paraíso, Nybrán sintió el deseo desesperado de revelarse contra Dios y sus designios. |
La serpiente
Est el amor y est la pasin. Pero yo no senta ninguna de las dos. Por lo menos no mientras bamos caminando en silencio por la arena y yo los segua y el viento nos castigaba las piernas. En esos momentos yo no senta nada. Un poco de nervios, s, porque apenas los conoca.
Una semana atrs, cuando llegu con mis padres a aquel pueblo costero de vacaciones, los haba visto por primera vez. Era una pareja de belleza extica y atraan las miradas. Trabajaban en el mercadillo, tenan un pequeo puesto y hacan tatuajes de henna. Yo me dedicaba a pasear por el paseo martimo, porque cuando una est sola de vacaciones con sus padres tampoco hay mucho que hacer. Entonces me paraba en los puestos de artesanos y preguntaba cosas, como cunto sale esto o aquello y cmo no, tambin se me ocurri tatuarme. l era guapsimo y enseguida me di cuenta que mis mini pantalones lo volvan verborrgico. Hablamos, sobre todo, de mi primer ao de universidad. Me miraba las piernas y eso me gustaba. Ella sin embargo estaba callada y calcaba el dibujo (un duende) sobre mi brazo.
El camping donde aparcamos la caravana estaba lleno de gente, de barbacoas, de ruido. Casi no haba sombra, entonces todos se apiaban bajo los pocos rboles y compartan el calor y el sudor con verdadera felicidad, porque las personas de vacaciones se vuelven exageradamente felices. Pero yo no estaba feliz, ni buscaba la sombra, como mis padres y los dems. Yo siempre despus del almuerzo me iba y caminaba entre las lagartijas y los arbustos de aquel desierto buscando alguna playa vaca y ah me quedaba, como las lagartijas, al sol, escribiendo, porque me gusta escribir y sobre todo estar sola. La mayora de la gente me resulta muy aburrida. Empezando por mis padres.
Despus del atardecer, despus de cenar en familia, iba al mercadillo. All estaban ellos, rodeados de gente que los miraba trabajar bajo un potente foco. Entonces me sentaba en silencio sobre el malecn, esperando que el espectculo termine, escribiendo. El primer da que me acerqu despus de tatuarme l me sonri y dijo que se alegraba de volver a verme. Yo tambin sonrea, aunque me sintiera un poco idiota, porque se notaba que estaba aburrida y sola y con pocas ganas de conversar. Pero por suerte no insisti con las preguntas y hablaban entre ellos y dejaron que estuviera all, siguiendo la conversacin y los tatuajes, sin tener que decir nada, bebiendo de mi cerveza en lata. Entonces generalmente aparecan mam y pap y yo me iba. Aunque algunas noches volva luego yo sola caminando al camping, que estaba cerca. Una de esas noches, antes de que me fuera, mientras estbamos charlando, me invitaron a pasear por la playa al da siguiente.
Nos encontramos a la hora de la siesta y despus de caminar un buen rato y alejarnos del pueblo nos sentamos detrs de una roca, bajo el acantilado, refugindonos del viento y las serpientes que se formaban con la arena que arrastraba. Nos picaban las piernas, hasta que nos sentamos. Entonces ella me pregunta si fumo y saca un porro de su pequeo bolso y lo prende. Fumamos en silencio, con la vista perdida en la marea, que a esa hora estaba bajsima y haba dejado pequeas piscinas de agua tibia desparramadas a lo largo del arrecife. Cuando l me puso la mano en la rodilla yo lo mir sorprendida, a l primero y despus a ella. Pero su novia segua mirando a lo lejos y fumando. No s por qu, pero me volv a apoyar en la roca y me qued quieta y lo dej hacer, dej que me acariciara lentamente mientras yo senta cmo se me meta una serpiente de cosquillas entre las piernas: como si una de esas serpientes de arena y viento se me colara dentro, hasta mi barriga. Lo mir para sonrerle y l aprovech para besarme y meter su lengua caliente en mi boca. Y eso fue todo. Nos quedamos un rato ms en silencio, yo preguntndome qu estaba haciendo ah, con la mano de ese chico en mi rodilla y su chica al lado.
De repente ella se levant diciendo que haca mucho calor y nos fuimos caminando hacia el mar, hacia donde la franja azul del agua apenas se distingua del cielo. Se termin la arena y llegamos al arrecife y tuvimos que ir sorteando los agujeros llenos de agua y algas, con cuidado de no resbalar. Ella iba delante, guindonos. Caminaba con aplomo, como si flotara, esbelta y segura. Yo no poda sacar mi vista de su cintura, de su cuello, tan diminutos. Cuando llegamos a una piscina natural lo suficientemente grande para los tres, ella se detuvo y despacio se quit el baador, mirndonos y sonriendo. Entonces fui consciente de que bamos a follar, me di cuenta de lo que estaba pasando y me asust. Pero los dos me atraan mucho.
Ella me quit el sujetador cuando ya haba entrado el agua, mientras me besaba y acariciaba los pechos. Yo slo atinaba a quedarme quieta. l nos miraba, pero luego se acerc y sent que la serpiente se haba apoderado de m y les perteneca, que la hipnotizaban alternando caricias. Estuvimos as unos diez o veinte minutos, mientras estuvimos solos. En cuanto la familia que jugaba con un boomerang a lo lejos se fue acercando, decidieron que ya era hora de buscar algn lugar ms apropiado. Pero entonces quise irme y les dije que me estaban esperando, que ya nos veramos en la feria. l insisti en que me quedara, pero yo no ced y me fui muy rpido.
Suena el mvil. El atardecer est impregnado de olor a sal y mariscos y los turistas pasean con sus ropas blancas y limpias elegidas con esmero. Los nios gritan y corren y los vendedores de globos y peluches los persiguen disimuladamente. Es mi madre, quiere saber si voy a ir a cenar. Le digo que s, que ya voy, que estoy en el centro. Cuando cuelgo siento una pena grande que se queda prendida a las personas que pasan, recin baadas, a los nios y hasta del olor a sal. Camino entre los puestos de souvenirs y rebusco como si se me hubiera perdido algo, pero s muy bien dnde est lo que me falta.
Despus de cenar con mis padres voy hacia la feria. Poco a poco, mientras me acerco, me doy cuenta que la serpiente se enciende, que no se quedar quieta porque ya habita dentro mo. Llego donde est el grupo de gente reunido bajo el foco mientras el deseo se retuerce dentro y me palpita fuerte el corazn. Los dos me sonren cuando me siento a su lado. Las miradas nos queman y un dulce veneno se desliza por mis bragas. S que va a devorarme. Escribo, fumo, los miro. La curiosidad me consume. Quedamos para vernos al da siguiente en la playa de las dunas, donde slo llegan las lagartijas.
Los veo acercarse y los nervios hacen que mis dedos no paren de hacer montaitas en la arena. Mientras se quitan la ropa y se tumban a tomar sol, yo hablo sobre cualquier cosa, explayndome en qu suerte que no hay viento y dems tonteras que se dicen por evitar un silencio. Despus de un rato empiezan a contarme de sus viajes y fumamos. Ella est cerca y cuando se re de algo a veces me acaricia el pelo o enrosca sus pies a los mos. Despus que volvemos de baarnos me besa, entonces parece que se me llenara la garganta de arena y ya no puedo hablar ms. Mi barriga se endurece y de alguna extraa manera, cada vez que me besa y siento la suavidad de su boca, me abro y traspaso la piel, voy deslizndome por las sensaciones, disfrutando de sus dedos que recorren mis pliegues.
l viene y, haciendo bromas, me levanta del suelo y me coge de la mano. Vamos hacia las dunas, trepamos y luego nos dejamos caer, arrastrando, hacia el declive donde se juntan tres dunas y la arena. Al llegar abajo me quedo tirada y l me quita de un manotazo el baador y despus de besarme, avanza con sus labios y su lengua mientras abre mis piernas. Ella me acaricia lentamente y me besa los pechos. Yo no pienso en nada, reacciono al contacto y me voy convirtiendo en una serpiente que se retuerce de placer en la arena.
Volvemos hacia el pueblo caminando por la playa. El atardecer queda atrapado en la espuma de las olas y estalla en ocres contra la arena, mojando nuestros pies, nuestra piel. Caminamos despacio. Ellos tienen que ir a trabajar y cuando llegamos al pueblo nos despedimos con un abrazo. Yo me quedo en la playa hasta que el sol desaparece y el telfono suena y es mam y tengo que ir a cenar.
Pap termina de hacer la barbacoa y mam alia la ensalada. Yo he puesto msica y voy y vengo poniendo la mesa, hablando animadamente con los dos. Eso los sorprende y me preguntan por qu estoy tan contenta, que dnde he dejado mi libreta. Levanto los hombros y sonro, no s qu contestar y entonces digo que seguramente me he contagiado de la felicidad exagerada de las personas en vacaciones.
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Geometría variable � � � � Ana iba a ser abuela con cuarenta y pocos años. Calculaba que le tocaría cuidar del nieto muchas veces. Sabía que la tomarían por la madre de la misma forma que cuando salía de compras con su hija oía decir: ¡pero si parecéis hermanas! Ana no se engañaba. Tenía una hija. Ahora iba a tener un nieto. Ellos eran el espejo de su verdadera imagen. Ana no había querido entrar al paritorio. Esperaba en la sala de visitas a que su yerno saliera con la noticia. Desde que María se casó, ella se había mantenido en una órbita distante. Ellos le habían propuesto más de una vez acompañarles de vacaciones. Solo accedió una vez. José, el yerno, participaba en una competición de enduro. Madre e hija iban a su aire por las mañanas, a las tardes hacían trío, y por las noches volvían a ser una pareja adyacente a una mujer que sabía muy bien como estar sola. Por eso, por su capacidad para eclipsarse sin ruido y por su disposición a acudir cuando hacía falta, ella era una suegra bien aceptada. José tardaba. Ana enfiló la puerta, dispuesta a echar un cigarrillo dentro del coche, en el aparcamiento. Apareció José, la respuesta dos metros por delante de su cara. -Ya está. Todo bien. Llevaba la cazadora en la mano, el pelo apelmazado, la camisa arrugada, mal metida en el pantalón. Ana lo recordó recién bajado de la moto después de muchos kilómetros monte a través, cuando se desprendía de todo aquello -casco, peto, espinilleras, rodilleras y coderas- que le daba aspecto de caballero medieval rebozado en barro. -¿María bien? ¿El niño bien? -Todo, todo bien. María hecha polvo, pero bien. El niño ha berreado como una mala bestia. -¿Y tú? -le cogió del brazo- Parece que te ha pasado un camión por encima. José suspiró, resopló. Fue a hablar, pero calló. Todos en la sala de visitas los miraban entre curiosos y partícipes. María le empujó del codo hacia el pasillo. -¿La han subido ya a planta? -Sí, sí. Vamos, vamos allá. Ha sido... Bueno, supongo que tú ya lo sabes. -Claro. Me imagino que impresiona más verlo que sufrirlo. -Es violento, bestial. Toda la tensión de la espera, los gritos, mira que ha gritado María, que parecía que la estuvieran degollando, y luego la cabeza saliendo, ese chorro de sangre... -No es sangre. -Es animal. Después de ver eso, me descubro delante de cada mujer que ha parido. Ana rió. -Gracias. De parte de todas. Pero no se lo digas a María o le darás un argumento a su favor para cuando riñáis. -Y luego, cuando le han puesto ese monstruito encima del pecho... José callaba, atragantado. Ana se vio a sí misma en la camilla entrando al ascensor, cuando le dieron el muñequito que era María recién nacida. Iba a decir que nadie sabe lo que es ese momento, pero calló: por primera vez Ana veía llorar a un hombre. � � José abrió la puerta de casa apoyado en dos muletas, con un tobillo escayolado. -¡Dios mio! ¿Qué te ha pasado? ¡La moto! -Entra, Ana. Gracias por venir -le dio los dos besos de ritual en las mejillas. Trastabilló un poco, se agarró a su cuello, Ana lo sujetó por la cintura. -Oye, que os veo -gritó María desde el salón. -Hola, María -Ana se plantó en la puerta, de pie, extasiada como si contemplara un cuadro renacentista: María amamantando al niño. -Ya ves, mamá. Como si no tuviera bastante con este bebé gigante y tragón, y va éste y se nos cae de la moto. -Pero hombre, cómo se te ocurre, ahora que tu mujer te necesita más que nunca. -¿Me necesita? No me deja ni acercarme al niño. Había más amargura que humor en Juan. -No sabes cogerlo. Me da miedo. Eres muy bruto. José cruzó el salón con tres saltos de muleta y salió sin decir palabra. -Vaya, cómo está el patio -subrayó Ana-. Y este tragón, ¿tiene genio o es de buen conformar? -Come, duerme y protesta si no le hago caso. -Todos protestamos si no nos hacen caso. Tu marido también. -Está pesado, siempre detrás de mí. ¿No ve que tengo que atender al niño? Cada tres horas hay que darle su comida y yo me caigo de sueño. -¿Tienes leche bastante? -Me sale por las orejas, mamá. -Si te sacaras leche, puedo darle una o dos tomas al día, y así tú podrías dormir de un tirón a la noche. -Yo le daré el pecho, que para algo soy su madre. ¿Ves? Ya está satisfecho el pequeño glotón. Ahora se duerme. -Dame que lo lleve a la cuna -Ana alargaba los brazos hacia el bebé. -¡No! Ya lo llevo yo. Además, no sabes donde está. -¿La habéis cambiado? Estuve aquí la semana pasada. � � Ana puso dos lavadoras y planteó la cena. María se adormiló un rato en la habitación junto al bebé. José se tumbó en el sofá. Harto de zapear con la tele, se levantó a la cocina. -Hola -se quedó allí, de pie junto al frigorífico. -Hola. ¿Necesitas algo? -No. ¿Y tú? -¿Puedes batir los huevos? -Si me siento, sí. Ana puso el tenedor y el plato con cuatro yemas encima de la mesa. -¿Cómo te hiciste eso? -Ya sabes, me caí. -Ya sé que de vez en cuando te caes con la moto. Pero no te sueles hacer daño, cosa que me tenía asombrada. Lo que me pregunto es por qué saliste con la moto. -A dar una vuelta. -Estabas rabioso. -Sí. -Ella no te deja acercarte, ¿verdad? -Es como una perra que ha parido cachorros y le enseña los dientes a todos. No me deja acercarme al niño ni a ella. Me siento un intruso delante de mi mujer y del hijo que he engendrado. No sé por qué no me he ido de esta casa. -Venga, no digas tonterías y acaba de batir los huevos. � � -¿Quieres cenar con nosotros en la cocina o te traigo la bandeja aquí? -¿Interrumpo algo si voy a la cocina? Creo que estabais muy acaramelados. -Vas a tener que lavarte la boca con jabón. Y la cabeza con estropajo, para no tener malos pensamientos. -Mamá, que no me importa. Siempre le has gustado a José. Estás de muy buen ver todavía. Aprovecha. -Niña, cállate. No me insultes. Soy tu madre. -Te aseguro que no me importa, mamá. Si no, acabará por tirarse a una compañera de la oficina que le hace tilín, si no se la ha tirado ya. -Un poco difícil, ¿no te parece? Tardarán dos meses en quitarle la escayola y para entonces espero que a ti te haya entrado la cordura y recuerdes que es tu marido y el padre de tu hijo. No le dejas acercarse al niño. No me digas que no le dejas acercarse a ti. Sabes que tu padre... -¡Mi padre qué!. Si se fue es porque no nos quería. ¿Tú lo has echado en falta? Yo no. � � Ana volvió a la cocina. -Cenamos solos. -Os he oído discutir. -Ya. -¿De qué discutíais? -Cosas de madre e hija. -Ella tiene razón: estás de muy buen ver. -¿Quieres que te de un bofetón a ti también? -Ya me lo han dado. -¿Y qué quieres entonces? ¿Llevarme a la cama para devolverle el bofetón a ella? ¿Os habéis vuelto locos los dos? -¿Qué pasó con tu marido? -No estábamos casados. No era mi marido. -El padre de ella, entonces. ¿Qué pasó? -Se marchó. -¿Con otra? -Cuando uno se marcha, siempre se marcha con otra. O de ti. Da lo mismo. Eso es lo que tú hiciste con la moto, ¿no? Te marchaste de casa rabioso. -Sí. -¿Y adónde fuiste? -Al Picacho. -Y eso, ¿dónde está? -A unos 40 kilómetros, en la Sierra. -¿Cómo te caíste? -Hay veces que uno se cae no por lo que hace, sino por lo que lleva dentro. -¿Qué hiciste? ¿Llamaste por teléfono? ¿Estabas tirado en el suelo? ¿Qué hubiera pasado si te pilla en un sitio sin cobertura, si se te rompe el teléfono en la caída? -Vinieron los bomberos en un todoterreno y me sacaron. Bueno, primero en camilla, entre seis. Luego en el todoterreno. Muy emocionante. Ya tengo algo que contar en la oficina más interesante que lo de encontrar pañales usados dentro del frigorífico. -Los bomberos cobran por eso, ¿no? -Sí. Tengo un seguro. De la federación. -Vaya cuadro de pareja. -¿Por qué no te casaste con otro? María me ha contado que nunca te ha faltado un novio. -Los hombres sois fáciles de conseguir, pero costosos de soportar. -¿Por qué no te casaste? -Porque éramos tres. No todos los hombres que valen para la cama te aceptan con una hija. -Al primero, al que te dejó, ¿le dejaste acercarse a tu hija? -No fue culpa mía. Al menos, eso creo. Él quería tener la exclusiva sobre mí y le molestaba la niña. -¿Y María? ¿Por qué no me deja acercarme al niño? -Se pasará. Ahora están enamorados. -¿Enamorados? ¿Y yo qué soy? ¿Un marciano? Ana anticipó en su tono crispado la antesala de las lágrimas. Se le acercó y le acarició el pelo como hubiera hecho una madre. Él se dejó consolar como un niño. Al principio. Después pasó un brazo por detrás de sus caderas, luego el otro. Ana se estremeció con una sensación antigua y renovada. Juan se incorporó con dificultad apoyándose en ella, buscando sus labios. Ana vio, en un instante, el cuadro completo de todas las personas que eran y serían su vida, Se vio con el primer hombre que la abandonó. Vio a su hija crecer. Se vio recogiendo al nieto en la guardería y entregándolo a la pareja. Sintió vértigo, pánico por todo lo que se podía romper. Interpuso la palma de una mano delante de sus labios y le retiró el brazo suavemente. -Suéltame -Juan apoyó los brazos en la mesa, aceptando el rechazo-. Tienes que esperar y ser indulgente. Los primeros meses son muy especiales. -¿Y si no se le pasa? -Me llamas. Ahora no. Ahora soy la abuela y voy a poner otra lavadora. � � � |
Yo, Tú, Él
El cazador, el chamán, el jefe de la tribu... El patio de letras de la universidad de Barcelona. El estanque, los naranjos, junio, las once menos diez y los alumnos, nerviosos, se agolpan en la esquina del zaguán que da al aula ocho, la que está en pendiente con escalones como un estadio o un teatro griego. Examen de lingüística estructural. Llega el catedrático, abre la puerta, los alumnos se distribuyen y Juan se coloca en el centro de la fila superior. Reparto de folios: uno en blanco para borrador y otro, para entregar, con el sello y el lema de la universidad: Perfundet omnia luce. -No leeré más de un folio; por tanto, resuman ustedes. Si fuera un profesor no numerario... pero un catedrático puede decir lo que le venga en gana. También es cierto que puede llenar un examen con comentarios en rojo, aunque ilegibles, más extensos que lo que ha escrito el propio alumno. Sin más dilación escribe en la pizarra: Yo estoy aquí, tú estás ahí y él está allí. Tradúzcase al francés (o al inglés) y coméntese. Susana está sentada en el extremo izquierdo de la primera fila. Lee la pizarra y se extraña: el estructuralismo, ¿no es lo de que todo funciona por casillas que se oponen las unas a las otras?... entonces, ¿eso toca?, ¿entra en tema?, ¿no entra en tema? Juan sabrá, que es el listillo del grupo. Él la ha intuido y, cuando ella se gira para preguntarle con los ojos, ya le ha dibujado en la hoja de borrador una T invertida que le enseña disimuladamente. Susana sólo es una niña bien de la Bonanova que viene a la universidad a lucir modelitos y estaría mejor en la facultad de Farmacia... va pensando Juan mientras, tras dejar un espacio en blanco para traducir más tarde la frase de la pizarra, va escribiendo: Con las tres cruces del monte Calvario, Jesús alcanza la divinidad y se cierra el triángulo -Dios Padre, Dios Hijo y el Espíritu que ya corría por el Antiguo Testamento- con el que el cristianismo se alinea junto a la tríada capitolina de Júpiter, Juno, Minerva o la hindú con Brahma, Vishnú y Shiva... No es exacto pero empezar así queda mono, y procura no pasarte de pedante. Yésica, en cambio, su nombre ya lo dice todo, es de la Verneda, hija de familia obrera y quiere ser profesora de instituto. Está en el lado derecho de la tercera fila y mira también a Juan. Éste le dice con los labios: Traduce y deduce. Paredes desnudas color viscoso. Calor. Fuera, colores y olores de primavera. Unos cuantos alumnos, desanimados, han entregado el examen en blanco; otros escriben a su ritmo; los más esperan inspiración. De fondo el rumor del tráfico en la Gran Vía. Los más sensibles notan periódicamente ligeros temblores en el suelo: es el metro, que pasa cerca. El campesino, el clérigo, el noble... Susana estudió en el Liceo Francés y ya tiene la frase traducida: Je suis ici, tu es là, il est là-bas. Y lo de la T invertida, que eso sí que es estructuralismo puro: a la izquierda del palito de la T Yo/Je, el que habla, opuesto al que escucha, Tú/Tu, a la derecha del palito; y los dos a la vez opuestos a Él/Il por debajo del trazo horizontal de la T invertida y representando todo lo demás, aquél o aquello de lo que se habla. Bueno, vale, ¿y ahora qué más pongo? Yésica anda intentando traducir la frase al inglés. I'm here, you're there y luego ¿qué?: ¿he's over there?, ¿down there? He's over there y va que chuta porque supongo que eso es lo que Juan quiere que deduzca, o que no hay una palabra clara para decir ahí como en español o que, cuando están hablando de tres lugares a la vez mediante adverbios, el inglés tiene que echar mano de palabras compuestas como lo de over there. Está claro, ese chico, Juan, es un genio. A ver si luego me dice de ir a tomar algo y le invito. El mendigo ciego, el cura, el escudero: y Lázaro de Tormes huyendo del uno para caer en el otro... Entre Susana y Yesica... bueno, ya lo decidirás, tú no te entretengas y sigue escribiendo: desde el fondo indoeuropeo una estructura ternaria de pensamiento va impregnando las estructuras religiosas y sociales de un lado y el lenguaje cotidiano del otro... Has repetido la palabra estructura pero no vuelvas atrás y corrijas con típex; total, si va de estructuralismo... Yésica sin dudar. Pero tiene novio. Y no sólo eso sino que es de las que constantemente sale con lo de mi novio dice que... Y seguro que no es más que un repartidor de Telepizza. Déjalo ya y traduce de una vez la frase. No se te vaya a pasar con tanta tontería y pinches. Susana sale de su bloqueo. Suerte que he dibujado una T bien grande. Porque ahora, para rellenar papel, voy a ir escribiendo todo eso que va de tres en tres, pronombres y lo que sea, a los lados y por debajo de los palitos de la T invertida: yo, aquí, mi, este; tú, tu, ahí, ese; él, su, allí, aquel. Guapo, lo que se dice guapo, Juan no es. Feo tampoco es que lo sea. Vamos a dejarlo en interesante. Y no me importaría... claro que puede ser de los que confunden las cosas, se enamoran y luego no sabe una cómo quitártelos de encima. Juan duda entre traducir al inglés o al francés. Al francés, claro, que si te fijas el inglés está entre paréntesis en la frase de la pizarra como diciendo: los pobrecillos que no sepan francés lo pueden hacer en inglés. Y lo que se te está ocuriendo... el examen de lírica románica la semana que viene... el apartamento de Calafell... las dos a la vez... le pides las llaves a tu padre... te las llevas allí a estudiar... Bueno, no fantasees y acaba de traducir de una vez... ¿Y por qué no? Yésica se gira hacia Juan y le sonríe. Acaba de darse cuenta. ¿No era más fácil que nos hubiera puesto una frase con demostrativos? Porque ahí en inglés sí que no hay salida: o this o that sin que quepa nada más. Ya tengo para escribir hasta el final: En el demostrativo inglés that se confunden los campos de la segunda y tercera persona con lo que this car sería este coche pero that car ese o aquel coche, los coches de ahí y de allí... ¿Y por qué no? Te beberías entera la sonrisa de Yésica pero si se lo propones sólo a ella seguro que te dice que no. Como que se vería clara la encerrona. En cambio, si se lo propones a las dos a la vez... la una por la otra... Pero además estudiáis de verdad y a la noche... Luego llega la revolución francesa y todo se viene abajo. Mira que saben que por eso les llaman le tiers, el tercer estado. Pues ahí tienes: cuatro cabezas cortadas y el mundo de tres reducido a dos, ricos y pobres. Y los ricos cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Decidido. Por lo que escriben y por las caras que hacen las dos cuando se giran a mirarte les va a ir bien el examen. Al salir les dices de ir a tomar algo y les planteas lo de ir los tres el fin de semana a estudiar lírica al apartamento de Calafell. Tu abuelo dice que todas las mujeres se ponen tiernas con la poesía, pero eso sería hace cincuenta años, que se les caía la baba con Bécquer. Sin embargo, con estas dos... Ricos y pobres. Las dos Españas. Las dos torres gemelas. Analógicos contra digitales... Pero vamos a ver: si no te atreves con una... |
ALREDEDOR DE LA MESA CAMILLA
Haca calor. Ernesto suba la cuesta bufando como un toro. Lleg al portal arrastrando los pies y con medio hgado en la boca. Subi las escaleras parando en cada rellano. Boque al llegar a la puerta, invadido por el sudor. “T no ests gordo, cario; ests hermoso”, dijo mam cuando se enter de que en el colegio le llamaban el albndiga. Y as segua a sus cuarenta aos, pens, gordo y con mam.
Al llegar, quiso ir al bao.
- Estoy yo, mi vida…
- Vas a tardar mucho?
- Acabo de entrar… -Ernesto resopl en voz baja- Cario...
- Dime, mam.
Ernesto imagin a su madre levantndose de la taza del vter con esfuerzo y, al tirar de la cadena, resbalando con la alfombra del bao y desnucndose de un golpe certero en la base del crneo.
- Por qu no haces t la comida? No me encuentro muy bien…
Ernesto imagin a su madre equivocando el frasco de pastillas en el armarito del bao y tomando sas a las que es alrgica. Y agonizando en el suelo, hecha un ovillo y echando espuma por la boca.
- Claro, mam. No te preocupes.
Terminaron de comer tarde. Ernesto se levant a fregar mientras su madre tomaba su acostumbrada infusin de ans (para los gases).
- Vas a estar esta tarde en casa, cario?
- No lo s.
- Pues preferira que te quedaras.
- Por?
- Porque va a venir Paquita y quiero que hoy participes en la sesin -Ernesto chasque la lengua-. Vamos, cario! No seas injusto con ella...
Paquita. Cincuenta y cuatro aos, cincuenta y cuatro kilos por encima de su peso ideal y cincuenta y cuatro centmetros por encima del metro (Ernesto tard tiempo en abandonar del todo la idea de que no fuese bajita sino enana). Una especie de matroska kitch de melena leonina, largos vestidos y rebozado de bisutera.
Paquita. Vidente. Cartomante. Magia Blanca.
Paquita, que se apareci en sus vidas de la mano de una purificacin del aura a la que la madre de Ernesto fue invitada y de la que volvi con el telfono de la mdium. Ah empez su aficin por lo esotrico y una carrera de sesiones (onerosas) de invocacin del marido muerto, en las que averigu cosas como:
1. Herminio estaba en otra dimensin (no especific en cul).
2. Herminio estaba bien.
3. Herminio sufra por la pena de su esposa.
4. Herminio, a pesar de su esposa (a pesar de su pena, quisieronentender), era feliz.
Herminio nunca acept preguntas de control que, en realidad, slo Ernesto quiso plantear para desenmascarar a Paquita; as que nunca pudo preguntar “cmo se llamaba mi hmster, el que se muri aplastado porque estaba tan gordo que se atasc en la rueda?”, y acab rindindose. Aunque nunca se lo haba dicho, la mdium saba que l, de todo aquello, no se crea una palabra. “Por eso -pensaba- pap nunca manda mensajes para m... Qu zorra...”.
Esa tarde, Paquita lleg menos impuntual de lo que sola. En la salita de invocacin (que por el momento segua siendo la de toda la vida), ellas charlaron y Ernesto, estando, no estuvo. l era ms un ente ectoplasmtico en distante observancia que contemplaba a su madre que, con cara de doliente perpetua, hablaba de lo de siempre: su pena, la suya, la de nadie ms, la mayor conocida, la que le garantizara el cielo porque nuestro Seor la compensara por tantos aos en la cofrada del santo dolor.
Despus de media hora de charla, Paquita les comunic que el momento era propicio. Apagaron la luz, encendieron una lmpara de pie y prendieron las velas sobre el aparador. Se sentaron alrededor de la mesa camilla y se tomaron de las manos.
Esperaron.
La experiencia hablaba de un breve silencio antes de que Paquita hiciese los prolegmenos y empezase a respirar con esfuerzo; pero esta vez, el silencio estaba siendo demasiado largo. Ernesto se dio cuenta y apret la mano de su madre. Ella no respondi, as que l, por curiosidad, entreabri los ojos y mir a Paquita. Y a punto estuvo de gritar cuando se la encontr con los ojos de par en par. Intent soltarse, pero ella se lo impidi. El forcejeo contenido llam la atencin de la madre que rompi el crculo, arrastr la silla y grit a su hijo.
Para sorpresa de ambos, fue la mdium quien pidi disculpas por aquel incidente, invitndoles a volver al crculo e intentar el contacto de nuevo. Ernesto not la mano de Paquita sudada; tanto, que le pareci que agarraba un molusco especialmente baboso. Sinti asco pero no se solt, convencido de que no contrariar a su madre era su obligacin y su sino.
La invocacin dio comienzo con los acostumbrados llamamientos a cuanto espritu anduviese cerca hasta que, de pronto, Paquita sufri una convulsin. La cabeza se le descolg con violencia sobre el pecho, como si alguien invisible la obligara. Ernesto supo que su madre estaba asustada porque, esta vez, fue ella quien le apret la mano. Y entonces, en el momento menos oportuno, un picor tonto en la mano que sujetaba Paquita hizo que Ernesto se revolviera para buscar alivio contra la pernera del pantaln; pero ella no le dej. En medio de aquella lucha localista, la madre abri los ojos y, mirando a su hijo con intencin de reprocharle, tir de la mano para soltarse de l; pero tampoco pudo. Ernesto no la dej. No saba muy bien por qu y saba que aquello no era muy coherente, pero tampoco lo era el picor insistente ni el aparente trance de la mdium, as que el caldo de cultivo era el perfecto para incoherencias como sa y mucho peores.
La mdium levant la cabeza con un movimiento brusco. Tena la mirada perdida, la boca entreabierta y respiraba cada vez ms rpido. Entonces sucedi: a Paquita se le hinch la garganta con un bocio repentino que hizo gritar a la madre, horrorizada con aquello y sin poder soltarse de ninguna de las dos manos. Sacuda los brazos para tratar de zafarse y repeta una y otra vez que ya estaba bien, que parasen aquello... Y de pronto, Paquita abri la boca y con la voz de Herminio salindole de quin saba dnde, dijo: “Manolo, el puetero hmster se llamaba Manolo”.
Despus de aquello, estall la locura. La madre se desplom sobre la mesa, cayendo con tanto estrpito que la mdium sali del trance con una convulsin violenta en forma de arcada y un eructo seco y corto. Ernesto corri a asistir a su madre. Intent cogerla en brazos, pero no consegua agarrarla bien y se le escurra a cada poco. Adems, no estaba seguro de poder cargar con el peso de una madre que, sin lugar a dudas, era origen gentico de su propia obesidad. De modo que, echndole mano a las axilas, arrastr a su desmayada progenitora por el pasillo, fantaseando con la idea de que arrastraba su cadver. Por fin, la tendi sobre la cama en una postura poco digna, con las piernas separadas, el vestido levantando y enseando el final de las medias calcetn.
Paquita entr al poco y se sent junto a ella. “Trae un vaso de agua”, le dijo a Ernesto, que estuvo a punto de aclararle que no haba llegado el da en el que una enana contactada le dijese lo que tena que hacer; pero al final, lo trajo. Estaba fascinado con la escena, reticente a pensar que la enana tuviese algn tipo de don y contemplaba a su madre traspuesta en la cama deseando que no se repusiese nunca.
Lo hizo (Ernesto pens que slo por molestarlo a l). Abri los ojos despacio y, al ver a Paquita, se tap la boca con horror y se ech a llorar con mi pobre Herminio! como cantinela. Despus del llanto de rigor, el consuelo de la mdium y el agua del Carmen, las dos mujeres pidieron hablar a solas. Ernesto sali y, sin saber qu hacer, se qued en el pasillo como si esperara un veredicto o un autobs. Pasados unos minutos, Paquita sali y fue hasta la salita sin mediar palabra. l la sigui unos pasos por detrs y se la encontr sentada.
- Ernesto, por favor, sintate aqu -le dijo; y apoyndose en el brazo del silln,seal la esquina del sof junto a ella.
Ernesto obedeci, ms por un antojo de galletas Cutara (todava en la mesa) que por inters en lo que pudiese decirle. Se sent y se estir para coger la galleta en forma de flor, su preferida.
- Tu madre y yo hemos estado hablando...
Paquita intent reclinarse sobre el respaldo adoptando un porte de psicoanalista omnisciente, pero se dio cuenta enseguida de que tena las piernas demasiado cortas para aquellos lujos; as que arrastr el culo hasta el extremo del silln y junt las piernas mientras miraba a Ernesto mordisquear los ptalos de galleta como un hmster.
-Y?
-Tu madre se qued viuda muy joven, Ernesto.
-Y?
-Has visto lo que ha pasado hoy...
-Y? -no es que se oliera nada bueno, pero tampoco nada lo bastante malo como impedirle coger otra galleta.
-Tu madre me ha pedido que venga a vivir con vosotros una temporada.
Ernesto se atragant con el barquillo de chocolate y prorrumpi en un rosario de toses que acabaron con un pedacito de galleta salindosele por la nariz.
-Qu?! -las imgenes de lo que habra de venir se agolpaban en su cabeza mientras trataba de respirar.
-S que no te caigo bien, as que te pedira que, por respeto a tu madre, intentes no interferir negativamente en el proceso -con un pequeo saltito, se puso en pie-. De todos modos, en cuanto me mude aqu te limpiaremos el aura...
Y sali de la sala y de la casa.
Y, como otras veces, Ernesto pens en rebelarse, en decir no, pero se limit a imaginar que, al pisar un escaln, Paquita enredaba la hebilla de las sandalias en el vuelo de la falda de colores, cayndose con la cabeza por delante y partindose el cuello con un chasquido seco...
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���������������������������������������������������������������� Mientras los demás disparan. No siempre he sido abuela, Pablo. Una vez fui niña en esta misma casa. Aunque entonces estaba rodeada de bosque. Aquí vivimos mi madre y yo solas un tiempo cuando mi padre se fue. Sentí un gran alivio cuando supe que mi hermano volvía aunque el motivo no era precisamente bueno. Le faltó poco para morir en el frente cuando una bomba explotó cerca de donde estaba haciendo guardia. Un pequeño trozo de metal incrustado en el cráneo fue su pasaporte de vuelta y, por más que lo extrañáramos, eso no podían ser buenas noticias. Al poco de llegar empezó a dibujar; se pasaba todos los días con el carboncillo vomitando las imágenes que había retenido de la guerra. Como si fuera su forma de limpiarse el alma; pintaba con fuerza, con rabia; y los dibujos que hacía eran explícitos y cargados de dolor. Me estremecía tanto ver sus dibujos como ver cómo los pintaba, con la cara desencajada y las lágrimas limpiando un pequeño surco en su cara eternamente sucia. Dibujar se convirtió en su única obsesión. A penas hacía otra cosa; llegué a pensar que ya no podía hablar; sólo dibujaba imágenes atroces de la guerra que mi madre intentaba esconder antes que yo pudiera verlas. Cuando se quedaba sin papel o sin lápices lloraba y gritaba a medio camino de la histeria. Por eso mi madre intentaba que no sucediera jamás. Pobre, se pasaba los días contando papeles y escondiendo dibujos. Después, por la noche, lloraba al ver que su hijo invertía lo que le quedaba de vida en pintar un retrato macabro de los límites del hombre. Hasta que se apagó. Al ver que su hijo no volvería jamás a ser quien había sido se limitó ahogar los llantos contra la almohada durante días. No sé si esperando morir en el intento o si tan solo quería ocultar la pena que sentía por ella misma. Sentí tanto miedo, Pablo. Por mi hermano, pero también por nosotras. Mi hermano sólo pintaba y mi madre… Mi madre no nos era muy útil. Perdona si suena injusto pero es que se hundió. Había tres personas en casa, pero no había ningún adulto. Solo éramos tres niños incapaces de valerse por si mimos. Un� día, nos sorprendimos al ver a mi hermano trabajando el patio que teníamos delante de casa. Arrancó todas las plantas y hierbas que crecían sin orden y empezó a cuidar su pequeño jardín. No le di importancia; no pensé que fuera absurdo cuidar un jardín en plena guerra. Trabajó semanas enteras en aquel trozo de patio mientras yo buscaba la forma de alimentarnos. Ya no hubo más gritos por las noches, ni más dibujos macabros. Solo plantas y flores. Me gustaría tanto poder enseñarte una foto. Qué bonito era aquello, Pablo. Los colores que lo salpicaban todo eran tan vivos e intensos que parecía un jardín dibujado por un niño pequeño; toda la casa estaba impregnada de un olor dulce, frutal, que te levantaba el ánimo aunque no quisieras. Cada día, antes de salir de mi habitación, abría las ventanas y respiraba tan fuerte como podía sin abrir los ojos. Era como si mi hermano hubiera conseguido crear colores en un mundo que sólo tenía grises. Mi madre no tardó en bajar a la sombra de la higuera para verlo trabajar y así, reunidos frente a un viejo árbol volvimos a parecer una familia. Fue un día de primavera cuando unos pocos soldados aparecieron desde el bosque. Yo jamás entendí como podía haber enemigo dentro del mismo país, pero sabía que eran el enemigo. Esos hombres, sucios, sudorosos y armados, eran lo más parecido al demonio que yo había visto. Daba igual de que bando fueran; eran malos porque ser malos era su trabajo. Mi madre y yo estábamos juntas, mirando como trabajaba mi hermano y noté como a ella se le paró la respiración. Contuvo el aliento mientras los ojos se le movían nerviosos buscando donde esconderse. A mí me temblaban las piernas incluso mientras corría detrás de la higuera; era una niña y, ese día, también bastante cobarde. Mi hermano no se asustó. A él ya se le había acabado el miedo y se limitó a levantar la cabeza y sonreír sin apartar las manos de sus flores. Quizá fue por su mirada perdida y aspecto de muchazo enfermo, por el aspecto desvalido de mi madre o por la belleza del jardín, pero uno de los soldados se limitó a gritar mientras nos miraba: -¡Por aquí no hay nada! Sigamos hacia el norte. Y todos los que lo acompañaran volvieron de nuevo al bosque ante nuestra sorpresa. Yo pensé que iban a hacernos daño; sentí que había mucha maldad en ellos. Pero prefirieron dejarnos en paz. Quizá el frente estaba lejos y ellos eran solo una avanzadilla; quizá no quería complicarse la vida con una niña, una vieja y un tarado; o simplemente les habían gustado las flores. No lo sé. Solo sé que se fueron. Mi madre y yo quisimos entender se habían quedado sorprendidos ante semejante maravilla y desde ese momento empezamos a cuidar el jardín y el huerto con mi hermano. Trabajamos muchas horas al día, Pablo, muchísimas. Llegamos a desviar un pequeño riachuelo para poder tener todas las plantas bien regadas. Nos convertimos en un pequeño y peculiar ejercito. Éramos los tres jardineros de la guerra. Algunos soldados más pasaron por ahí mientras duró la guerra y ninguno, nunca, jamás, nos hizo daño o estropeo las flores. Llegué a pensar que nuestra casa era algo así como un santuario donde no se permitía ser malo; un pedacito de cielo. -Con los años, entendí que lo que habíamos hecho los tres era realmente especial. -¿Y por eso llevas cincuenta años cuidando el jardín? ¿Por lo que sucedió en la guerra? -Claro. -¿Crees que el jardín te protege, Abuela? ¿Crees que nadie puede hacerte daño gracias a él? -No, hombre- contestó riendo mientras paseaba la mano por la cabeza despeinada del niño. – En el mundo hay demasiada gente mala como para contar con ello. Pero no importa. En el fondo, es mucho más importante que eso, Pablo: este jardín me recuerda algo cada vez que me enfado. -¿El qué? -Este jardín fue a lo que nos dedicamos en la época más triste de este país. Hicimos algo bonito. Esta fue nuestra pequeña obra de arte. Como si fuéramos escritores o pintores. Siempre que lo miro me habla y me dice cosas bonitas. Me dice que mientras el mundo se pelea, mientras los demás disparan, yo puedo sembrar flores. |