Bueno. Nosebundos no está. Me ha escrito a media tarde para decirme que tenía un problema con el ordenador y que, en caso de ganar, ejerciera un rato de MdC provisional para poner el nuevo tema porque, al parecer, al personal le da el mono si no lo sabe cuanto antes.
Pues eso, me ha dicho que ese, la humildad, era el tema que proponía. Si acaso, ya hará él alguna aclaración más cuando pueda.
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Una melena humilde.
¿Cuántos años tenía yo entonces? Ocho, claro. Hacía la comunión, por eso había venido la abuela. Y por aquella época la comunión se hacía con ocho años. ¿Y la abuela? La abuela era dos años mayor que la otra abuela y ésta tenía entonces… si nació en el tres… setenta y… uno, O sea, que la abuela Mercedes tenía setenta y tres. Ah, pues sí que tenía ya años. No es que yo haya deformado el recuerdo y guarde de ella una imagen de dulce ancianita aunque no lo fuera. En aquel tiempo no era como ahora, que con setenta años parecen chavalitas: con su pelo teñido, repeinadas y maquilladas, que da gusto verlas. Entonces las abuelas parecían abuelas. Y las madres, madres. Que yo tengo ahora casi la misma edad que mi madre cuando murió y… que sigo pareciendo su hija, vamos. La abuela Mercedes era muy pequeñita. Yo era una niña y la recuerdo pequeña, así que tenía que serlo. Lo era, lo era. Era más baja que mi hermana, de eso me acuerdo porque me resultaba muy chocante, no me parecía normal que una niña -tenía doce años- fuera más alta que una adulta. Y mi hermana no ha pasado del uno cuarenta y cinco… Sí, la abuela era menudita. Cuando la vi salir del cuarto de baño aquel día, me pareció más grande, muchísimo más grande. Cómo me impresionó… hasta entonces no me había fijado nunca: ¡tenía los ojos azules! Eran unos ojos preciosos, no entiendo cómo no me había dado cuenta antes, llamaban la atención. Estaba en camisón. Un camisón blanco y largo, casi hasta los pies. Bueno, a lo mejor no estaba pensado para ser tan largo, pero como ella era tan bajita… Parecía mucho más joven, no parecía una abuela, fue como ver a un ángel. Sí, si supiera dibujar y me dijeran: “dibuja un ángel”, dibujaría a mi abuela saliendo del cuarto de baño aquel día; sólo le faltaban las alas, o no, porque si cierro los ojos y visualizo… veo las alas. Llevaba el pelo suelto. Nunca se lo había visto así, siempre se lo peinaba recogido en un moño. Y el moño se lo tapaba con… no era una redecilla, era como un pañuelo negro, como si lo llevara embolsado. No se lo he visto a nadie más. No me llamaba la atención porque ella siempre lo llevaba así, pero la verdad es que no creo que haya sido nunca algo muy normal. O sí, pero de muy antiguo. La melena le llegaba por la cintura. Blanca, muy blanca. Daban ganas de acariciarla. Sin tocarla se sabía que era suave. Y olía bien, no pude comprobarlo hasta después, pero yo ya sabía que olía bien sólo con verla. —¡Qué pelo más largo! —Fue lo único que acerté a decir al tiempo que mi boca y mis ojos se agrandaban sin encontrar límite alguno. La abuela dejó escapar una risilla que intensificó aún más el azul de sus ojos. Posiblemente hasta se desplegaron sus alas, pero de eso no estoy segura. —Voy a peinarme, ¿quieres ayudarme? —¡Claro! —Era una pregunta absurda, cualquiera en el mundo hubiera dado su vida en ese momento por poder acercarse a ese pelo. Fue a la habitación que ocupaba durante su visita y de una maleta sacó un peine y un trapo que parecía una toquilla, pero eso no abrigaba, era de tela fina. —Es un peinador, ¿tú no tienes ninguno? —No. —Pues éste para ti. De que acabemos lo lavamos y te lo quedas, te lo regalo yo. —¿Va a ser mi regalo de comunión? —Pregunté interesada. —No. Esto te lo regalo porque quiero, para que te acuerdes de mí. Para tu comunión te he comprado una cosa que me dijo tu madre que querías. —¿El qué, abuelita? —Es curioso, qué bien se me daba ya ser zalamera cuando quería algo. —¡Ahhh…! Ya lo sabrás el día de la comunión —respondió enigmática y logrando que sus ojos no pudieran ser más azules. Fuimos a la sala, separó una de las sillas de la mesa, se sentó, echó el peinador sobre sus hombros y levantó la melena para situarla sobre él. Me dio el peine y me dejó hacer. Lo primero que hice fue meter mis dedos entre sus cabellos y deslizarlos. Supe lo que habría sentido si hubiera podido volar como un pájaro. —Está desenredado, abuela. —Y al decirlo me llevé a la cara el pelo que tenía en la mano para acariciarme con él y poder respirarlo. —Pasa el peine de todas formas, que siempre algún nudo sale. Pasé el peine de arriba abajo muy despacio una vez. Y otra. Y otra más. Y aún otra. Y luego otra. Y seguí pasando el peine. No había nudos, no podía haberlos. —¿Siempre has tenido el pelo así de largo? —Ahora lo tengo más corto. Cuando me casé me llegaba por debajo del culo, por aquí —dijo poniendo su mano en el muslo, cerca de la rodilla. —¡Hala! ¿Sí? La abuela se giró para mirarme y enseñarme su sonrisa. —¿Sabes hacer una trenza? —Asentí con la cabeza —. Pues hazme una. —¿Y lo llevabas suelto cuando lo tenías tan largo? —No. Siempre lo he llevado recogido. —¿Por qué? —Pregunté mientras separaba su melena en tres mechones parejos y empezaba a hacer la trenza con el mismo cuidado con el que días después dejé que se deshiciera la sagrada forma en mi boca. —Porque en mis tiempos el pelo siempre se llevaba recogido. Y para trabajar es muy incómodo llevarlo suelto, se mete en todos los sitios, y si se cae alguno… —¿Tú has trabajado? —Desde los diez años hasta que me casé. Me mandaron mis padres con una modista, de costurera. No me sorprendió la edad con la que comenzó a trabajar, me pareció normal. Sí, ahora me escandaliza, pero entonces no. Mi padre con nueve años había sido pintor, mi madre con doce también fue costurera, mi otra abuela cuidaba ovejas con siete años… Yo tenía ocho años y todos los cojines de mi casa estaban hechos a ganchillo por mí. Y cuando sobraba tela de la ropa que nos hacía mi madre a mis hermanos o a mí, en seguida me llamaba y me decía: “toma, haz un pañuelo con esto”. Un pañuelo, una servilleta, una bolsa… a veces me dejaba hacerle un vestido a alguna muñeca. Yo no trabajaba porque mis padres no me habían mandado a ningún sitio a hacerlo, pero si lo hubieran hecho no me habría parecido nada extraño. Incluso pensaba que estaba capacitada para hacerlo. Quizás hasta lo estuviera. —¿Y cuando hiciste la comunión tampoco lo llevaste suelto? —Pregunté sin dejar de pasar un mechón de pelo sobre otro con el mismo cuidado que tendría quien transporta nitroglicerina. —Tampoco. Entonces no era como ahora. Mi madre me llevó a misa por la mañana, comulgué y luego en casa nos tomamos un chocolate con unos dulces que había preparado ella. El vestido era el de ir a misa, más nuevo que el otro pero nada más. —¿Y cuando te casaste? —Pues casi lo mismo —dijo encogiendo los hombros. —¿Y por qué te lo dejabas tan largo? —Mi padre no me dejaba cortármelo y luego tu abuelo tampoco quería que me lo cortara, así que… —A mí, mamá siempre me hace las dos trenzas, pero en la comunión lo voy a llevar suelto. Me van a hacer la toga. —Y vas a ir guapísima, porque lo eres. —Y al escucharlo me sentí la niña más guapa del mundo. La trenza estaba casi acabada, deshice un poco para hacerla mejor aunque no estaba mal hecha. Quería seguir tocando aquella melena. —¿Y para dormir tampoco te lo sueltas? —Dejo la trenza para que no se enrede. Antes, cuando vivía tu abuelo, algunas veces por las noches me lo soltaba del todo. —¿Por qué? Pude escuchar la risa muda de mi abuela. Cuando consiguió transformarla en sonrisa inocente se giró de nuevo hacia mí. —Porque le gustaba verme con el pelo suelto. La trenza estaba acabada. Tuve fuertes tentaciones de deshacerla por completo para comenzar de nuevo; no tuve oportunidad de dejarme llevar por ellas. La abuela había visto que estaba terminada y dio por finalizada la sesión. —La has hecho muy bien. Muchas gracias, preciosa. La sujetó con una goma que llevaba en la muñeca y en la que yo no había reparado hasta ese momento. Me dio un beso, se levantó y fue de nuevo al dormitorio. Yo la seguí como sigue un perrillo a su amo. Cogió un puñado de horquillas que reposaban sobre la mesilla, se sentó en la cama y lentamente, aunque con destreza, fue enrollando la trenza sobre sí misma, escondiéndola, hasta que toda ella quedó pegada a su cabeza. Una a una fue colocando las horquillas. Parecía imposible que allí habitara una melena tan hermosa. Tomó el pañuelo negro, lo dobló de una forma irrepetible y lo posó sobre el moño. No pude ver cómo lo hizo, fue como un truco de magia, el pañuelo quedó fijo cubriendo la trenza recogida, como si siempre hubiera estado allí. La abuela Mercedes volvió a parecer una abuela, otra vez era pequeña y sus ojos ya no eran de ningún color. —Vamos a lavar el peinador, ¿quieres? El día de tu comunión te lo pones y te peino yo. Tú también tienes el pelo ya muy largo. Ahora que lo pienso, nunca he sabido de qué color tenía el pelo mi abuela cuando era joven. No se lo pregunté y ella tampoco me lo dijo.
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Un acto reflejo Rubén era un hombre corriente, hay muchos hombres así y él se desenvolvía tranquila y silenciosamente, sin llamar la atención. Se sentía a gusto, hubo un tiempo, cuando aún era joven, que creyó que nadie repararía en sus cualidades y eso le producía una inseguridad que lo llevaba a aislarse de los demás, hasta que decidió que tal vez no es que él fuera invisible sino que los demás estaban ciegos y por eso no le veían. Acabó acostumbrándose a pasar desapercibido, al final se encontraba cómodo sabiendo que cuando reparaban en él, la atención que le prestaban duraba poco. Era meticuloso y cumplidor y como sabía que trabajar era una obligación procuraba encontrar en su trabajo razones para hacerlo a gusto. Estaba casado, tenía dos hijos en edad escolar y cuidaba de su familia como lo hacía todo, sin que nadie reparase en ello. Total, que era un hombre sencillo y discreto, buena persona pero además, un don nadie que nunca llegaría más lejos de donde estaba. Silenciosa y amablemente Rubén había llegado a ser la mano derecha de D. Faustino Rebollez, el dueño de Cierres y Metales, un pequeño taller en el que trabajaba junto a otros ocho compañeros. Pasaba las horas en aquel despacho, delante del ordenador y hablando por teléfono constantemente, tranquilo, sin levantar nunca la voz; resolvía, cuando hacía falta, cualquiera de los pequeños o grandes problemas que iban surgiendo a diario, sin importarle en absoluto que luego fuera el jefe quien recibía las felicitaciones por su trabajo. Le sucedía lo mismo en casa. Daba su opinión cuando surgía algún problema y luego dejaba a Encarna, su mujer, que pusiera en práctica o no, lo que le había sugerido. Era quizá por eso que todo el mundo alababa las cualidades de su esposa y era creencia general que nada funcionaría en aquella casa sino fuera por ella. A veces Rubén se sentía aplastado por una pesada losa que no le dejaba respirar, aquello brotaba de su cabeza y se desplazaba hasta su corazón dejándole preso de la tristeza. Era tan invisible que nadie se molestaba en bajar la voz cuando hacían comentarios aunque estuviera presente, por eso sabía que los demás le veían, no como un hombre relevante, sino más bien como un tonto fuera de este mundo. A veces estas cosas le hacían sentir mal, así que decidió que lo mejor era centrarse en las que él consideraba importantes. Era callado y observador por eso se dio cuenta de que los que hablaban mucho, interrumpían las conversaciones de los demás siendo inoportunos, charlaban continuamente de sí mismos, de lo que tenían y los que hacían de menos a los demás, ésos eran como un cajón arrastrado por el suelo, que metía más ruido cuanto más vacío estaba. Don Faustino era de los que pensaban poco en filosofías y mucho en mercados, beneficios y cuentas de resultados, así que lo que más le importaba de Rubén era que siempre estaba allí dispuesto a resolver cualquier duda, problema o asunto que surgiera. Sin apenas darse cuenta había delegado en él tantas cosas verdaderamente importantes para la empresa, que nadie se explicaba cómo había sido posible. El jueves por la mañana Rubén salió de la oficina con el portafolio bien agarrado, su abrigo gris y la bufanda rodeándole el cuello. Bajaba por la avenida con pasos rápidos, disfrutando del aire fresco y contemplando las luces y sombras que pintaban los árboles en la acera. Como él, otros se cruzaban o le adelantaban. Personas corrientes y anónimas, presurosas. Cuando dio la vuelta a la manzana vio la puerta cerrada del Banco Provincial y a una mujer que miraba el escaparate de la boutique de al lado. Se fijó en ella porque tenía un precioso pelo rubio y brillante y porque así, de mañana, recrearse la vista era algo bueno. Cruzó la calle y pasó por detrás de la mujer para entrar al banco. De manera imprevista ella se dio la vuelta y tropezaron. Sujetó a la joven como pudo dejando caer la cartera al suelo. Cuando recobraron el equilibrio vinieron las disculpas. La mujer parecía afectada, decía que se sentía un poco mareada y que necesitaba sentarse. Allí mismo había un banco así que Rubén recogió su maletín y se sentaron. Amablemente preguntó a la muchacha si le dolía algo. La mujer miraba furtivamente hacia la puerta de la sucursal y parloteaba casi sin sentido, a la vez que trataba de atraer la atención de Rubén hacia ella; su actitud era bastante extraña por eso él pensó que había algo raro en todo aquello. Con disimulo miró hacia las cristaleras del banco y a través de las cortinas de tiras verticales vio al hombre parado delante del mostrador y al empleado que lo miraba con cara asustada buscando algo en los cajones. ¡Estaba atracando el Banco! La mujer se dio cuenta de su mirada y aumentó su nerviosismo. Para tranquilizarla siguió con aquella conversación insulsa mientras pensaba qué se hacía en una situación como aquella. No tuvo tiempo para muchas cavilaciones, el hombre tomó algo de manos del empleado, lo metió en la cartera que llevaba colgada del hombro y salió rápidamente mirando a uno y otro lado. Sucedió todo en un minuto, la mujer se puso de pié y fue al encuentro del hombre, Rubén se levantó a la vez y con el portafolio bien agarrado comenzó a soltar golpes a uno y otra sin saber bien lo que estaba haciendo. La sorpresa para ambos fue mayúscula, así que para cuando reaccionaron ya se había arremolinado la gente alrededor y alguien había llamado a la policía, ya que se presentaron rápidamente. Los detuvieron y los llevaron a comisaría. Rubén apareció en todos los telediarios y en los periódicos y se habló de su hazaña en las emisoras de radio. Se había convertido en un héroe que había impedido que se cometiera un atraco en el Banco Provincial enfrentándose a los atracadores sólo y sin más arma que su cartera de documentos. La gente por fin se fijó en él, le daban palmadas en la espalda y le invitaban a café, el jefe presumía ante quien quisiera oírle de que aquel hombre era su mano derecha. Y Encarna miró a su marido con admiración, algo que nunca había hecho hasta entonces. Cuando le llamaron de la TV para hacerle la entrevista Rubén dijo que sería la única que concedería porque no creía que había hecho nada que no hubiera hecho cualquiera en una situación así, ya que no había sido un acto de valor, sino de inconsciencia, algo hecho sin pensar, que había salido bien. |
LA CIUDAD DE LOS HUMILDES La ciudad convulsa, desquiciada. El frenesí convertido en notas musicales, como si el ruido de los mercaderes, voceros y gentes de la ciudad de Babel resbalara a lo largo de sus muros de piedra cincelada, provocando un chirrido compuesto de notas engarzadas las unas con las otras. La sinfonía incivilizada de una Humanidad agonizante. No quedaba mucho tiempo; al menos del concepto de tiempo que los ciudadanos de Babel manejaban. Un espacio infinito del que desconocían el principio y preferían ignorar el final. Todo ello mientras el Tiempo Supremo, el que fue otorgado a los hombres en algún momento de su creación, se acercaba inexorable a su término, sin que nadie, absolutamente nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Maschiaj sólo era un muchacho. Babel era su hogar, no había tenido ocasión de conocer nada más allá de sus límites. Como todo ciudadano debía contribuir con su esfuerzo individual a mantener el bienestar de la comunidad. Era lo que determinaban las Leyes fundamentales de Babel, dictadas por hombres mucho más inteligentes que él en un tiempo tan lejano, que ya nadie podía recordar. Cada mañana, Maschiaj guardaba en la talega de cantero sus herramientas y salía a la calle. Trabajaba, junto con miles de pequeños hombres, sin pasado, ni presente, ni futuro, en la cantera junto al muro Sur de Babel; el lugar donde estaba condenado a sacrificar su vida. La gran torre de Babel crecía más y más. Ya nadie recordaba el día que un hombre desconocido, un humilde cantero como él, colocó sobre el valle la primera de sus piedras. Maschiaj pasaba cada día por allí, se detenía junto a la base de la gran torre y repasaba una a una aquellas grandes piedras, que conformaban el pilar fundamental de su estructura. Cada sillar llevaba grabada la marca de uno de aquellos primigenios canteros. Doce piedras, una por cada una de las grandes tribus hermanas. Allí habían llegado atravesando un marasmo de desdicha y allí habían decidido que crearían su nuevo hogar. En silencio, Maschiaj envidiaba a aquellos hombres, aquellos que con sus mentes privilegiadas habían ideado el sueño de realizar una construcción que despertara la envidia de todos los pueblos, habidos y por haber. Un sueño soberbio…el sueño de poder alcanzar con las manos lo que a todo mortal le estaba vedado por naturaleza: la divinidad. Sí, Maschiaj, el pequeño cantero, uno más dentro de un todo compacto, también quería ser Dios. Polvo de piedra caliza, calor, sudor y ¿por qué no?, lágrimas. Así día tras día, el ansia de vanidad asesinaba poco a poco el espíritu de Maschiaj. Pero la construcción de la gran torre requería muchos brazos, más de los que Babel podía engendrar en varias generaciones. Porque la gran torre no era una construcción humana. Era una construcción divina, hecha por hombres que anhelaban ser dioses. Así, cada año se iban sumando a la construcción gentiles procedentes de todos los lugares conocidos. Un laberinto que se enroscaba a los cimientos de Babel, estrujándolos y provocando que se cimbrearan desde lo más profundo de su estructura. Lenguas extrañas, intereses extraños, gentes corrompidas que con cada golpe de espinazo elevaban un estadio más la orgullosa estructura de la torre. Tras cada dura jornada de trabajo, de sol a sol, Maschiaj se refugiaba entre los libertinos brazos de los barrios extranjeros de Babel. Perfidia, lujuria y el pecado de la carne a manos llenas. Al alcance de todo aquel que tuviera unas monedas con las que pagar una porción ínfima de placer instantáneo…Y Maschiaj soñaba con ser Dios, con ser el que colocara la última piedra de la torre, el balcón desde el cual las generaciones venideras contemplarían el mundo a sus pies. La meretriz se sacudió el cuerpo agotado de Maschiaj. Le habló en una lengua extraña, plagada de matices grotescos, para después babear sobre su pecho en medio de una grosera risotada. Cuando Maschiaj abrió los ojos confundido, comprendió el origen de su pereza. La mujer cuya piel, sin duda empujado por los vahos nefastos del vino, había confundido con la resbalosa epidermis de un reptil, no era más que una vieja pellejosa y desdentada…sinuosamente se acercó a su oído y pronunció unas palabras que, de forma inaudita, entendió sin problema alguno. —Extenderá su mano por en medio de ella, como lo haría un nadador al nadar, y abatirá su soberbia y la destreza de sus manos… — ¿Qué dices zorra? –Maschiaj se retorció hasta deshacerse del nudo de piel y huesos que le sujetaba con fuerza al catre. Salió del cubículo de forma apresurada. Era noche cerrada en Babel, pero las calles del barrio extranjero vivían en una suerte de mundo paralelo; una jornada constante que tomaba forma cuando el día agonizaba. Entonces, la luz de las linternas que jalonaban las estrechas calles y las amplias avenidas se extendía mortecina por toda ciudad. Al otro día las palabras de la puta seguían revocando en las bóvedas de su cerebro. ¿Qué había querido decir aquella mujer? Si es que realmente era una mujer y no se trataba de algún demonio dispuesto a arrastrarle hasta los infiernos. Pasó el día arrancando piedra de la cantera; el sonido de las mazas, al caer una y otra vez sobre las rocas, pugnaba por amortiguar el peso de su conciencia. Sin embargo, las palabras de aquella mujer parecían una manta cálida que lo arropaba y lo protegía del sol castigador y el dolor de sus huesos y músculos. Soberbia…una y otra vez, como un fantasma insuflando una gélida brisa en sus pulmones. Y entonces comprendió. Alzó la vista y todo a su alrededor era silencio. Babel en silencio; el rítmico golpeteó del cincel, el chirrido de las carruchas que desplazaban los grandes bloques de piedra, el chapoteo de los pies al amasar duramente la argamasa, conformaban un todo que acallaba las lenguas invertidas de los hombres convirtiéndolos en un todo que se movía al unísono. Maschiaj, el humilde cantero que quería ser Dios, comprendió que no era más que una pieza más dentro de aquel laberinto que serpenteaba amenazando con herir las nubes. Quiso llorar, pero su vanidad herida se lo impidió, como si un tumor taponara sus lacrimales. Y entonces, ¿qué sería de ellos cuando todo terminara, cuando el Tiempo Supremo llegara a su fin? ¿Qué sería de ellos cuando un aliento cálido los diseminara por el mundo y Babel quedara atrás? Si la torre llegaba a su término, si finalmente alcanzaba las nubes y con ello los hombres llegaban a comprender el sentido de la divinidad, ¿qué sería de ellos? Aquella noche Maschiaj rehuyó acudir al barrio de los extranjeros, con sus putas, su música infame y el agridulce sabor de victorias inconclusas entre piernas desconocidas. En silencio se deslizó hasta la cantera del muro Sur; durante toda la noche los centinelas que custodiaban el adarve de la muralla reconocieron el rítmico golpeteó de un mazo de cantero horadando la oscuridad con un eco persistente. Al finalizar su tarea, Maschiaj había conseguido arrancarle a la cantera la piedra más perfecta que jamás había tallado; con sumo cuidado grabó junto a una de sus aristas la marca de su casa, aquella con la que tantas veces había soñado culminar su obra. Después guardó sus utensilios y sin mirar atrás se dirigió a las puertas de la ciudad. — ¡Santo y seña! –Bramó el guardia. — Babel. –Musitó entre dientes el cantero. La puerta se abrió ante él, mostrándole un mundo desconocido que se extendía ante sus ojos. Una planicie intacta aún sin mancillar por la soberbia del hombre. Maschiaj cruzó el umbral; a medida que sus pasos le alejaban de la ciudad decidió deslizar una última y furtiva mirada. Babel y su torre tan sólo eran un punto lejano y vidrioso. Una luz trémula que parecía temblar en mitad de la nada. Entonces Maschiaj, el humilde cantero, pudo al fin llorar. |
UNO MÁS Es curiosa la forma de recordar o no las cosas de la infancia y la adolescencia. Cuando estudiaba E.G.B., (que ahora han sustituído otras siglas para recordarme que el tiempo pasa y yo sigo siendo el mismo fracaso que fui entonces), me gustaba dibujar, leer y escribir; las redacciones, que para los otros eran un suplicio, para mí resultaban una oportunidad de gozar del silencio y dejar volar una imaginación que ya no tengo. Era agradable hacerlo; el resto veía en aquello una obligación; yo no, yo veía un billete de ida al sitio que me apeteciese, lejos de aquella clase en la que el radiador te quemaba la mano si te descuidabas, como para justificarse por no calentar adecuadamente aquella pequeña prisión por horas. Así que, después de tantos años, equivocaciones, pequeños y grandes fracasos, decisiones equivocadas, decepciones y alguna alegría intercalada en todo eso de tanto en tanto, cuando decidí registrarme en un foro de escritores noveles pensé que tal vez pudiese hacer algo que me gustase por fin, algo que no fuese por obligación. En parte un foro (eso lo he descubierto más tarde) es como un instituto o, para el caso, como la vida misma: intentas adaptarte y nunca acabas de conseguirlo. Pero cuando un usuario me invitó a participar en un concurso de relatos que organizaban cada quince días entre ellos me propuse participar. Era emocionante saber que el conjunto de palabras conque aliñases el archivo en blanco iban a ser leídas y comentadas después de un proceso de votaciones. Al ganador de la quincena le correspondería el esforzado honor de ejercer de Maestro de Ceremonias en la siguiente y, por tanto, controlar el anonimato de los autores participantes mediante un sistema de claves, asegurarse de recibir todas las autorías y llevar las votaciones una vez finalizado el período de recepción de relatos. Nunca he tenido un talento especial en nada, y por supuesto, esto no iba a ser una excepción, pero aún así, irregularmente, seguí participando en algún que otro concurso de los que se añadieron después; microrrelatos, poesía, relatos largos. Y buscando lo que no encontré llegué a encontrar lo que no buscaba. Seguramente no soy mejor ni peor persona, y tengo el triple de preguntas que cuando llegué y ninguna respuesta, pero tal vez no se trate de encontrarlas, si no de seguir buscando y valorar todo lo bueno que se pueda hallar en el proceso. |
TRISTE SERENATA NOCTURNA Desde el patio de butacas el rumor se extendió hasta los anfiteatros más señalados. La orquesta comenzó a afinar sus notas, de forma despreocupada, como si cientos de oídos no permanecieran expectantes en sus asientos. El hombre de la noche se retrasaba; aquello ya se había convertido en una costumbre, y a medida que su sordera, la cual intentaba ocultar de las formas más ridículas posibles, aumentaba, su afán por permanecer oculto, por no destacar por encima de sus agrios competidores, era mayor. No era humildad, en realidad nunca lo fue, aunque en aquellos tristes momentos de su vida veía con agrado como su cada vez mayor intransigencia era confundida con una virtud que jamás en su vida había practicado. El callejón estaba a oscuras; conducía directamente desde una de las plazas principales de la ciudad hasta la entrada posterior del teatro. Por allí tan sólo accedían al edificio el personal laboral: ujieres, tramoyistas, limpiadoras… Normalmente no había ni un alma a aquellas horas; tan sólo algún borracho, demasiado perezoso como para arrastrarse hasta una taberna y una pandilla de gatos bandoleros que se habían enseñoreado del paraje. El hombre abrió la puerta de golpe y dejó que la brisa fresca que resbalaba desde el alero de los tejados resbalara por su cara. Suspiró aliviado, como si aquel gesto le hubiera ayudado a relajar la tensión. Aquello también era habitual en las noches de estreno. No podía soportar el agujero negro que se formaba en su estómago y la debilidad de sus piernas, que apenas alcanzaba a sostenerle en pie. Un ruido, como si alguien se arrastrara entre los cubos de basura, llamó su atención por un momento. Pensó en dejarlo estar; lo más probable era que se tratara de algún borracho pendenciero. Ya había tenido alguna disputa por culpa de ellos. Sin embargo, de repente vio asomar, desde debajo de un cobertor de cartones y porquería, el cuerpo minúsculo de un muchacho harapiento y mal alimentado. El joven se plantó frente a él. Para su sorpresa llevaba bajo el brazo lo que parecía el estuche de un violín. Aquello le llamó poderosamente la atención, tanto que no tuvo más remedio que aproximarse, eso sí, con gran cautela. —Hola muchacho. ¿Eres músico? –Tan sólo obtuvo la callada por respuesta. —Muchacho, contesta, por favor. ¿Eres músico? –Insistió. Finalmente el chico cabeceo con insistencia. De repente parecía estar enormemente alegre, a pesar de su perjudicado aspecto. — ¿Tocas el violín? –Interrogó de nuevo. El muchacho se apresuró a contestar esta vez, aunque no pronunció ni una palabra. El hombre se rascó la cabeza. La imagen de un público impaciente y de una orquesta desconcertada le sorprendió mientras intentaba aclarar sus ideas. En el interior del teatro una mujer de aspecto severo recorrió de forma apresurada el pasillo que acogía los camerinos. No se oía ni un solo ruido, todo estaba en silencio. — ¿Wolfang? –Preguntó. De sus palabras colgaba un difuminado matiz de inquietud. La sección de metal hacía vibrar sus notas sobre el techo abovedado del teatro, mientras que los instrumentos de cuerda parecían chirriar, mientras los músicos se afanaban en conseguir el agudo más melodioso posible. — ¿Wolfang? –La inquietud había dado paso a una intensa y creciente sensación de temor. Corriendo recorrió el laberinto de pasillos, comprobando camerino por camerino que Wolfang no se ocultaba en ninguno de ellos. No hubiera sido la primera vez. Fuera, en el callejón, una ligera llovizna comenzó a empañar los cristales de las gafas de Wolfang. El muchacho, frente a él, había sacado un viejo violín de su maletín. Apoyó la cara en la cantonera y se mantuvo inmóvil, como si guardara un minuto de silencio. —Vamos, muchacho. No tengo todo el tiempo del mundo. –Las notas de la orquesta, cada vez más afinadas, llegaban hasta sus oídos, amortiguadas por el tamborileo constante de la lluvia sobre los tejados cercanos. El muchacho respiró hondo. Su aspecto humilde parecía haberse difuminado, o tal vez tan sólo fuera el deseo de Wolfang por encontrar la nota magnífica, suprema. Desplazó el arco con lentitud sobre las cuerdas y un chirrido estridente se abrió paso entre el rumor de la lluvia. Wolfang cerró los ojos, intentando adivinar el verdadero sentido de aquella melodía, intentando desentrañar la cadencia de las desafinadas notas. Ni los maullidos de los gatos en celo se podían comparar con aquel desatino absoluto. Sin embargo Wolfang parecía extasiado, igual que si estuviera deleitándose oyendo a las mismísimas trompetas de Jericó. —Muchacho, tienes que venir conmigo. Los ojos de la mujer rodaron alternativamente entre Wolfang y el muchacho que llevaba, casi oculto bajo el brazo. — ¿Dónde te habías metido? ¿Quién es este…niño? –El rostro de la mujer lo decía todo. En el patio de butacas el público, definitivamente impaciente, comenzaba a revolverse con algo más que inquietud. —Es el mejor violinista que he tenido ocasión de oír en toda mi vida. — ¿Cómo…dices? –Ahora la mujer no sentía inquietud, sentía verdadero pánico. Sobre todo al ver como Wolfang se apresuraba con el muchacho hacia el escenario. De refilón pudo ver como los músicos de la orquesta se incorporaban al unísono para saludar de forma respetuosa a su director, al hombre que dirigía sus designios musicales. — ¡Wolfang, no puedes! –Gritó, intentando detenerle antes de que se hiciera visible ante el público, que ya había empezado a aplaudir con fervor. Wolfang se giró con una mueca de extrañeza en la cara. Era como si un murmullo se hubiera colado entre las telarañas de su incipiente sordera. — ¿Has dicho algo? –Preguntó. —Lo ves, Wolfang. Te niegas a reconocer la evidencia. Te estás quedando sordo. ¿Cómo puedes decir que es el mejor violinista que has oído en tu vida? Míralo, sólo es un vagabundo. No puedes salir hay fuera con él. — ¿Es eso lo que te inquieta? ¿Su aspecto? Si en vez de ser un humilde vagabundo se tratara de un estirado estudiante de Eton o de la Universidad de Florencia, no pondrías esa cara de asco. Este humilde muchacho es el mejor violinista que he oído en mi vida. Estoy seguro. Ahora déjame, el público tiene derecho a oír música de verdad, pura, no la mierda que hago día tras día. Estoy harto. –Wolfang se agarro al pelo hirsuto y mojado con las dos manos, como si de repente el silencio agujereara su cerebro como un estilete abriéndose paso entre los surcos de su cerebro embotado. El muchacho caminó con lentitud entre los músicos que, atónitos, le observaban sin dar crédito a sus ojos. Wolfang salió tras él como paso decidido, hasta ocupar el atril dispuesto para el director de la orquesta. Se hizo el silencio, bajo la luz y Wolfang alzó la batuta con un gesto autoritario. La percusión hizo vibrar el aire alrededor, abriendo paso a la sección de metal. La música se apoderó, como un fantasma invisible, hasta del último gramo de oxigeno, hasta del último centímetro cúbico de aire. Wolfang en el momento álgido, hizo un gesto al muchacho, el cual permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos, como la última pieza de un puzzle inconcluso que aguardara el momento de cerrar su ciclo de una vez por todas. Las cuerdas del violín del muchacho chirriaron con estridencia, colándose entre la melodía, torciendo las líneas del pentagrama mental de los músicos, los cuales poco a poco, le siguieron en su frenético caos musical. El público no tardó en penetrar en aquella espiral desenfrenada. Indignados, los asistentes al concierto comenzaron a levantarse de sus asientos, marchándose los más con gesto airado. Al finalizar aquella rocambolesca interpretación, el patio de butacas estaba completamente vacío. Wolfang, con los ojos cerrados, se afanaba por dirigir la música que crecía arrastrada por el estridente chirrido de aquel desconocido violín. La mujer apoyó la espalda en la pared de estuco. Suspiró intentando poner en orden sus ideas. ¿Cómo habían llegado a aquella rocambolesca situación? Estaba claro que Wolfang ya no podía continuar así, ¿pero como podría convencerle? Aquel muchacho humilde y sin hogar, el niño del violín, se había convertido en el último clavo que cerraría de forma definitiva la tapa de su ataúd. Reflexionó durante unos minutos más y después recorrió a la inversa los pasillos que horas antes había atravesado presa de la excitación. Pensó en su hotel y el tiempo que tardaría en hacer las maletas, justo entonces, ya en la calle, un taxi se detuvo frente a ella. |
El heredero: Esta es mi historia: la de un viejo de casi 80 años que ve ya el final de su existencia muy, muy cercano y escribe en su diario las últimas frases para dejar su legado a aquel que lo encuentre. Nunca le confesé mi secreto a nadie por miedo a que me tacharan por loco o por temor a que desapareciera la magia del milagro en el que me vi envuelto y he llevado esta pesada carga durante casi medio siglo. Tiempo es, por tanto, de que alivie mi conciencia y desahogue mi alma. Tendría yo 10 años cuando recibí el mejor regalo que nadie pudo darme nunca… Mi padre murió en la guerra y mi madre y mis hermanos mayores tuvieron que trabajar muy duro para sacar al resto de la familia adelante. Éramos 5 hermanos. Yo, el tercero. Demasiadas bocas que alimentar en una época realmente aciaga que, sin embargo, recuerdo con gran cariño; será porque la nostalgia amplifica y mitifica los recuerdos, sobre todo los buenos. Puede ser. Aquel año fue especialmente duro en nuestro hogar, pues mi hermano mayor cayó enfermo de neumonía y apenas pudo trabajar; escaseaban los recursos y el hambre llamaba a la puerta. Yo, que de niño era rebelde y revoltoso, me quejaba bastante de nuestra suerte, y más aún lo hice cuando mi madre me obligó a compartir habitación con los gemelos para poder poner en alquiler la habitación que ocupaba. Un día de otoño llegó a casa un huraño viajante enfundado en una vieja gabardina gris y cargando un enorme maletón de cuero negro. El día era lluvioso y aquel hombre no llevaba paraguas. Resultaba cómico verle chorrear agua bajo el quicio de la puerta. -¡Niño! ¿Está tu madre o qué? -¿Quién es, Félix? –Preguntó mi madre desde la cocina. -Un señor que pregunta por mi habitación –refunfuñé. Mi madre llegó solícita hasta la entrada e hizo pasar al extraño mientras secaba sus manos con un trapo de cocina. -Félix, ayuda al señor con la maleta. Pase usted. Deje que el chico le coja la gabardina –mi madre me dio un indisimulado tirón orejas. -Gracias, no se moleste. -No es molestia. Siéntese en la sala al calor de la estufa antes de que coja una pulmonía –le sugirió mi madre regalándole una sonrisa. Aquel extraño individuo me entregó su empapado gabán y me acompañó hasta la sala. Una vez allí se sentó cerca del brasero y su pálida tez empezó a recuperar algo de color.
Lo recuerdo como un tipo verdaderamente alto pues, aunque andaba algo encorvado, su cabeza rozaba al pasar bajo las puertas. Y también muy delgado, pero no siempre debió ser así. O era eso, o la ropa la había heredado de algún pariente más fornido, como me sucedía a mí con los jerséis y pantalones de mis hermanos mayores. Tenía los ojos negros y hundidos y más arrugas que un vestido de lino al sacarlo de una maleta. Casi nunca te miraba directamente a no ser que se enfadara contigo, cosa que rara vez ocurría a pesar de su carácter solitario y poco sociable. Hablaba poco, sí, pues como ya he comentado era algo hosco y huidizo, pero también amigo del buen beber, y con él, su lengua se desataba. Cuando mi madre salía alguna tarde a limpiar la casa de algún señoritingo, los gemelos y yo abríamos en secreto el armarito de las bebidas y le servíamos alguna copa de licor de ese que se echaba a los guisos los días de fiesta. Entonces, de su cadavérica cara, surgían sendos rosetones sonrojados que daban vida a sus flácidos y deslucidos mofletes y reconocíamos el momento de sentarnos a escuchar cualquier anécdota que surgiera de su ebria boca. Normalmente nos reíamos bastante a su costa, pues sus historias solían ser grotescas y cómicas, pero una vez... La Navidad se acercaba y con ello, el semblante serio y recatado de nuestro huésped se hacía sentir todavía más. Aquella tarde le dimos ración doble de bebida y, en lugar de obtener una historia hilarante, nos encontramos con lo que a continuación relataré: -¡Échame más, niño! Miré a mis hermanos y los tres reímos con sorna mientras vaciaba la botella en la copa. -Ya no hay más –le dije-, te lo has bebido todo. El viajante miró el vaso con fastidio e ingirió su contenido de un trago. -¡Odio las Navidades! –Sentenció; como si el alcohol le hubiera permitido llegar a tal conclusión. -Pues a mí me gustan. -¡Y a mí! –Convinieron los gemelos al unísono. -¿Y qué es lo que te gusta de ellas? –Preguntó con retintín mientras acercaba su cara a escasos centímetros de la mía. -Pues…, los regalos, las luces de las calles… -¡Y que mamá nos da chocolate todos los días! –Añadió mi hermano Luis. -A mi hijo también le gustaban los regalos. El viajante inclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a sacudir el vaso enérgicamente encima de su boca tratando de capturar sin éxito las escasas gotas que permanecían en el interior de la copa. -¿Cómo se llama? –Pregunté yo. -¿Quién? –Respondió rehuyendo el tema. -Tu hijo… -¿Cuántos años tiene? –Solicitó mi hermano Raúl. Sus ojos miraron hacia arriba como si escarbaran en algún recóndito lugar de su memoria. -Es un poco mayor que vosotros, doce o trece años. Se llama Ernesto, como yo. -¿Y dónde vive? ¿No vas a ir a verle en Navidades? –Pregunté extrañado. El viajante me miró con ojos vidriosos y calló durante un par de minutos. Después secó las lágrimas de su rostro con sus huesudas manos y se marchó a su habitación sin decir una palabra más. Aquella semana Ernesto estuvo especialmente cariñoso con nosotros y le pidió permiso a mi madre para llevarnos a ver los adornos de la plaza y a comprar dulces y chucherías. Al menos, durante esos días, dejo de ser el huraño individuo al que estábamos acostumbrados. Con el tiempo mi madre me contó que el hijo de Ernesto estaba en Rusia, que lo había mandado allí su madre durante la guerra y que no podía volver y por eso el viajante estaba tan triste. La historia me apenó tanto que decidí perdonar que me hubiera quitado la habitación y, desde entonces, comencé a fraguar una gran amistad con él. El día que regresaba de cada uno de sus viajes mis hermanos y yo matábamos la espera jugando a las tabas o a la rayuela en la plaza; hasta que divisábamos la sombra de su figura aparecer al final de la calle y, entonces, salíamos a su encuentro para descubrir qué nos había traído: un avión de madera, algún balón hecho de trapos, canicas… Siempre caía algo. Supongo que nosotros fuimos los sustitutos perfectos para ese hijo que tanto ansiaba reencontrar y, para nosotros, él representaba de alguna forma la figura paterna que no conocimos. De hecho, a veces incluso actuaba como tal, como cuando intercedía por nosotros ante nuestra madre o cuando le acompañaba a la escuela por requerir desde allí su presencia. No éramos malos críos…, traviesos a lo sumo; especialmente yo. Recuerdo aquella vez que llamaron a mi madre porque alguien había soltado una picaraza en clase. Al maestro le juramos que había entrado por la ventana, pero olvidamos abrirla para reforzar nuestra coartada. Otra vez, Don Obdulio montó en cólera por la guerra que estábamos dando y nos espetó enérgicamente: «… ¡La última banca: a la calle!». En aquella ocasión, la ventana sí estaba abierta. Aún recuerdo el sonido que hizo el mueble al estrellarse contra el suelo del patio… En fin, diabluras de críos. Las cosas empezaron a ir bien en casa tras la llegada de Ernesto. Mi hermano curó su neumonía y mi madre consiguió un trabajo en casa de unos señores, pero, a pesar de nuestra mejoría económica, Ernesto siguió con nosotros. Nunca le pudimos agradecer lo suficiente la suerte que nos trajo. …Y no ya sólo a nosotros, sino también a la gente del barrio, pues tras su llegada comenzaron a suceder agradables sucesos que mejoraron también la vida de nuestros convecinos. Años más tarde, en su lecho de muerte, Ernesto me confió este diario en el que ahora os relato mi historia, nuestra historia, ¿tu historia? Descubrí en él cómo había conseguido encontrar un médico que curara a mi hermano, como escondía dinero en el monedero de mi madre cuando no llegaba a fin de mes, quién recomendó a aquellos señoritingos que la contrataran… Todos aquellos pequeños “milagros” estaban allí anotados: favores, ayudas, socorros, auxilios, amparos… ¡Todo! Jamás dijo nada a nadie, simplemente lo anotó aquí para saborear de nuevo, con su lectura, la inmensa felicidad que le proporcionaba prestar ayuda a los demás. Nunca podré agradecer lo suficiente, a aquel extraño hombre, la magia que hizo despertar en mí. Pues, sin duda, la brujería del diario no reside en su interior sino en el de cada uno de nosotros. Yo continué su obra cuando nos dejó. Él me guió en su ejemplo. Somos dueños de un regalo divino que debemos forjar con el paso de los años. Nuestro tiempo, nuestra vida, debe ser vivida con sentido. Yo encontré el mío y cuento mi experiencia con el ánimo de influir en aquel que lea estas últimas palabras. Amigo mío, te nombro mi heredero. Quedan muchas hojas que escribir y muchos deseos que hacer cumplir. Te desafío a consumar la última voluntad de este viejo. Es sencillo si conoces el secreto del diario. El viajante me lo reveló el día que me nombrara su sucesor: «El mayor ejercicio de egoísmo que se puede llevar a cabo es prestar nuestra ayuda a los demás, pues no existe mayor gozo personal que sentirse satisfecho con lo que uno hace». Es momento de que otro ocupe mi puesto. Tal vez tú, lector de este diario olvidado, puedas tomar mi relevo. ¿Quieres? |
SAN JUAN SURGIDO DEL POZO Pablo llegó tarde a la misa, pero no se sintió culpable. Bastante hacía con estar allí. Incluso entró en la iglesia, pese a que había jurado, poco antes de empezar la guerra, que jamás volvería a pisar una. Eso fue en el funeral de su padre, el día en que decidió que no habría suficiente sangre derramada en el mundo como para sentirse satisfecho. Sangre y destrucción, y muerte, y agonía. Llegó una guerra. Qué apropiado. Hacía mucho frío allí dentro. La luz del sol que se filtraba por los laterales no conseguía calentar el hielo intenso que supuraban aquellas piedras. Pensó que, más que un templo, la iglesia parecía un mausoleo, la tumba de un dios muerto. Su hermano Juan le miró desde el altar. Hacía años que no se veían, desde el día en que empezó la guerra y cada uno eligió un bando y un destino. El reencuentro fue un momento extraño. Se estudiaron el uno al otro, buscando posibles diferencias… Tuvo la impresión, la absoluta certidumbre, de que ambos estaban pensando en aquel lejano día, cuando eran pequeños y Juan se cayó al pozo. Pablo tosió, sin poder contenerse, sacudido por la tisis, la nueva dueña de sus alientos. Con aquel sonido desgarrado, la magia de ese primer instante se rompió como si hubiese sido algo físico; Juan suspiró y siguió con su ritual, y Pablo miró a los lados, buscando un sitio donde acomodarse. Había mucha gente de pie, los bancos estaban totalmente llenos. De modo que era cierto que las misas del padre Juan habían empezado a atraer la atención de feligreses de otras zonas. Si seguía así, la cosa no iba a acabar bien. ¿Sería por eso que le había mandado una carta, tras tanto tiempo? Por supuesto, pese a todo, había ido. Fuera el que fuese aquel que surgió del pozo, seguía siendo su hermano. Pensó quedarse de pie, pero se sentía tremendamente cansado y le dolían mucho el pecho y la rodilla derecha, que nunca se recuperaría por completo de su herida en combate. Cojeó hasta uno de los últimos bancos y se apoyó como pudo en el pequeño espacio que le dejaron por lástima. No estaba cómodo pero, al menos, estaba sentado. Desde allí, contempló cómo su hermano daba la comunión. Nadie podía quedar impasible viendo aquello, ni él, que no creía en dioses ni mucho menos en los hombres que utilizaban los miedos ajenos para medrar. La gente avanzaba torpemente hacia su hermano, enferma y ensordecida por el retumbar de la guerra, soñando con tener de verdad un alma eterna que les ofreciese algún consuelo, una segunda oportunidad en un sitio mejor donde realmente fueran importantes para alguien. Y Juan era el foco de su esperanza. Resplandecía de amor, como siempre. No, como siempre no. ¿Era otro, cuando lo sacó del pozo, tras aquella experiencia espantosa en la que bajó a buscarle como pudo y cargó con él hacia la luz? ¡Qué frías estaban la oscuridad y el agua allí dentro! Cuando lo dejó sobre la hierba pensó que estaba muerto, tan pálido, tan helado… Pero Juan abrió los ojos en respuesta a sus voces y le miró de otro modo. El hombre en el que se había convertido provocaba a su vez grandes cambios: avanzaban hacia el altar criaturas consumidas por el miedo, rotas y agonizantes, sí, pero Juan les hablaba, les sonreía, y regresaban a los bancos seres distintos, personas completas, iluminados por una sonrisa que siempre alcanzaba la mirada. Alguien gritó que se había curado; una madre lloraba abrazando a su hijo; un anciano veía por primera vez el rostro de sus nietos… Pablo suspiró, sabiendo que aquello era solo el principio. Si Juan seguía haciendo esas cosas, el Vaticano tomaría medidas. Se lo llevarían a Roma. Sería un nuevo San Juan, un San Juan surgido del pozo y de la guerra, que reforzaría todavía más la posición de los vencedores. Se le revolvieron las tripas sólo de pensarlo. Su hermano terminó la misa y despidió a sus feligreses, una tarea lenta, llena de abrazos y agradecimientos. Al final, sólo quedaron ellos dos, y Juan se acercó. – Gracias por venir, hermano – le dijo. Pablo asintió. – No son necesarias – vio que Juan se fijaba en sus dientes, rotos durante una de tantas palizas en la cárcel, vio la compasión y la pena. Apretó los puños – ¿Qué quieres? Juan se sentó de lado en el banco que Pablo tenía delante, apoyando los brazos en el respaldo. – Verás, me han ordenado que vaya a Roma – maldición, allí estaba. Lo que tanto había temido – El Santo Padre quiere verme. No me mires así, Pablo, no he estado alardeando – se defendió – Nunca lo has entendido. Sería ostentación si fuese algo hecho por mí y lo hiciese para mi propia satisfacción. Pero no es algo que haga yo, es algo que viene de Él – señaló con un dedo hacia el techo –, destinado al bien del mundo. – La verdad, no sé si pecas de humilde o de idiota. Ah, perdón, que tú no pecas. Para eso vine yo al mundo, para compensar – Juan no dijo nada – Bueno, tienes que ir a Roma para que te aplaudan y te canonicen. ¿Y? ¿Para qué me has llamado? – Quiero que vengas conmigo. – ¿Yo? ¿Al Vaticano? – se le escapó una carcajada – Estás de guasa. No podría contenerme. Quemaría hasta los cimientos ese nido de hipócritas. Jamás olvidaré lo que dijo el cabrón del cura el día del funeral de padre. Lo mataron como a un perro, esos fascistas de mierda y, encima, tener que oír esas cosas. Claro que, tú, lo olvidaste rápido – Juan se ruborizó pero no dijo nada. Pablo empezó a incorporarse – Será mejor que me vaya. – Espera – su hermano le detuvo con un gesto – Tienes que venir. Todo esto empezó contigo y lo sabes. Recuerdas tan bien como yo el pozo, que caí y tú me sacaste. Sabes lo que pasó realmente – se miraron unos segundos en silencio – Estaba muerto, Pablo. Muerto. Y, tú, me trajiste de nuevo a la vida. El Señor actuó a través de ti. – Te has vuelto loco… – No. Siempre lo he sabido. Y tú también. Yo no era así, antes, no tenía… – alzó las manos, maravillado – esto. Tú me lo diste, junto con la nueva vida. Soy un vínculo entre Dios y la humanidad. Pero lo soy gracias a ti. – No me jodas, Juan. No sé por qué tienes tanta fe, pero sabes que yo no tengo ninguna. Pienso que el que hace esos milagros eres tú que… No sé, tienes algo, un don. Me pregunto por qué tienes que ser así, por qué te empeñas en atribuir a ningún puñetero dios el mérito de lo que haces pero… – Juan se echó a reír – ¿De qué cojones te ríes? – De ti. De nosotros. Estamos atrapados en un juego absurdo, hermano. Piensas que soy demasiado humilde por creer que es Dios quien actúa y no yo. Y yo pienso que eres infinitamente soberbio porque no aceptas tus propios límites y crees que me resucitaste tú solo, sin intervención divina. – No estabas muerto. – Sí, claro que lo estaba – se adelantó bruscamente y apoyó una mano en la pierna de Pablo – Y tú, precisamente tú, no puedes dudar de ello. Hubo un momento de dolor intenso, un calor infinito que empezó en su rodilla y se extendió por todo su cuerpo, quemando sus pulmones, abrasando su boca. Pablo gritó y se agitó bruscamente, intentando apartarse, pero Juan afirmó el contacto. Las imágenes oscilaron y se hundieron a su alrededor como cera derretida. Luego, casi de inmediato, nada. No había presión en su pecho, ni tormento en la pierna. Tenía todos los dientes. – Ha sido Dios – dijo Juan, con una sonrisa en los labios. – Has sido tú. – Me resucitó el Señor. – ¡Te resucité yo! – se liberó de un manotazo – ¡Yo grité como un loco tu nombre, golpeando la tierra con los puños! ¡Ni siquiera recé, ¿lo entiendes?! ¡No pasó ningún jodido dios por mi cabeza! – se quedó paralizado. Al final lo había admitido. Recordó el miedo intenso de aquella tarde. El pequeño Juan, pálido sobre la hierba, con los labios y los ojos azulados... No respiraba, no tenía pulso. Demasiado tiempo en el pozo, flotando bocabajo en aquella agua oscura y fría. Pero había vuelto a la vida tras llamarle tantas veces… – No quería decir eso. Yo… Juan rió, divertido. Se puso en pie. – O Dios me resucitó, o fuiste tú. Y sabes perfectamente que los hombres no hacen milagros. Ven conmigo, hermano. Estaremos juntos, nos irá bien. – No. Jamás. – Pero, piensa que cuando el Santo Padre me pregunte qué sucedió, cómo empezó todo, tendré que revelarlo – insistió Juan. Pablo hizo una mueca – No sé qué ocurrirá entonces, pero sospecho que insistirá en verte. Comprende que, alguien como tú, bendecido con el poder de resucitar, debe formar parte de la Iglesia. Eres un instrumento divino. – No necesariamente. También puedo trabajar para la competencia. – No bromees con eso. – No me atrevería. ¿Aún quemáis gente? – vio la expresión dolida de Juan y suspiró, arrepentido – Perdona. No voy a ir, no insistas. Déjame solo, anda. Juan titubeó. – Como quieras. Al fin y al cabo, todo sucede por decisión divina – sonrió débilmente – Adiós, hermano. Pablo le contempló mientras se alejaba y desaparecía por la puerta de la sacristía. En menudo lío estaba. ¿Para poder vivir en paz, tendría que bajar la cabeza sumisamente y atribuirle el mérito de lo hecho a un poder superior, como hacía su hermano? Con total probabilidad. Aquellos buitres no consentirían compartir ese supuesto don divino y menos con alguien a quien no podían controlar. Le pondrían piadosamente en su lugar, a golpes, de ser necesario. Le recordarían que debía ser modesto y aprender a conocer y respetar sus límites. Pues no pensaba permitirlo. Que se jodieran la humildad y todas las virtudes, tantas veces pateadas por quienes las usaban de bandera. No compartiría aquello ni con Dios. Él lo había hecho y sólo él. Era suyo. Se puso en pie. Ya no le molestaba la rodilla, ni sentía presión en los pulmones, ni le dolía tanto todo lo perdido. Pero salió de la iglesia jurándose no volver a pisar una, jamás. |
EL MAR Y LO QUE NOS PIDE Las olas rotas se elevaban sobre el acantilado en una vertical estruendosa, golpe tras golpe. Los hombres, temblorosos, asustados, entumecidos por el frío, se postraron de rodillas a unos cien pasos y fueron avanzando agachados de modo que el viento no los tirara por las rocas. Antes de llegar al borde del acantilado algunos de ellos ya tenían las rodillas y las manos sangrando. Un joven que iba por el lateral del grupo tuvo que agarrarse con tanta fuerza que una de sus uñas se desgarró completamente. Nadie pudo oír su gemido de dolor, porque el viento gritaba alto, y apretaba dentro de los oídos como si tuviese dedos, e intentaba llevarse con él las pieles de foca y de oso que les cubrían.
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Marketing Fue Juan quien primero sospechó de la devoción de Tomás. Juntos habían aprendido el catecismo cuando el pueblo todavía lucía sus adoquines intactos y tan limpios, que se obligaba a los cocheros a colocar un cesto detrás de las ancas de los caballos donde caían sus verdes y olientes excretas. Tan estricto se era, que si algún animal erraba en puntería no le cabía otra al humillado conductor que detenerse y con un escobillón recoger la pena. “Calles limpias y aire impuro”, aludía Tomás el andar de miles de cestos repletos y verdes perfumando el pueblo. Su padre, un iluminado para los negocios, fue quien avistó que a tanta mierda podría dársele algún uso. Pagó a centavo el cesto y vendió quince veces más cara la electricidad que producía; cierto que para ese entonces sus clientes no pasaban de tres haciendas y el burdel que se anunciaba con un letrero de bombillas intensas. Cesto a cesto engordó la fortuna, tanto, que cuando apareció el primer automóvil aupando el Progreso y el fin de las vergüenzas de cocheros con escobillones, ya la familia de Tomás poseía la termoeléctrica, daba servicio a todo el pueblo y a los doce bares, tres casinos y quince burdeles que ahora se anunciaban con halógenos inmensos. Las sospechas de Juan comenzaron al morir el padre de Tomás y éste ocupara su lugar. Fundadas eran, porque aún recordaba los oficios donde su amigo hacía de monaguillo y el Padre se deshacía en señas, que todos los fieles descubrían, para conseguir que el muchacho por fin le acercara las escrituras sagradas o el cáliz de consagración. “¿Dónde tenías la cabeza?”, lo reprendía el Padre al terminar. Pues donde todos los varones de su edad: en los profundos y arcanos senos de Carmen. Un martes de agosto Santiago invitó a la cuadrilla de amigos a un piso abandonado desde donde seis pares de infantiles ojos se turnaron en sendas ventanas para disfrutar a la Carmen que aliviaba el calor del mediodía acostada desnuda. Santiago, el cabecilla, fue quien primero comenzó a tocarse., al principio por encima de los pantaloncitos cortos, luego, entusiasmado al verse imitado por el coro, se desabotonó con prisa y se mostró viril. Los demás vacilaron un momento, pero ya las hormonas raudas inundaban sus cerebros y lo siguieron en actos. Todos menos Tomás. Juan rememoraba la cara de su amigo que seguía con el inofensivo tocar por encima del pantaloncito cuando el resto ya exponía sus adolescentes erecciones y más que con Carmen, a la que ahora sólo dedicaban los segundos necesarios para mantenerse inspirados, se entretenían en describir las mutuas masculinidades. Santiago insistió a Tomás quien, cediendo a los reclamos del grupo, bajó sus pantaloncitos y expuso un meñique donde debía haber más. Soportó las burlas, juntó sus botones y dejó al grupo terminar su orgía. El rumor de su pequeñez lo acompañó hasta que fue adulto. Juan fue su único amigo, quien nunca desempolvó aquel martes de agosto. Una tarde de muchos tragos entre ellos dos, se escapó un comentario sobre el pequeño y Juan se apuró a corregir. “El tamaño no importa si se usa bien”. “Eso dicen”, respondió Tomás y se confesó virgen aún en los inicios de su tercer década. Tanto había sido el alcohol que no pudo atajarlo Juan y fueron a dar al burdel más churroso. Pagó por todas las putas, se vació muchas veces hasta el amanecer y antes de irse advirtió a la matrona que de comentarse en el pueblo cualquier detalle de la velada jamás volverían a tener electricidad en el burdel y vivirían eternamente con mechones. Pero siempre algo se supo, porque a fines de ese año la familia de Pedro terminó de construir la hidroeléctrica y la amenaza perdió fundamento. Juan ubicó en aquel enero la transformación de Tomás, que no sólo se convirtió en el mejor de los fieles y ganó la admiración del Padre, “Has encontrado la cabeza hijo mío”, sino que adquirió una memoria evangélica que le permitía recitar cualquier verso sagrado a petición. Descuidó los asuntos de la termoeléctrica, se dedicó a predicar y a cultivar enormes campos de campanilla donde acudían los enjambres de las mil colmenas que hiciera construir. Por las tardes en la plaza arengaba a una multitud que crecía. En sus discursos se lanzaba como gladiador contra el Progreso que había traído los automóviles y cambiaba el curso de los ríos para generar electricidad. Habló con añoranza del pueblo con calles de adoquines, que de tan limpios, la gente podía servir en ellos el tasajo del almuerzo. Convenció a más cuando llegó al pueblo conduciendo un coche del tiempo de su padre, con un cesto que ya iba por la mitad de verde y oliente contenido. En una esquina, un mal paso del corcel desubicó la diana y una masa medio líquida se emplastó en la calle. Se detuvo Tomás, agarró el escobillón y limpió la ofensa. Incluso más, porque el embarro subía por la pata del caballo y allí fue a dar trapo con esmero. Lo aplaudieron y aclamaron; pero ahora sabía Juan que de aquel incidente su amigo obtuvo la idea para el final. Fue otro martes de agosto cuando Tomás invitó a Santiago y la cuadrilla testigo a un almuerzo en sus campos de campanilla. Los hizo caminar kilómetros de tierra enfangada hasta llegar a la casa donde los esperaba el banquete. Tomás llegó primero y en la puerta fue ayudando a cada uno a quitarse las botas, las que raspaba contra un tablón para quitarles el fango. Después del almuerzo bebieron hasta que surgió el recuerdo del meñique contado por Santiago. Tomás rió más que todos. “Y nada ha cambiado”, dijo ahogado en carcajada. Desabrochó el cierre del pantalón y trató de mostrar algo enano que mal se adivinaba entre sus dedos. Antes de marcharse les sirvió cascos de toronja endulzados con miel de sus panales que ganó vítores de los invitados. “Pasa mujer que te están halagando”, dijo sonriente Tomás, dirigiéndose a una puerta a su izquierda por donde asomó una Carmen feliz y premiada en belleza por los años. La historia de la cena voló por el pueblo, a lo que ayudó una foto que tomará Andrés y que se publicó a la mañana siguiente, acompañando un nuevo discurso de Tomás convocando a todos a luchar contra el cáncer del Progreso. El pueblo respondió, como es dado a la masa seguir a quien humilde se muestra y se empina frente a ella. Si de a poco se fueron perdiendo los automóviles y regresando los coches sobre los adoquines, una sola mañana bastó para mediante decreto cerrar la hidroeléctrica de la familia de Pedro. Al anochecer se hallaron los del pueblo felices pero a oscuras; sin encontrar las llaves de sus casas, o las casas mismas, perdidas en el laberinto de calles adoquinadas y malolientes. Juan por fin confirmó lo que sospechaba de la devoción de Tomás. Atravesando las tinieblas se acercaba al pueblo un cochecito con mil pequeñas llamas, conducido por un pregonero que anunciaba: “Compre Velas Meñique hechas con buena cera de campanilla.” |
CURA DE HUMILDAD
En aquellos sesenta segundos de descanso, con una lucidez inverosímil, rememoré mi llegada al ring, hacía unos treinta minutos, y cómo, ataviado con mi albornoz esmeralda, rodeado de aplausos y luces, sentí que ésa era mi noche. También volví a verme mientras aguantaba la mirada del campeón en el centro del cuadrilátero y el árbitro de la pelea repetía las últimas consignas. Yo estaba plenamente convencido: iba a tumbar a ese cabronazo antes del quinto. Yo era el mejor y esa noche lo iba a demostrar dejando al público exaltado y satisfecho del dinero gastado por sus entradas. Yo era raudo, fuerte y resistente. Sobre todo resistente y con la cabeza más dura que pudiese existir. Nunca había caído a la lona. Nunca. Y esa noche, por fin, después de tantos combates, era mi noche. Yo era el mejor y era justo que el mejor ganase el título mundial: simple lógica. Caminé hasta el ring excitado hasta el infinito. Podría haber golpeado un muro hasta echarlo abajo. Necesitaba pegar. Enfrente tenía mi oportunidad: podría pegar al campeón del mundo del peso wélter. Iba a ser mi noche, no había duda. “¡No me daré por vencido, no! ¡Jamás! ¡Aunque me golpeé hasta matarme!”
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Pollice verso El Maestro de Armas oteaba el cielo. El día se estaba echando a perder. Hacía rato que se habían diluido las sombras perfiladas cegadoramente y la vista había dejado de doler. Eso estaba bien: no había que fatigar en exceso a los nuevos gladiadores. Pero ahora las nubes crecían como montañas sopladas desde dentro. Las gotas habían empezado a caer como piedras en un estanque, levantando inverosímiles salpicaduras de polvo. Acariciaban la piel escocida por el sudor con la promesa de un baño tibio, pero en realidad repiqueteaban sobre las corazas, las rodelas y los yelmos amenazando granizo. Oscurecía tanto que el Perseguidor, a través de la exigua celosía de su casco, acuchillaba el aire con su espada de madera como un ciego enfurecido. El Redero lo bailaba entre risas y trataba de ponerle la zancadilla como en una pelea de chicuelos. Era un día perdido. El Maestro de Armas dio palmadas, mandó recoger y reunirse en el comedor. Cuando llegaron, la piedra tamborileaba ya a discreción sobre el tejado. - Sentaos. No os doy descanso por vuestra comodidad -habló mientras el botijo se aligeraba de mano en mano-. Tú, Vertux, no veías ni a un toro que te embistiera: estabas a merced de Marcelo. Nadie va a los juegos para contemplar como se degüella a un hombre indefenso. Ni es necesario que yo os enseñe el arte de morir. Y tú, Marcelo, no te engañes: nadie te hubiera aplaudido si hubieras acabado con Vertux. Referiré la historia de Enomao, el Redero. Pasaré por alto detalles innecesarios, aunque llegué a conocerle muy bien, y me atendré solo a los que interesan para mostrar su muerte, que es el momento que da la medida de cada hombre. Como todos los Rederos, Enomao era guapo. Como nuestro hermoso Marcelo. Ningún otro gladiador, salvo el Redero, combate con la cara descubierta. Y puesto que nada pinta mejor la angustia o el miedo para los espectadores que un bello rostro, el lanista sabe a quién regalar el tridente y la red. Había nacido en Corinto. Cuando su ciudad fue destruida, él no había tenido tiempo aún de empuñar la lanza y el escudo: de ser así, hubiera corrido la misma suerte que todos los varones de la ciudad, que su padre y sus hermanos. El mercader que lo trajo supo apreciar su destreza con el cálamo y la cítara. Lo vendió a la esposa de un ilustre romano asegurándole que enseñaría a sus hijos la lengua de Homero, junto con un lote de estatuas que adornarían su villa con lo último del arte griego. Enomao era un lindo muchacho cuya timidez con nuestra lengua divertía a su ama, y cuya orfandad y exilio invitaba al amparo. Tanto que, aprovechando una ausencia de su marido, ella lo acogió en su lecho. Y él se enamoró con el primer amor de un mozalbete. Al principio, él se sentía descubierto y denunciado en cada mirada del último de los criados. Ella, en cambio, navegaba segura como piloto experimentado entre las conversaciones en voz baja, los abrazos por los rincones y las visitas a media noche. A él no le debería haber pasado desapercibido que no era la primera vez que ella engañaba a su marido. Si lo sospechó, Enomao fue como tantos hombres que pasan por alto los indicios más flagrantes, encalabrinados por esas caricias que hinchan el pecho y el alma. Pero es más fácil pensar que ni siquiera lo intuyó: era muy joven. Una noche, ella se entregó a él una vez más, y le dijo: es la última. Él reaccionó como un enamorado desatendido, buscándola con ahínco. Ella empezó a rehuirle, a buscar pretextos para alejarlo. Él insistió con reproches, sin disimular su despecho delante de los extraños. Ella se asustó: comprendió que el marido, a punto de llegar, leería en el muchacho con la claridad de un libro abierto. Cuando el marido llegó, la mujer acusó a Enomao de haber pretendido abusar de ella. Enomao fue encadenado y azotado. Por qué, se preguntaba Enomao mientras lo torturaban para que confesara. Acabó haciéndolo cuando comprendió que ella no había tenido otra opción para defenderse de su atolondramiento. Pero fue necesario, para que Enomao entendiera, que antes le descoyuntaran los miembros y que ella le partiera el corazón. Cuando Enomao llegó aquí, traía el alma vuelta del revés. Odiaba al mundo y se culpaba a sí mismo. La odiaba a ella, y al mismo tiempo la amaba. Realmente, no había en el mundo otro lugar mejor para él que esta escuela de gladiadores. El día que debutó con el tridente y la red, las damas de Roma suspiraron por sus hermosos rizos, adivinando bajo su hierática intrepidez el corazón de un niño necesitado de consuelo. Los hombres disfrutaron con la agilidad de su cuerpo y de su mente, capaz de eludir, revolverse, fintar y atacar sin aturullarse. A un Perseguidor, a un Tracio, a un Mirmilón, les basta con esconder su cuerpo detrás del escudo y su miedo debajo del casco. Levantar el brazo y golpear, levantar el escudo y parar. Eso es fácil. Pero cuando combates desnudo, sin otra arma que una red sutil y volátil, y un pincho que se dobla si te lo pisan o lo traban con la espada, todo lo has de fiar a tu rapidez de movimiento y pensamiento. Al año, un chirlo en la cara hizo dudar al lanista si reconvertirlo en Perseguidor. Pero aquel costurón en la mejilla era ya parte de su leyenda. Peleaba sin esconderse, vencía sin alegrarse, y cuando se declaraba derrotado, el público le regalaba la vida de buena gana porque nunca los había decepcionado cuando luchaba, ni los había irritado cuando había vencido. Hasta que ella empezó a acudir a los juegos. O eso creía él. Que la había visto junto al palco de las vestales, su pálida tez enmarcada en sus rizos morenos, y el manto de seda de Tiro que él tan bien conocía. Quiso pensar que acaso el marido habría fallecido; que ella sería libre; que acudía a los juegos para verle combatir; que rezaba por él; que él, quizás, tendría un mañana más allá de la caserna y la arena. Empezó a pelear de otra manera. Su primera y última mirada iban dirigidas a las gradas donde ella se sentaba. Entre medias, en sus tretas, golpes y celadas, ya no había la diestra precisión del que cumple un ritual o ejecuta una danza, sino la imperiosa necesidad de vencer y el miedo atroz a ser derrotado. Un día le tocó como Perseguidor un toro de Auvernia, lento pero resabiado, alguien que ya había aprendido todas las mañas de los Rederos, que no pestañeaba cuando Enomao volteaba la red, que la eludía, si era el caso, con un leve aleteo del escudo. Tiempo atrás hubiera sido un combate más que quizás hubiera perdido, o quizás los dos hubieran sido devueltos de la arena, exhaustos pero exactos. O quizás lo hubiera ganado. La contundencia del galo desesperaba a Enomao. Precipitó un error y el galo atrapó la red con un molinete de su espada. La pelea se transformó entonces en algo que irrita profundamente a los que lo contemplan: un correcalles, con el galo intentando acorralar a Enomao contra los muros y Enomao brincando como un conejo. Enomao aún tenía el tridente. Utilizarlo no intimidaría al galo, pero detendría los silbidos y los abucheos. Además, ¿qué pensaría ella de verlo correr así? Amagó a los pies del Perseguidor. Una vez, dos veces. Pero, amigos, no hay mayor torpeza que no creer en lo que haces: un golpe de guillotina con el escudo, un pisotón al tridente, un paso adelante con la espada en alto, el Perseguidor lo había desarmado. Quedó desnudo, solo con el puñal. El público chilló: ya solo esperaban el espectáculo de su muerte, y además, la deseaban. Yo lo vi. Mientras Enomao huía delante del Perseguidor con el puñal en la mano acuchillando la nada, el sol se oscureció. Los graderíos miraban al cielo, y en el cielo el disco de la luna cortaba el disco del sol. Un clamor sordo, que Enomao no entendía, desacompañaba sus cabriolas de fugitivo. Entre las sombras crecientes, Enomao reparó que el galo trataba de quitarse el yelmo con la torpeza de sus manos, trabadas por el escudo y la espada. ¿Hace falta decir de cuántas maneras diferentes se puede acuchillar y degollar a quien no te ve? Enomao no dio opción a que el galo se rindiera, a que el pueblo decidiera. El sol era un disco negro en un cielo sin nubes. Una ventolera súbita vapuleó los toldos. En la arena, el galo dormía el último sueño abrazado a un charco de sangre. Las gradas desvanecieron cuando Enomao se encaró con los palcos, gritando, el puñal en alto goteando sangre, buscando el rostro de su amada. Después de aquel combate, el lanista creyó encontrar un nuevo aliciente para sus juegos promocionando a Enomao como el Hijo de la Luna. Los carteles así lo anunciaron un par de veces. Pero era imposible que no ocurriera otra vez, alguna vez: volvió a perder la red, volvió a perder el tridente. El público jaleaba a su Perseguidor, se burlaba de Enomao: “¡Llama a tu madre! ¡La Luna, donde está la Luna!”. Enomao estaba cansado. El sudor le cegaba los ojos. Su sangre empapaba la arena. Se sentía mareado, confuso. Quería dormir, Merecía que le permitieran descansar, volver a combatir otro día. Dejó caer el cuchillo. Levantó el brazo, despacio, el dedo hacia arriba. El Perseguidor dio dos pasos hacia él. Dobló la rodilla. Se apoyó sobre el muslo del Perseguidor. Y al tiempo que ofrecía el cuello a la punta de la espada, miraba a la grada donde estaba ella. Lo último que vio fue su pálida tez, sus rizos morenos, su boca abierta, el cerco blanco de sus dientes alrededor de un agujero negro, su brazo extendido por fuera del manto, el pulgar vuelto, el ademán que yugula. Y esta es la lección del día, gladiadores: nunca os enamoréis de la victoria. Menos aun, si se os ofrece como una mujer impúdica.
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¡Esas vacas sagradas!
Los dos viajeros, una pareja algo por debajo de los cuarenta, bien equipados y pertrechados, dejaron sus mochilas en el suelo y se sentaron en un banco de madera. Apoyados en la pared encalada abrieron una bolsa y sacaron algo de comida, unos sandwiches que habían comprado a un vendedor ambulante la noche anterior en la estación, justo antes de salir.
Estaban cansados del viaje pues aquella noche, en el tren, apenas habían podido dormir unas cinco horas. Por suerte habían conseguido un compartimiento en el que viajaron solos, de modo que no tuvieron problemas de convivencia. Ningún hindú roncador ni nadie vociferando había alterado aquellas pocas horas de descanso.
La primera parte del viaje desde el Nepal había sido también agotadora. En especial el trayecto en autobús desde Katmandú, que teóricamente debía durar unas siete horas y que en realidad supuso cerca de diez horas. Sin embargo, la experiencia del rickshaw hasta la frontera fue incluso divertida y agradable. Salvo, tal vez, por el hecho de que el pobre hombrecillo que lo arrastraba, a ratos parecía que no podía con su alma, llevándoles a ellos con sus pesadas mochilas. Y la verdad, más de una vez pensaron que el vehículo se iba a romper con su peso. Por ello, aunque no solían dar propinas, le habían pagado algo más de lo acordado, como una compensación por sus esfuerzos.
Pasaron sin problemas la frontera entre Nepal e India, en medio de una multitud de gente que iba y venía a lo largo de una callejón ancho, muy transitado, en medio del cual unos funcionarios les hicieron llenar los formularios y el papeleo correspondiente sobre unas mesas de madera, para a continuación tomar sus pasaportes, mirarlos y devolvérselos indicándoles que podía proseguir hacia el otro lado de la calle, el sector hindú.
Una vez en la India les había tocado tomar otro autobús, esta vez hindú y, por lo tanto, algo mejor que el nepalí, hasta Gorakpur la ciudad donde debían tomar el tren y a cuya estación llegaron cuando estaba oscureciendo. Aquella estación de ferrocarril les había impactado muchísimo porque estaba atiborrada de gente. Gente por todas partes. Sobre el suelo de la estación durmiendo, comiendo, jugando a cartas o haciendo cosas menos agradables. En algunos lugares se veían ratas. Pero no ratas normales. Ratas gigantes. Ratas como perros. Y muchísimos perros, la mayoría escuálidos y de penoso aspecto. Aunque les habían prevenido sobre esa convivencia miserable de animales e hindúes, no esperaban algo así: animales y seres humanos mezclados por todas partes, en medio de la porquería y la basura.
Acabaron su frugal desayuno, y tomando las mochilas se adentraron en las callejuelas de Varanasi, pues en el centro de la ciudad les habían recomendado un buen hotel, de aceptable precio y sobresaliente nivel de limpieza e higiene, considerando los estándares de la vieja ciudad.
El establecimiento no les defraudó. Se instalaron en su habitación, y tras ducharse y cambiarse salieron de nuevo a la calle, con la intención de dirigirse hacia la orilla del río, la zona de los peculiares ghats, aquellos muelles a los que acuden los habitantes de la región con su difuntos para las ceremonias de cremación. A lo largo de ellos pudieron ver algunas de aquellas ceremonias. Las encontraron curiosas e interesantes, pero no pudieron evitar ese sentimiento que agarra el corazón y lo sacude, al ver aquella gente entregando a sus seres queridos al fuego purificador y al río sagrado.
Para el regreso tomaron un estrecho callejón que atravesaba el barrio próximo al río y llevaba directamente al hotel. Hacia la mitad del camino debían cruzar una plazuela, pero el paso hacia el hotel estaba cerrado por la presencia de una par de voluminosas vacas que reposaban, indolentes, en el suelo, rumiando cansinamente. Aquello era fastidioso en verdad. Si no pasaban por aquel lugar tendrían que retroceder hasta el río y dar un gran rodeo. Por eso fue que intentaron que las vacas se moviesen.
—¡Bichos! ¡Ea! ¡Arriba, caramba!
Las vacas les miraron con curiosidad, pero no se movieron lo más mínimo.
—Dejen tranquilo a esos animales, my friends, o se van a meter en un buen lío.
El que así había hablado era un hombrecillo delgado, de edad indefinida, que se hallaba sentado en una banqueta junto a la entrada de una de las casas de la plazuela. Vestía como unas pobres telas de color crudo y sus ojos pequeños y brillantes destacaban en su faz cetrina. Agarraba con una mano un bastón de leño nudoso y señaló con él a los animales.
—El espíritu de Brahma habita en esas bestias. Son sagradas. —¿No podría usted convencer a Brahma para que las moviese un poco a un lado? —Son ustedes extranjeros, veo. Vengan aquí, siéntense a mi lado. Las vacas rumiarán un rato y se irán. Las conozco bien. —¿Y dice usted que el espíritu de Brahma vive en esos bichos? —Así es, milady. Son sagradas. Pero no les culpe a ellas. Ellas no escogieron ser holly animals. Fue Brahma quien las escogió a ellas. —No me diga... —Fue hace mucho, muchísimo tiempo. Brahma se presentó en la forma de un viejo peregrino a un joven, intocable como yo, que vivía del pastoreo y del cultivo de la tierra. Fue un día en que el joven se hallaba sentado sobre una roca vigilando su ganado, en un valle situado al pie de una elevada colina en la que habitaban, en un monasterio, un grupo de brahmanes. El joven sabía, pues les había visto recogerlo en los altos bosques de unos montes próximos, que ellos consumían el Soma, que brotaba de la tierra tras la tormenta, cuando el relámpago la fertilizaba. Y había oído cosas maravillosas de aquel Soma. Sabía que ellos, por su mediación, hablaban con su Señor. Pero también sabía que sólo ellos, las castas superiores, podían tocarlo y utilizarlo. Se lo habían enseñado desde muy pequeño: "Eso que crece en el bosque, el Soma de los Brahmanes, es tabú para nosotros. Tan solo con rozarlo, moriremos." El joven se preguntaba por qué ellos, los intocables, no podían hablar con su Dios como lo hacían los monjes. ¿Eran demasiado humildes para Brahma? —¿Y Brahma se le apareció como un peregrino, dice usted? —En realidad, milord, el Dios se hizo transportar por el peregrino, en su alforja. Cuando el joven pastor estaba en lo más profundo de sus meditaciones sintió una voz. "¡Salud, joven! El señor ha querido darte una respuesta.". El muchacho se puso en pie y vio a un anciano de largos cabellos y larga barba blanca, vestido con una sencilla túnica y unas sandalias, que apoyado en un cayado de madera introdujo la mano en su alforja y le entregó algo parecido a un panecillo pasado, enmohecido, cubierto por una floridura de color blanco azulado. "Dale de comer esto a esa vaca que pace allí". El joven tomó el panecillo y se quedó mirando al anciano peregrino. "¿Por qué he de dárselo?" "Brahma viene hacia ti desde este alimento. La vaca será el camino. A través de ella el Dios se te manifestará. Larga vida par ti, joven pastor." El joven quedó mirando incrédulo como el anciano se alejaba valle abajo. Sopesó en sus manos aquel mohoso chusco y a punto estuvo de tirarlo. Sin embargo, pensó, a la vaca seguramente le gustaría. Y se acercó al animal. —¿Se lo comió la vaca? —Como era de esperar la vaca lo masticó y lo tragó en un santiamén. Y nada pasó. —¿Nada? —No de momento. El joven pensó que aquel peregrino le había tomado el pelo, y resignado se encogió de hombros y se acostó en la hierba próxima para descansar aquella noche. Y al amanecer, guiando a las vacas, que habían dejado un buen trozo del verde prado cubierto con sus tifas, se dirigió hacia su cabaña, situada en el otro extremo del valle. —¿Y cuándo aparece Brahma en esta historia? —Paciencia, milady. Un par de semanas más tarde el joven regresó a aquellos prados de la parte alta del valle y se acerco al linde de un bosquecillo para reposar y comer su frugal almuerzo. A pocos metros vio el lugar donde días antes habían ramoneado los animales, cubierto de tifas medio secas, y algo llamó su atención. Aquí y allá, en medio de las tifas, parecían crecer unas extrañas plantas. Se acercó al lugar y vio que eran como unos dedos cubiertos con un capuchón de color anaranjado. Tocó uno. Su consistencia era tierna y su superficie suave. Lo arrancó y lo acercó a su nariz. Inspiró profundamente su agradable aroma. “Esta planta es Pũtika, es sagrada.”, pensó. Recolectó un puñado de aquellos dedos y los tomo en su cena. Y al poco, aquella noche, Brahma apareció ante él, sobrecogedor y majestuoso, pero bondadoso y apacible al mismo tiempo. Y le habló y le bendijo. Pronto se corrió la voz: el espíritu de Brahma habitaba en aquellas plantas que crecían en las tifas de las vacas. Lógicamente, de eso a considerarlas como holly animals solo había un paso. Y el paso se dio y el mito persistió. Simplemente porque unos humildes honguillos del estiércol permitieron a los más humildes comunicar con la divinidad. Vaya. Veo que las vacas se levantan ya, my friends. El paso está libre. Podéis seguir vuestro camino, jóvenes viajeros. —Gracias, buen hombre. Por su compañía y por esa historia tan bonita que nos ha contado. Si por casualidad necesitase algo de nosotros estamos en ese hotel, al fondo del callejón. Vamos pasar todavía dos o tres días en Varanasi. —Gracias a vosotros. Si necesitáis algo de mi me encontraréis todas las tardes, aquí en esta plazuela.
Tomaron de nuevo sus mochilas y se alejaron en dirección al hotel por el estrecho callejón, comentando que cada experiencia de su viaje superaba con creces las expectativas con que lo habían iniciado. Al llegar a la puerta del hotel se volvieron. A un centenar de metros, al fondo del callejón, en la plazuela, el humilde intocable les saludó alzando su nudoso bastón con una mano. Llevó los dedos de la otra mano a la frente y, proyectándola hacia delante, pareció enviarles su bendición. |
EN APENAS TRES SEGUNDOS Miró a su alrededor. El móvil seguía sonando. No era suyo, en ese momento no era de nadie, sólo de los arbustos que lo escondían bajo sus ramas.
Y Gerardo respondió que Gerardo. -Estupendo, Fernando. Le vamos a hacer unas preguntas y usted nos responde diciendo: Muy satisfecho, satisfecho, poco satisfecho o muy insatisfecho, ¿vale Fernando? No tuvo tiempo de responder. La mujer siguió con su guión. -¿Cuál es su grado de satisfacción con su vida? Gerardo separó bruscamente el móvil de su oreja, como si le hubiese mordido su apéndice. Su mente pareció quedarse en blanco durante unos segundos. Al otro lado de la línea, la mujer llamaba a Fernando sin parar, hasta que Gerardo se acercó de nuevo el teléfono y respondió. -Señorita… Ante todo… agradecerle su interés hacia mí. Me siento… profundamente insatisfecho… de mi pasado. Pero… muy satisfecho de mi presente. Lo que me echó a la calle es lo que me atormenta cada día… ¿entiende? Es un golpe continuo en la cabeza. Porqué, porqué, porqué… Pero el presente no tiene la culpa de nada. Si lo que quiere saber es cómo me siento… le diré que aunque apeste y pase hambre… soy feliz, porque no hago mal a nadie y nadie a mí. Pero si al final de mi vida me pregunta cómo estoy de satisfecho con mi vida… le diré que muy insatisfecho… Porque en el pasado sí hice daño, sí hice llorar a mucha gente. Y todo por querer coger un cigarro, señorita. Todo por ese estúpido gesto. Gerardo se quedó en silencio, quizás esperando otra pregunta, quizás meditando su respuesta. La teleoperadora había colgado en mitad de su reflexión. Y como ya no escuchaba a la mujer, Gerardo volvió a dejar el móvil donde lo encontró, al recaudo de las ramas de aquel arbusto, hasta que la lluvia de la inminente tormenta lo inutilizara para siempre. |
Demencia espacial Los 428 caballos del Ford Gran Torino del 72 resoplan al detenerse. Jacob también lo hace, mientras echa un vistazo al descuidado césped, camino de la puerta de la casa. Llama al timbre. Ya le estaban esperando. Abren. —Disculpe, jovencita, creo que me he confundido... Busco a la señora Dellinger ¿Podría indicarme..? —Es tarde, ¿no deberían haber vuelto ya? —el mechero de Jack había regresado para darle más aire. —¿Un cigarrillo? —Paul no contesta, parece estar observando el Ford—. Es un Gran Torino original de 1972. Una pieza prácticamente de coleccionista. Pura potencia. Me costó una fortuna, claro está. Pero ¿para qué queremos el dinero?, ¿eh Paul? —Paul permanece impasible. Jack intenta construir un discurso que haga regresar a su amigo, apelando a Pauly, reivindicando a Portia… Pero sabe que no hay nada que pueda decirle y se limita a acompañar su silencio con el humo del cigarro. Jacob entiende a Paul. Da igual medio minuto que diez horas. El Universo sólo repite, una y otra vez, la misma verdad de forma incontestable. Es una pesada carga, por eso hay que dejarla allí arriba. Todos lo saben. Pero Paul estuvo escuchando demasiado tiempo, tanto que no supo deshacerse de ella al regresar. La gravedad hizo el resto.
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Una lección de humildad Así, el Mesías se presentó ante el Padre a su regreso a la ciudad santa y éste le dijo: - Es hora, hijo mío, de venir a ocupar tu sitio a mi derecha, porque así está escrito. Mas no temas, pues tu sufrimiento habrá de servir para abrir los ojos de los hombres que habrán de reconocer al Creador Único y retornar al sendero perdido. - Así, Padre, ¿ha llegado la hora? - Sí, hijo mío. Reúne a tus acólitos y transmíteles mis deseos: que habrás de ser prendido y llevado ante la justicia donde se te condenará a muerte; que, al tercer día, resucitarás y ascenderás a mi lado; y que habrán de difundir tu palabra como si de mis labios hubiera surgido, porque así es como yo lo he dispuesto. El Mesías pareció dudar, sumido en profundas reflexiones. - ¿Qué atormenta tu alma, hijo? –le preguntó el Creador. - Padre, ¿es realmente necesario todo este sufrimiento? - ¿Dudas acaso de mi palabra, hijo? Así está dispuesto y así habrá de cumplirse porque es mi deseo. - Pero… Padre, yo he vivido junto a los hombres, he conocido sus corazones y sé que son seres alejados de la esencia divina que los creó, temerosos de las sombras y sumisos como mansas ovejas ante el poder y la fuerza. Si soy Rey de Reyes, si soy hijo tuyo, ¿no sería mejor mostrarme a ellos tal cual? ¿Doblegar a los falsos profetas y a los reyes de los hombres y enseñarles quién es su amo y señor? ¿Gobernarlos con mano de hierro y llevarlos por el camino correcto, a tu lado? ¿Por qué hemos de actuar en la sombra y mostrarnos entre velos? ¿Por qué ha de sufrir tu Hijo los castigos carnales de sus siervos si una palabra tuya a través de mis labios podría hacerles caer de rodillas temblando y suplicando? - No son esos mis designios, hijo. No te hice llegar a este mundo para erigirte monarca ni para instaurar tu reino. Estás aquí para cumplir mi Voluntad y, al final, volver a mí, para ser Uno de nuevo. - ¡Pero, Padre! ¡Yo soy el Mesías, el hacedor de Milagros! ¡Ellos me escuchan, me siguen! Si aceptases mostrarte en todo tu esplendor y gloria a través de mí no sería necesario vivir tal calvario y los hombres retomarían la Fe tal y como debe ser. - Tu misión no es coronarte rey del mundo, hijo de Nazareth, sino obedecerme. - ¡No estoy dispuesto a sacrificarme por esos seres inferiores sumidos en el caos de las dudas y los remordimientos, que idolatran cualquier vana promesa de algo mejor que lo que les aporta sus miserables e insignificantes existencias! ¡No voy a someterme a su burda justicia que no es más que una interpretación errónea de tu Palabra! ¡No voy a sufrir tal tormento por un puñado de ovejas que no saben reconocer al vástago de su creador así lo tengan ante sus ojos! Padre, tu pueblo no es más que un hatajo de cobardes sin escrúpulos ni moral que… - ¡Basta! ¡Tu soberbia me asombra y me entristece! ¿Es que no has aprendido nada de los hombres? ¿Es esto lo que te llevas de una vida terrenal? No eres, pues, mejor que aquellos a los que pretendes someter. Acatarás mi palabra porque así lo mando. El hijo del Padre agachó la cabeza ante la ira divina pero su semblante no varió un ápice, mostrando la misma terca determinación. - No puedo engañarte, Padre, pues mi corazón es como un libro abierto para ti. Mas no seguiré tus designios mientras pueda evitarlo: no me dejaré prender. - ¡Necio! ¡No está en tu mano decidir tal cosa! ¡Obedecerás mis órdenes porque soy tu Padre y Creador! El Mesías alzó la mirada orgullosa y negó con la cabeza, resuelto. - Es hora, Padre, de seguir mi camino. Soy Rey de Reyes y como tal he de comportarme. Y, diciendo esto, se marchó. Quedose el Padre perplejo y furioso ante la rebeldía de su vástago y volviendo su divino ojo hacia otro lugar, encontró a aquel al que buscaba. - Apóstol, habrás de traicionar a mi Hijo, pues sólo así se cumplirá mi voluntad. - Padre… ¿traicionar a tu hijo? No puedo… - ¡Calla! Sé de tus tratos con los sacerdotes, no oses pensar siquiera que algo escapa a mi escrutinio. Pero no habrás de esperar más. Será mañana, después de la cena en la que él os reunirá. - Sí, Señor. Pero… ¿qué recibiré yo a cambio? - ¿No te pagan los ancianos treinta monedas de oro? ¿No es eso suficiente para tu avaricioso corazón? - Sí, Padre, pero… lo que me pides me hará caer en desgracia ante los míos, seré repudiado y habré de vivir apartado de los demás. ¿Son suficientes treinta monedas para pagar una vida de exilio? - ¿Qué quieres? –preguntó, con ira contenida. - Quiero la vida eterna –murmuró el apóstol. El Creador pareció pensar unos segundos, tras los cuales, con un tono seco y no exento de desdén, proclamó: - Así sea. Tras la muerte de mi Hijo te presentarás a mí en la colina más alta del campo que comprarás con el pago de tu inquina (sí, también sé esto, Iscariote) y con la soga me entregarás tu vida y yo te resucitaré, como haré con mi propio hijo, y podrás vivir la vida eterna que tanto ansías. Nació la incertidumbre y el miedo en el corazón del traidor. - Pero, Padre… ¿deberé entregarte mi vida? ¿No… no hay otro modo? - ¿Quieres o no la vida eterna, apóstol? ¿Dudas acaso de mi voluntad? - No… - Entonces, así lo harás porque yo lo mando. Y así se cumplió la voluntad del Creador y, al día siguiente, su hijo fue apresado para ser juzgado y sacrificado, y ascendió a los cielos, a Su derecha, y Judas recibió lo convenido: treinta monedas de oro y la vida eterna. |