---------------------------- 2º en el XXI Certamen ---------------------------- FLORA DUERME EN EL BOSQUE El verano en que cumplí trece años, mi madre y yo vivíamos en un pueblo muy pequeño, en el que nunca parecía pasar nada. Quizá por eso suscitó tanto interés la noticia de que el hombre que había alquilado la vieja casona era Detective. ¡Un auténtico Detective, como los de las películas! ¿Estaría investigando algo? ¿Un crimen del que aún no teníamos noticia? La llegada de Ricardo Barea atrajo la atención de todos, incluso la mía, que por aquella época me había enamorado por primera vez, y hubiera debido estar más pendiente del chico de mis sueños, Alberto, el hijo del alcalde. Pero, si de verdad Barea era Detective, cosa de la que pronto empezó a dudarse seriamente, no daba la talla ni de lejos. Los Detectives siempre estaban rodeados de un aura de misterio, de glamour, como afirmaba mi amiga Flora. Usaban sombrero y gabardina, y siempre tenían cerca una chica, vieja como de más de veinte años, cierto, pero tremendamente guapa, y de largas piernas, y todo eso. Ricardo Barea no llevaba sombrero, ni gabardina, y había llegado solo. No parecía estar investigando nada, porque salía poco de la casa, situada ya en las afueras, y únicamente iba al centro del pueblo cuando tenía que hacer alguna compra. Yo solía cruzarme con él en el bosque, y en cierta ocasión le vi en las ruinas de la ermita, hablando con mi madre. Era un hombre extraño o, mejor dicho, había algo extraño en su mirada. El golpe de gracia para su popularidad lo dio la noticia de que en nuestro país los Detectives no tenían realmente permiso para investigar crímenes. No se les dejaba buscar al asesino, ni estudiar las pruebas, como en las películas. – Son pobres diablos, gentuza. Sólo se dedican a temas de Aseguradoras – explicó don Evaristo, el alcalde, en el bar. Nos miró de reojo a Flora y a mí, que merendábamos en nuestra mesa del fondo, y añadió, con tono más bajo: – Y, bueno… asuntos personales, ya me entienden… – Asuntos de cuernos – me susurró Flora, y ambas reímos – Ni caso, Blanca. Digan lo que digan, Barea es el más interesante de los adultos del pueblo. Incluso podría decirse que sigue siendo guapo. La maestra está loca por él – abrió la boca para añadir algo, pero volvió a cerrarla. No fue necesario, supe lo que estaba pensando. También mi madre estaba loca por él. Y yo quería odiarle. ¡Tenía tantas cosas en mi cabeza aquella medianoche de finales de agosto, cuando me escapé sigilosamente de casa, porque Flora me había citado en el bosque...! Nunca quedábamos tan tarde, y menos fuera del pueblo, pero insistió tanto que accedí. Flora llevaba algún tiempo actuando de un modo misterioso, desapareciendo durante horas o manteniéndose extrañamente taciturna. Yo sospechaba que también se había enamorado de alguien, incluso pasó por mi mente el nombre de Barea. Esperaba que, esa noche, decidiese revelarme su secreto. Pero, al llegar al sitio, me topé con su cadáver. Lo primero que vi fue la luz, claro. Su resplandor amarillento me fue guiando en la distancia. Pensaba que era la linterna de Flora… pero cuando llegué al río la descubrí allí, tumbada en la hierba, cerca de la orilla. Al principio, creí que se había quedado dormida, algo que no me hubiera sorprendido, a semejantes horas; sólo tras un segundo vistazo descubrí que tenía la cabeza apoyada sobre una piedra, como si se hubiese desnucado por una mala caída. Su vestido blanco parecía refulgir con la luz de la linterna que alguien sostenía a baja altura. Dirigí la mía hacia allí, instintivamente, y reconocí al señor Barea. Estaba acuclillado junto al cuerpo, estudiándolo con atención, pero alzó de inmediato la cabeza. – No mires, Blanca – me ordenó. Se puso en pie – ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas? – no contesté, no tenía voz, ni conseguía centrar la mente en nada. Debió darse cuenta de cómo me sentía, porque se apiadó de mí – Tranquila. He llamado a la policía, no tardarán en llegar. Tendrás que esperar aquí conmigo – asentí, y bajé la pequeña cuesta, tratando de no mirar más a Flora. Sus ojos de cristal me daban miedo – Ten cuidado, no pises ahí – señaló el suelo, en el barro tierno cercano al río, con el haz de la linterna – Hay una huella – miré hacia allí, y no pude evitar un sobresalto – ¿Ocurre algo? – No… – susurré, los ojos fijos en la huella, bien marcada, del pie derecho de unas deportivas. Conocía aquel dibujo, y aquella talla de zapato. Flora y yo las habíamos encontrado muchas veces por el bosque. Eran las deportivas de Alberto. – ¿La has reconocido? Sí, claro que sí. Y yo también – el señor Barea agitó la cabeza – Lo siento mucho, niña. Sé que estás… interesada en él. Te he visto, sé cómo le miras... ¿Por eso estás aquí? – esperó un segundo. Como no dije nada, continuó: – Supongo que sí. No creo que tu madre sepa que has salido a estas horas. Te has escapado, habías quedado con él... – ¡No! – me ruboricé – ¡Yo… nunca hubiera hecho eso! ¡Había quedado con Flora! ¡Me dijo que quería mostrarme algo! – Con Flora. Vale – chasqueó los dientes – Entonces, puedo hacerme una idea de lo ocurrido. – ¿Qué? ¿Qué ha pasado? – Flora y tu amigo mantenían una relación... – abrí desmesuradamente los ojos y agité la cabeza, incapaz de creerlo – Lo sé con toda certeza, créeme, les vi la otra noche… – se interrumpió, buscando una forma mejor de decirlo – pasando el rato. Pensé en llamar a la policía, porque Alberto tiene veinte años, pero Flora era una menor. No lo hice. Ahora lo lamento. – No es posible… No es cierto, se ha confundido. Me miró con pena. – Puedo equivocarme, claro. Pero, el escenario de un crimen siempre habla por sí mismo y, si sabemos escuchar, podemos reconstruir lo sucedido aquí, esta noche. Resulta bastante lógico suponer que Flora quedó contigo, pero también con Alberto, para organizar una escena y dejarte claro cómo estaban las cosas – dio un par de pasos a un lado, moviendo la linterna, dirigiendo la luz a distintos puntos, a medida que hablaba – Se encontraron aquí, y, en algún momento, empezaron a discutir. Hay rastros de un forcejeo. Quizá él quería dejarlo y Flora le amenazó, y te puedo asegurar que podía ponerle las cosas muy difíciles, de decidir denunciarlo. Él cogió una piedra, esa… No está tan firmemente incrustada en el suelo como las otras. Creo que la cogió, golpeó, y luego la volvió a dejar, colocando encima la cabeza del cadáver, intentando de forma poco hábil simular un accidente. – Pudo serlo… – No. Al margen de lo demás, mira las manos de Flora – las enfocó con la linterna – Las uñas tienen restos de piel y sangre, y hay algunos cabellos en la derecha... Pruebas que indican una lucha y que me temo que señalarán directamente a Alberto – empecé a llorar, no pude evitarlo. El señor Barea me cogió por un brazo y me condujo hasta un gran tronco caído, donde me senté. Él se acomodó a mi lado, me dio su pañuelo, y dejó que me desahogase. Creo que hubo un momento en que acercó una mano para acariciarme el pelo y consolarme, pero se contuvo – Blanca, hay algo que me intriga – preguntó, al cabo de un rato, cuando estuve más calmada – Has llegado y me has visto aquí, con el cuerpo, pero no has tenido miedo de mí. En ningún momento has pensado que yo pudiera ser el asesino. ¿Puedo preguntar por qué? Consideré si debía responder a eso. – Porque sé que es usted mi padre – reconocí, finalmente. El señor Barea parpadeó. – ¿Cómo lo has descubierto? ¿Te lo ha dicho tu madre? – No. Ella jamás le menciona. Yo… les he visto, hablando. Y lo supe, la primera vez que me miró. Lo vi en sus ojos, brillaban, estaban llenos de emoción – él no dijo nada, pero sus ojos volvían a brillar – ¿Por qué nos abandonó? – ¿No has oído los rumores? No soy tan buen Detective... Tardé mucho en encontraros – añadió, con sarcasmo dirigido a sí mismo, y luego bufó – El asunto es más complicado de lo que parece, y creo que debe ser tu madre la que te lo explique. Asentí. Demasiadas noticias, demasiadas sorpresas. Y, esa noche, mi pequeño mundo de adolescente ya se había tambaleado hasta los cimientos. Apoyé la cabeza en su hombro y guardamos silencio, velando el sueño de Flora. |
LO MÍO CON ALPAVIESE (3er puesto en el X Certamen "Identidades")
(…) mientras yo lloraba abrazado a mi novia, buscaba apoyo para la causa… buscaba llevar la situación al límite y que me dijera basta: "¡Quieres dejar de comportarte como un maniaco! Deberías buscarte la vida, y salvarte tú, joder. Ponte en manos de un profesional, y deja esas chorradas sobre el Quijote; el mundo no necesita más locos escupiendo sandeces y babas. Colgado de mierda… no lo flipes con la eidésis esa de mierda. No hay trasvase de dolor, tú les escuchas durante horas y quedas hecho una porquería, joder, tío." Pero a lo más que llegaba, era a decirme que no me comprendía en absoluto, que era su bicho, su amante, su niño… que nadie hacía que se corriera como yo lo hacía.
Vivíamos fuera de todo tiempo- aunque mi novia prefería fechar con números en las páginas del taller literario de poesía y cuentos, al que acudíamos en la nave de La Fábrica- me miraba extrañada cuando anotaba una ubicación imaginaría ,y una fecha inventada. Vivíamos rodeados de locura, aunque censuraba con gesto duro mis historias sobre Alpaviese. Después de aquella conversación sobre el ascensor sin ascensorista, de la reja negra recién pintada, y lo de mí hogar dentro de mí, me recomendó - como ella lo llamó un retiro humanista- unos días de descanso de los amigos, la cafeína y las noches de humo. Llevo dos días sin café, literatura, locura, o porros. Me levanto temprano, y le hago la compra a la vieja, mi higiene personal es impecable y no llevo a cabo ningún ritual sexual sustitutivo por que no la vea… comienzo a aburrirme. Tercer día, (hacía meses que no me quedaba en blanco frente a la máquina) menudo coñazo… tengo los nervios a flor de piel. He recuperado algo de cordura, de intranquilidad por mis peculiaridades socio-económicas, estoy pensando en volver a buscar un trabajo a parte de la reforma. Algo fácil de sobrellevar, uno de esos de cuarenta horas semanales mirando la puerta de un local al que nadie entra; así tendría tiempo para leer con calma, y tomar café.
Pero volvamos. Volvamos al relato; sigo llorando abrazado a mi novia. Ella no sabe porque lloro- yo mismo dudo de que sea por el dolor de M., aunque me haya contado una historia horrible-, lo que más me jode es que esté sola, y que ni siquiera yo pueda acompañarla- intuyo que no soy el Quijote, que me estoy enganchando a esta mierda, y que voy a terminar con el macuto a cuestas buscando gente que necesite ser escuchada… pienso en que el doctor Sam Beckett nunca regresó a casa, y se lo digo: " el doctor Sam Beckett nunca regresó a casa " y fluyo por ese camino equivocado. Llanto, y risa. Cafeína, llanto y risa… lloro, como hace años que no me permitía delante de nadie. Y más risas. El gas a presión - contenido en mi cráneo- hace sonar todas las alarmas. ERGN!! La válvula de emergencia se abre, y subo, y bajo del cielo hasta aquí abajo por periodos de dos segundos: " hacen falta más Quijotes en el mundo"… le digo, "hacen falta más…", "hacen falta" repito. Ella me abraza, y no sabe que decir… ella me ama, nada más.
Salgo de la habitación con los ojos rojos. He dejado a Ana a solas aclarándose las ideas, supongo que trata de asumir que estoy mal de la cabeza, se estará liando un peta para pensar con mayor claridad. En el salón, M. está sentada en el suelo. Escribe algo en la mesita del café, parece una niña de siete años. Se relame como una niña pequeña, se muerde los labios para concentrarse como lo haría una niña pequeña, resopla por el esfuerzo e inclina la cabeza hacia uno, y otro lado. Me acerco, y me ofrece el papel. Es un poema, muy malo, malo de cojones, y un dibujo; me ha dibujado como si fuera el quijote, con una cacerola en la cabeza, y una cuchara de palo en lugar de espada o lanza. El poema habla de nuestro encuentro, de lo que compartimos durante esas noches de humo. "Vaya", pienso, "que cojones les pasará a los locos en esta casa…" Tengo clara una cosa, debo huir, tomar un descanso… no quiero terminar como el dominico haciendo hechizos, y con ataques de nervios incontrolables. Aunque claro- luego sonrío-. Tal vez sea demasiado tarde.
M. salta del suelo, y me trepa como si fuese un árbol. Dice que es un koala, y yo su arbolito; está como una puta cabra. Yo estoy como una puta cabra. Dominico está como una puta cabra, todo el que cruza el umbral de esta casa, tarde o temprano acaba como una puta cabra. Va ser una noche muy larga, una de esas noches. Así que me dirijo con mi amiga de veinte y pico colgada del cuerpo, y que no para de gritar que es un koala, a la cocina. Preparo algo de café, a ver si Ana se acaba de liar el peta, y tenemos un poco de actividad, humo, y conversación. Comenzaré con el retiro que me ha aconsejado Ana a partir del lunes, que coño. Curraré algo en la reforma de la casa de Javi, y el jueves vuelvo con mis amigos locos.
Un día te vuelven a dar las cinco de la mañana despierto. Y te tomas un café bien cargado para desayunar, de camino al curro te tumbas dos latas de bebidas energéticas porque vas a pasarte unas horitas tirando muros, y cargando sacos de escombros para que se los lleven a tomar por culo de una vez. Poco a poco la necesidad de sueño desaparece, y es sustituida por una forma especial de ver el asunto; no eres igual al resto. Sólo duermes tres horas cada dos días y estás especialmente contento, ya no caminas por la calle; caminas en medio de un paisaje fantástico que si se plasma tal cual resulta un magnifico poema. Una papelera es maravillosa, los edificios se extienden hasta el final del mundo conocido rodeados por una limpidez nunca vista. Te comunicas con todo ser vivo- árboles incluidos- sin tener que usar palabras, ni ninguna otra cadena cultural, porque ellos están allí y tú también. Todos estáis juntos mirándoos desde la punta de la nariz hasta la silueta de las hojas. Más cafeína, más bebidas energéticas, más sabiduría de aquella que acompañó a los primeros pobladores del mundo; y el viento te acaricia a ti, a nadie más, si no estuvieras ahí no habría soplado ninguna racha de viento, pues todo está conectado con todo, y todo está conectado contigo y tú a su vez estás conectado con todo. Tú eres el mundo, el mundo eres tú, o está dentro de tu cabeza, y dentro de tu cabeza es lo único que hay. Acabas de acceder a un conocimiento olvidado, un largo saber lo inunda… una sabiduría perdida. Todos esos tú, rodeándote, formando parte de ti, papeleras y basura en medio de la calle, que también eres tú, edificios de siluetas demasiado definidas, edificios que te invitan a caminar bajo ellos para que disfrutes de su sombra, coches que dejan hueco para que puedas pasar entre ellos, pájaros que te saludan y se sienten saludados si les haces el gesto de la mano, no tienes más importancia que el gato que huye tras una esquina, no eres más que cualquier ser y eres todos ellos al ser consciente de la sapiencia olvidada cuando los tiempos cambiaron para siempre. Llegas al trabajo, te cambias de ropa, y saludas a los compañeros. Te pones los guantes y coges la herramienta, picas la pared. Por primera vez el trabajo de albañil adquiere un sentido místico, es mágico. Como el camino y todo lo que te has cruzado mientras tanto. Los psiquiatras lo llaman manía, y joder, es la leche.
Cuando el fin de semana, vuelvo a casa del dominico, intento explicárselo todo a Ana. Pero ya es demasiado tarde, así que acabo llorando de impotencia, abrazándola |
DE AMANTES Primer puesto en el XX certamen Bubok (Don Juan Tenorio) Si alguien en la ciudad de Roma Ignora el arte de amar, lea mis páginas, y ame Instruido por mis versos… Publio Ovidio (El arte de amar) Cuando mis pies pisaron por primera vez el magnífico escenario del anfiteatro, mi preceptor Arelio Fusco, afirmó: -Roma, la puta que te hará llegar al clímax para después abandonarte hecho jirones a orillas del Tiber. No lo olvides nunca Ovidio: jamás ames a una ramera. Yo era joven, y por ende inexperto en cualquier cosa que no fuera seguir a pies juntillas a mi maestro; Sulmona quedaba lejos y había tanta belleza que abarcar que apenas si tenía tiempo de respirar. Habíamos huido de la intransigencia de mi padre, el cual deseaba hacer de mí un hombre de provecho, en contra de mi deseo de convertirme en poeta; con nuestras actuaciones a lo largo del camino conseguimos reunir lo suficiente para arrendar un cubiculum maloliente, en una de las muchas insulae que jalonaban el discurrir del Tiber a su paso por Roma. En aquellos días empecé a escribir; aprovechaba las horas nocturnas, cuando el bueno de Arelio Fusco salía para no regresar hasta altas horas de la madrugada, y esbozaba ideas que venían a mi mente, más bien de forma inconexa. Algunas veces un verso, otras un ripio, incluso alguna vez dejaba que mi imaginación divagara a su aire por los vastos páramos de la épica. Jamás pensé que un día mis escritos pudieran gozar del beneplacito del público. Menos aún de ella. A medida que los días y las semanas iban pasando, el ambiente pútrido en el que nos movíamos a diario iba infectando el alma de mi maestro. Que triste sinrazón la del querer y no poder; a menudo regresaba a casa con la mirada perdida en si mismo, con sus pergaminos debajo del brazo y el ánimo encorvado sobre su espalda. Él, que tanto empeño había puesto en emprender aquella aventura, flaqueaba en su voluntad y parecía querer dejarse ir a merced de la derrota. Pero hay que comer todos los días; ése fue el sino inmutable que me impulsó a cometer un acto del cual mucho después tendría que arrepentirme. Una noche, después que Arelio volviera a nuestro cubiculum, borracho y ahíto de desesperación, colé entre sus papeles una de mis poesías. No era gran cosa, una estúpida oda al amor, palabras que apenas engarzaban las unas con las otras. ¿Quién sabe si el designio de las musas no acabaría por sonreírnos? Fue así como la conocí; Livia, la mayor embaucadora que jamás conoció la Ciudad Eterna, la esposa del Divino Augusto. Recuerdo aquellos versos como si los hubiera escrito hoy mismo, en el ocaso decrépito de mis días. Si alguien en la ciudad de Roma Ignora el arte de amar, Lea mis páginas, y ame instruido por mis versos Continuaba de igual modo, en rimas de medida más o menos nítida. Hablaban de barcos cuyas velas hinchaba el viento del amor, de remos que herían las límpidas aguas de un mar sereno; un melifluo canto que acabó embriagando el alma de Livia. Aquella noche Arelio regresó con el ánimo renovado. Su semblante tétrico y mortecino había cambiado, se sentó en el suelo y junto al débil fuego del hogar escribió sin parar hasta quedar extenuado. Cuando se durmió repasé sus notas. El mismo estilo rígido y falto de armonía de siempre; suspiré y me dejé llevar de nuevo en alas de la emoción. -¿Qué valor tiene la palabra? –Declamó Arelio Fusco; parecía el mismísimo Cicerón. Se plantó en mitad del escenario con el cetro en la mano y la mirada perdida en la lumbre de los hachones que iluminaban la escena. -¿Qué esencia esconde la poesía, capaz de moldear el espíritu? –Aquella noche me había llevado con él. Estaba nervioso y se movía sin parar de un sitio a otro. -Mis papeles Ovidio, no olvides mis papeles. –Repetía una y otra vez. -Quizás esta noche cambié nuestro destino, mi buen Ovidio. La fama me espera a las puertas del anfiteatro. Saldré en triunfo de su mano y Roma entera me aclamará por fin. Yo sonreí para mis adentros y accedí a acompañarle; la función debía continuar. El pueblo se acomodaba en graderías de césped; como abejas que acudieran a libar el polen de las flores, hombres y mujeres de toda condición se amontonaban para deleitarse con aquellas palabras declamadas en la noche. Ella estaba allí, como una diosa –Venus riéndose desde su templo –que se deleitara de placer. Ya nos marchábamos cuando el pretoriano interrumpió a mi preceptor. Arelio levantó la cabeza; el pelo hirsuto y enmarañado le daba el aspecto de un fauno despistado. -¿Eres tú el poeta? –Preguntó sin apenas mover su cuadrada mandíbula. Mi preceptor asintió. -Acompáñame. Livia era una mujer elegante, o tal vez la elegancia hecha mujer. -Dime, poeta. ¿Sabes cuanto daño pueden hacer tus palabras? –Arelio enmudeció. De repente se sentía un ser pequeño, diminuto; sus ojos vivaces miraban alrededor buscando una salida. -¿El orador elocuente ha perdido el don de la palabra? ¿No parecías mudo hace unas horas? –Livia se aproximó como una serpiente, buscando enroscarse entre las piernas de su víctima inocente. -No se que quieres decir. Si no te ha gustado mi recital, puedo hacer los cambios que desees. Mira, aquí mismo tengo mis papeles. -No necesito leer tus papeles, llevo tus palabras grabadas a fuego en mi alma. “Si alguien en la ciudad de Roma…” –Livia deslizó sus dedos entre el vello revuelto que adornaba el pecho de Arelio. No era un hombre atractivo al sexo femenino, pero aquella noche de primavera romana, el triunfo parecía haberlo transformado en el mismísimo Apolo. -¿Quién es el muchacho que aguarda en el peristilo? –Quiso saber. -Se llama Ovidio, es mi pupilo. Es el hijo de un noble caballero de la ciudad de Sulmona. –Como bien había dicho Livia yo aguardaba a Arelio en el peristilo de la casa, jugando con unos peces de extraños colores que jugaban al escondite entre los nenúfares del impluvium. -Despídelo. Entrégale unas monedas; ya es un muchacho, no le costará hacerse un hombre con alguna mujer en el barrio de las meretrices. Un criado vino a buscarme; ni siquiera abrió la boca, dejó sobre la palma de mi mano unas monedas de oro, las más grandes que jamás había visto en mi vida, y se marchó tan sigilosamente como había venido. El cuerpo desnudo de Livia era como un laberinto. Con el lenguaje de los dedos trazó su mensaje en la espalda de Arelio, el cual se estremeció con una mezcla de temor y pasión desenfrenada. -Recita para mí, poeta. Embriágame con el dulce néctar de tus palabras. –Livia deslizó un murmullo de lujuria en los oídos de mi preceptor. El vino predispone el ánimo. Y las frecuentes libaciones disipan la maraña de la vergüenza con suma facilidad. -…la frescura de tú tez y las gracias de tú cuerpo ¿Habría de enumerar las virtudes que te ensalzan? Antes contaría las arenas del mar… -Arelio Fusco continuó, ebrio ante la desnudez de Livia, herido de pasión y frenado por la mano invisible de la cordura. La noche se fue deslizando con pereza; Roma, la puta desdeñosa, amaneció. Las aguas del Tiber resbalaban cenagosas y pútridas bajo los puentes. Los que hallaron el cuerpo Arelio Fusco dijeron que tenía una expresión idiota. Yo lloré a mi preceptor como el niño que era, pero más aún lloré por la desgracia que le habían supuesto mis palabras. Oculté el verso envenenado y seductor que le arrojó a lecho ajeno, lo escondí en la memoria y lo enterré bajo cientos de pergaminos que el tiempo fue acumulando sobre su recuerdo. Pobre Arelio Fusco que tan sólo quiso ser poeta, agradar a la puta de Roma con su lírica. Siempre he recordado sus palabras, incluso ahora que el mundo me reconoce como el gran Publio Ovidio. Nunca ames a una ramera, nunca ames a Roma. |
AK-47 Tercer puesto en el XXIII Certamen Bubok (Niños) La orilla del lago Kivu se alarga en una sucesión interminable de esquifes y pequeñas embarcaciones de pescadores. Como cada mañana, el pequeño Thomas Ngangi acude a la escuela del padre blanco. Es un barracón destartalado que hace las veces de aula y capilla. El padre Marius convierte el improvisado altar en una mesa de maestro; lo único que permanece inalterable es un pequeño crucifijo. -Dos por uno, dos… Dos por dos, cuatro… -El sacerdote está enseñando a los niños a multiplicar. Sonríe al distinguir un brillo de inteligencia en los profundos ojos de Thomas; le acaricia el pelo ensortijado mientras pasea entre los pupitres. -Padre nuestro, qué estás en el cielo… -Después toca rezar. Es lo que menos le gusta a Thomas, aún así recita la oración con parsimonia. Su francés es rudimentario, por lo que a veces se traba y duda antes de continuar con la cantinela. –El padre Marius pasa junto a él y le dedica un cariñoso coscorrón. Después de comer, Thomas y su amigo Olishe corren a la playa. La orilla del lago está sembrada de algas y conchas que crujen bajo sus pies desnudos. A lo lejos la montaña está ardiendo, una columna de humo negruzco se eleva por encima del manto verde que cubre las encrespadas laderas. Su padre le ha mandado untar de brea la quilla del esquife, para evitar que el agua se filtre a través de las grietas de la madera. Los niños, despreocupados, se afanan en la tarea. Al anochecer el sol inicia su lento declive en el horizonte, como si quisiera hundirse en las aguas quietas del lago. El humo de la montaña se ha disipado. Thomas y Olishe regresan a casa; por el camino pescan cangrejos con una vieja nasa que han encontrado tirada en la orilla. Olishe es un año mayor que Thomas y está enamorado de su hermana Lucy. Se despiden y cada uno tira por su lado. Cuando amanece en la selva los monos aúllan como locos. Es su forma de dar la bienvenida al sol. Pero en las montañas de Ruanda nunca sale el sol, siempre hay niebla. El grupo avanza silencioso y se despliega a lo largo del lindero del bosque. El lago se adivina a lo lejos como una vena plateada que se aleja hasta el infinito. La primera explosión revienta una de las chozas de la aldea; la partida de milicianos se derrama ladera abajo y rodea el pequeño pueblo de pescadores. El tableteo intermitente de las ametralladoras ahuyenta el chillido de los monos y tapona los oídos de Thomas; no puede oír nada, tan sólo un pitido que aumenta en intensidad cada vez que intenta moverse. El intenso olor a pólvora quemada se le pega a la garganta; todo se desarrolla a su alrededor como una película de cine mudo. Percibe los gritos de terror en los rostros que aparecen y desaparecen entre el humo. Busca a sus padres en vano. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Una eternidad en apenas treinta minutos. En el centro de la aldea se apilan los muertos; cadáveres destripados y mutilados por doquier. Thomas está tan vivo como desconcertado; intenta buscar una explicación en los inexpresivos ojos de su padre muerto, que le observan desde una pila de cabezas amontonadas junto al brocal del pozo. -¡Viene el Boss! ¡Viene el Boss! –Los milicianos se agitan nerviosos; poco después aparece un viejo jeep traqueteando por el camino de la montaña. El Boss es un hombre alto de ademanes ariscos; se baja del vehículo de un salto y se interna en la aldea, convertida en un infierno. Los milicianos le reciben con una salva de disparos; Thomas se estremece con el tiroteo, de repente vuelve a la realidad. Vuelve a oír, a sentir. El que llaman Boss se reúne con varios oficiales de la milicia. Hablan en voz alta, pero Thomas no consigue entender nada de lo que dicen. Tras unos minutos de charla, uno de los oficiales se dirige con paso firme al chamizo de la escuela. Aparece con el padre Marius; lo arrastra por el pelo y lo arroja a los pies del Boss. Está cubierto de sangre, pero al parecer no es suya. Un solo disparo es suficiente para silenciar sus súplicas. No pide por su vida; pide que se apiaden de los supervivientes, la mayoría niños…sus niños Pero no existe la piedad junto al lago Kivu. La matanza continúa; los milicianos se han llevado a las monjas que trabajaban con el padre Marius. Las han violado y mutilado delante de los niños, que observan la escena con ojos estupefactos. -¡Ahora sois soldados de la milicia del coronel Kigali! –El que les habla no les saca más de una cuarta de estatura. -¡Ya no tenéis familia! ¡La milicia es vuestra familia! –De vez en cuando mira hacia atrás; el Boss observa con una sonrisa de satisfacción. Thomas se detiene en el rostro del muchacho; es un niño como él. Una gran cicatriz le cruza la mejilla izquierda, deformando la sonrisa maliciosa que exhibe sin pudor. El grupo de niños se revuelve inquieto. Algunos, quizás los más débiles, se atreven a llorar. Es un quejido ahogado que se cuela entre las detonaciones que se suceden sin parar. El camión les conduce a través de tortuosos caminos hasta el campamento de la montaña. Empieza a hacer frío, la humedad cala los huesos. La primera noche transcurre de modo interminable. Los milicianos de más edad se encargan de instruir a los pequeños. Thomas recibe una paliza; está desnudo sobre la hierba mojada y es incapaz de abrir los ojos. Después les obligan a caminar por un camino estrecho y resbaladizo, hasta alcanzar un pequeño calvero en el bosque. Observa a sus compañeros; alienados por completo, se dejan llevar sin oponer resistencia. -¡Vamos, perros de la guerra! –El grupo se lanza como una jauría sobre la comida amontonada. Se comportan como animales hambrientos. Al caer la tarde los instructores reparten una especie de polvo blanco; lo queman sobre papel de plata y les obligan a inhalar el humo que desprende. Aquello vuelve loco a Thomas, pero ya no siente el dolor ni el frío. -Cocaína. –Dice uno de los instructores, al tiempo que aspira con aire de satisfacción. El día que Thomas vuelve al lago Kivu lleva un mes con los milicianos. Ya no recuerda nada de lo vivido anteriormente. Sólo existe la milicia, la muerte y el terror. Thomas contempla la escena con indiferencia. No oye, no siente; otra vez ése pitido ensordecedor que le taladra el cerebro. Tan sólo ve gente correr presa del pánico; de vez en cuando aprieta el gatillo de su fusil y deja que se escape una incoherente ráfaga de muerte. Uno sólo siente que ha quitado una vida cuando es capaz de reflejarse en la mirada apagada de un muerto. Thomas mira fijamente al sacerdote; es un hombre joven, le recuerda a alguien, pero es incapaz de discernir a quién. Está hablando, pero no entiende sus palabras. Lentamente acciona el disparador del arma; primero un disparo seco, después una ráfaga que desplaza varios metros al sacerdote. Thomas permanece impertérrito; hace un gesto e indica al pelotón que continúe avanzando a través del incendio que arrasa la aldea. Camina unos pasos, hasta que de repente una explosión se cruza en su camino. Hace calor. El muchacho despierta sobresaltado; con los ojos abiertos como platos deja resbalar su asustada mirada alrededor. Paredes blancas y sábanas blancas. Le rodea un confortable silencio, tan sólo roto por el zumbido del ventilador que refresca la habitación. Intenta mover las piernas. Siente que están allí, sin embargo sus miembros no responden a las órdenes del cerebro. Como puede se incorpora y mira hacia los pies de la cama; sus ojos tan sólo encuentran un vacío de blancura impoluta. Lucha por derramar lágrimas, pero ha olvidado llorar. De repente vuelve a sentirse un niño, un niño desvalido y mutilado que no tiene absolutamente a nadie el mundo. |
Bizarro, aquí se pegan los relatos corregidos por los autores. De aquí, de este post, se supone que es de donde van a sacar los relatos para el libro. EDITO: ¿los relatos del primer Certamen también hay que ponerlos aquí? (Hay que recordar que TODOS los relatos del primer certamen saldrán en el libro...)
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Sábado por la tarde (Tema: inauguración) (cuarto en el I Certamen)
Era sábado por la tarde cuando Marisa dio el pistoletazo de salida a la vida de su pequeño comercio: una librería en una esquina de la Calle del Libro. No obstante, en esta vía de la ciudad de residencia de Marisa no abundan estos negocios, y es por esto por lo que quizá Marisa decidió ubicar el suyo en esta zona, como para convertir a ésta en un algo literario, que es lo que probablemente pensase que debería ser por la denominación de la susodicha calle. Dejando el subconsciente a parte, el asunto es que Marisa se hallaba allí charlando con sus amigas y familiares, quienes fueron los asistentes, entre canapés y cava burbujeante en vasos de plástico, cuando de pronto una mujer de talla media y anchura gruesa, con una gran papada, entró por la puerta. Advirtieron la entrada de esta mujer los allí congregados por el sonido de la puerta al chocar contra un paragüero mal colocado, ella con sus ojos de pestañas maquilladas con rímel azul, grandes, con las cejas arqueadas para hacer saber a todos que se sabía observada y qué no era para tanto su entrada allí, pues no era conocida ni famosa ni nada, tan sólo había dado con la puerta un golpe al paragüero. En éste depositó su paraguas la mujer, todo mojado. Afuera la lluvia era leve pero constante; llevaba ya todo el día cayendo el líquido elemento desde las grises alturas. Ya todos vueltos de nuevo a sus charlas, a sus comidas y a sus vasos con burbujas, la mujer gruesa comenzó a mirar las obras escritas allí expuestas, las que estaban en una mesa grande en el centro del local con un tapete de terciopelo rojo. Las tocaba de una en una a medida que iba leyendo sus títulos y sus autores, deslizando sus dedos por sus tapas, pero sin cogerlas; parecía que buscaba una en concreto. -¡Anda mira! ¡Si este es mi libro! –exclamó alterada y contenta. Marisa, que no le había quitado ojo al ser su primera clienta no conocida, se sorprendió de tal noticia: parecía que esa mujer gruesa, de papada grande, era escritora, y había encontrado allí un libro de creación suya. -¿Lo ha escrito usted? –preguntó. -Sí,… qué ilusión… -parecía más calmada, los párpados caídos, leyendo el texto de la contraportada. Todos volvieron a observarla, como había sucedido hacía unos instantes cuando había hecho acto de presencia de manera tan escandalosa. Pensó de nuevo que no era para tanto, que ella no era conocida ni famosa ni nada, para enseguida notar que esto mismo ya lo habían notado todos ellos, y por eso se sorprendían, que una persona que parecía una cualquiera fuera la autora del libro que sostenía en sus manos. -Lo he escrito yo –dijo. |
1º Concurso Extra 1º ILUSIONANTE DEBUT
Casi antes de que el desvencijado despertador hiciese sonar su estridente pero resolutivo grito de aviso, ya la nerviosa mano de Sara había apretado el botón de “parar” y sus bien contorneadas y largas piernas, salieron a toda velocidad de debajo de las sábanas. De pie en su habitación, comprobó que toda su ropa se encontraba perfectamente colocada en la silla; se puso una bata y cogiendo la llave de la habitación, salió en dirección al baño común de la pensión donde se alojaba desde hacía tres días. Después del contundente lavado de dientes, empezó la operación de “decoración”. Limpieza de cara, crema de resaltes, color de mejillas, cejas, pestañas, labios… En realidad, después de casi media hora de detallado trabajo y continuada contemplación, la mujer que, sonriente, se admiraba en el espejo, en nada tenía que ver con la que acababa de levantarse. ¡Milagros de unas manos expertas que otros agradecerían con sus miradas! Terminado el extenuante trabajo del baño, limpieza interior incluida, salió de él y se encontró de frente ante los irritados y somnolientos ojos de un extraño que, indiferente al trabajo que ella se había esforzado en realizar, la miró indignado y sin pronunciar palabra, se metió dentro y cerró la puerta tras sí con un fuerte golpe. Sara se quedó estupefacta junto a la puerta, sin comprender la indignación y desinterés demostrados por aquel desconocido. Encogiéndose de hombros, caminó hasta su habitación. Se acercó a la ventana, retiró los gastados y casi transparentes visillos que resguardaban su intimidad de los ojos de cualquier vouyeroso observador y miró al exterior. No pudo evitar una mueca de desagrado al comprobar como la cortina de agua que tras los cristales caía, hacía del exterior una verdadera piscina. Aquello no lo había previsto y de inmediato, se acercó al apolillado armario que, en sus buenos tiempos, debió ser un mueble muy apreciado por sus dueños. La puerta, ajena al ajetreo de la habitación, gritó sobresaltada por el brusco despertar al que Sara la obligaba y abriéndose, dejó ver lo que tan celosamente guardaba. Sara comprobó que su gabardina se encontraba en el lugar adecuado y comenzó rápidamente a cambiar de atuendo. Ropa interior, medias, falda, que para ajustarla al “exacto” lugar que debía ocupar en su perfecto cuerpo, necesitó la ayuda concienzuda del espejo, ubicado en el trasdós de la quejosa puerta del armario; camisa, pañuelo corbata y chaqueta. ¡No! Y mil veces ¡no!. Aquel rebelde pañuelo ni ocupaba el lugar que Sara requería, ni tomaba la forma adecuada. A la cuarta intentona, la impaciencia comenzó a hacer su trabajo de zapa y la zapatilla que calzaba su pie izquierdo salió despedida, golpeando con fuerza contra la pared. Definitivamente se lo quitó, lo extendió sobre la cama, aun sin hacer, lo dobló de otra forma y… comienzo de nuevo. Al poco, y frente al espejo, una sonrisa apareció en su rostro; posiblemente también en el transparente rostro del espejo que ya, por sus esquinas, comenzaba a opaquear, aburrido de tanto iluminar la escena. Sara, despreocupada de las emociones que su ayudante de cámara pudiera sentir, se calzó los zapatos y comenzó a doblar sábanas, almohada y colcha, para dejar la habitación en perfecto estado. Finalmente, se acercó de nuevo al armario y tomando su gabardina se la puso. Una última mirada al ya triste espejo, que con tanto esmero se había dedicado aquella mañana a devolver a su dueña una imagen mejor que la que recibía; algo que desde pequeño le habían inculcado sus amados padres. Buscó la llave de la habitación, cogió el paraguas, metió en el bolso el móvil, una bolsa de clinex y unos caramelos de menta y dirigiéndose a la puerta, salió y cerró con llave. Ascensor y a la piscina. Rápidamente hasta la boca del metro. No era una hora punta, no, eran cinco minutos después de esa maldita hora; ese momento en el que todos los que trabajan acostumbran a usar para recuperar el tiempo perdido entre las pegadizas sábanas o los sentimentales espejos de armarios. Quiso entrar en el vagón del metro, pero no lo consiguió, la metieron; a tal velocidad y de tal forma que, los llorosos ojos de Sara no quisieron mirar donde quedaba ubicado su “delicado” pañuelo de cuello. Pero, ¡ay, Dios mío, si solo hubiese sido su pañuelo! No quiso pensar en nada más y al llegar a su estación, forzó su salida del vagón, consiguiendo su intento casi en el mismo momento en el que las estrictas puertas se cerraban. Ya en el andén, intentó arreglar lo imposible, pero los milagros, aquella mañana, se había acabado al salir del baño de la pensión y llorosa y desilusionada, se dirigió a su trabajo. Al entrar en el auditorio, dejó en recepción gabardina, bolso y paraguas y, a la mayor velocidad que pudo, fue hasta donde ya se encontraba su jefa esperándola junto a otras tres azafatas de congresos. Rápidamente les recordó lo hablado el día anterior y dándoles un paquete de directorios, las fue colocando en sus sitios. Una en la puerta principal, otra a la entrada al salón, la siguiente en el pasillo entre salón y despachos y, finalmente a Sara, junto a la entrada a los aseos. Quizás estuviese pagando con el sitio designado su tardía llegada. Aquel primer día de trabajo, la pobre Sara, recién terminada su carrera de Ciencias Políticas y Económicas, su master en idiomas, inglés y alemán, su doctorado en Política exterior que, al pobre de su padre, le había costado todas las horas extras del mundo, lo pasó llorando sin lágrimas y viendo como un enorme grupo de hombres y mujeres, expertos o interesados en la agricultura extensiva, pasaban por su lado sin tan siquiera pedirle un solo directorio. Pero aun le quedaba toda una vida por delante, ¡¡¡enormemente larga vida por delante…!!!
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2º en el XXI Certamen
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FLORA DUERME EN EL BOSQUE
El verano en que cumplí trece años, mi madre y yo vivíamos en un pueblo muy pequeño, en el que nunca parecía pasar nada. Quizá por eso suscitó tanto interés la noticia de que el hombre que había alquilado la vieja casona era Detective. ¡Un auténtico Detective, como los de las películas! ¿Estaría investigando algo? ¿Un crimen del que aún no teníamos noticia? La llegada de Ricardo Barea atrajo la atención de todos, incluso la mía, que por aquella época me había enamorado por primera vez, y hubiera debido estar más pendiente del chico de mis sueños, Alberto, el hijo del alcalde.
Pero, si de verdad Barea era Detective, cosa de la que pronto empezó a dudarse seriamente, no daba la talla ni de lejos. Los Detectives siempre estaban rodeados de un aura de misterio, de glamour, como afirmaba mi amiga Flora. Usaban sombrero y gabardina, y siempre tenían cerca una chica, vieja como de más de veinte años, cierto, pero tremendamente guapa, y de largas piernas, y todo eso.
Ricardo Barea no llevaba sombrero, ni gabardina, y había llegado solo. No parecía estar investigando nada, porque salía poco de la casa, situada ya en las afueras, y únicamente iba al centro del pueblo cuando tenía que hacer alguna compra. Yo solía cruzarme con él en el bosque, y en cierta ocasión le vi en las ruinas de la ermita, hablando con mi madre. Era un hombre extraño o, mejor dicho, había algo extraño en su mirada.
El golpe de gracia para su popularidad lo dio la noticia de que en nuestro país los Detectives no tenían realmente permiso para investigar crímenes. No se les dejaba buscar al asesino, ni estudiar las pruebas, como en las películas.
– Son pobres diablos, gentuza. Sólo se dedican a temas de Aseguradoras – explicó don Evaristo, el alcalde, en el bar. Nos miró de reojo a Flora y a mí, que merendábamos en nuestra mesa del fondo, y añadió, con tono más bajo: – Y, bueno… asuntos personales, ya me entienden…
– Asuntos de cuernos – me susurró Flora, y ambas reímos – Ni caso, Blanca. Digan lo que digan, Barea es el más interesante de los adultos del pueblo. Incluso podría decirse que sigue siendo guapo. La maestra está loca por él – abrió la boca para añadir algo, pero volvió a cerrarla. No fue necesario, supe lo que estaba pensando.
También mi madre estaba loca por él. Y yo quería odiarle.
¡Tenía tantas cosas en mi cabeza aquella medianoche de finales de agosto, cuando me escapé sigilosamente de casa, porque Flora me había citado en el bosque...! Nunca quedábamos tan tarde, y menos fuera del pueblo, pero insistió tanto que accedí. Flora llevaba algún tiempo actuando de un modo misterioso, desapareciendo durante horas o manteniéndose extrañamente taciturna. Yo sospechaba que también se había enamorado de alguien, incluso pasó por mi mente el nombre de Barea. Esperaba que, esa noche, decidiese revelarme su secreto.
Pero, al llegar al sitio, me topé con su cadáver.
Lo primero que vi fue la luz, claro. Su resplandor amarillento me fue guiando en la distancia. Pensaba que era la linterna de Flora… pero cuando llegué al río la descubrí allí, tumbada en la hierba, cerca de la orilla. Al principio, creí que se había quedado dormida, algo que no me hubiera sorprendido, a semejantes horas; sólo tras un segundo vistazo descubrí que tenía la cabeza apoyada sobre una piedra, como si se hubiese desnucado por una mala caída. Su vestido blanco parecía refulgir con la luz de la linterna que alguien sostenía a baja altura. Dirigí la mía hacia allí, instintivamente, y reconocí al señor Barea. Estaba acuclillado junto al cuerpo, estudiándolo con atención, pero alzó de inmediato la cabeza.
– No mires, Blanca – me ordenó. Se puso en pie – ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas? – no contesté, no tenía voz, ni conseguía centrar la mente en nada. Debió darse cuenta de cómo me sentía, porque se apiadó de mí – Tranquila. He llamado a la policía, no tardarán en llegar. Tendrás que esperar aquí conmigo – asentí, y bajé la pequeña cuesta, tratando de no mirar más a Flora. Sus ojos de cristal me daban miedo – Ten cuidado, no pises ahí – señaló el suelo, en el barro tierno cercano al río, con el haz de la linterna – Hay una huella – miré hacia allí, y no pude evitar un sobresalto – ¿Ocurre algo?
– No… – susurré, los ojos fijos en la huella, bien marcada, del pie derecho de unas deportivas. Conocía aquel dibujo, y aquella talla de zapato. Flora y yo las habíamos encontrado muchas veces por el bosque.
Eran las deportivas de Alberto.
– ¿La has reconocido? Sí, claro que sí. Y yo también – el señor Barea agitó la cabeza – Lo siento mucho, niña. Sé que estás… interesada en él. Te he visto, sé cómo le miras... ¿Por eso estás aquí? – esperó un segundo. Como no dije nada, continuó: – Supongo que sí. No creo que tu madre sepa que has salido a estas horas. Te has escapado, habías quedado con él...
– ¡No! – me ruboricé – ¡Yo… nunca hubiera hecho eso! ¡Había quedado con Flora! ¡Me dijo que quería mostrarme algo!
– Con Flora. Vale – chasqueó los dientes – Entonces, puedo hacerme una idea de lo ocurrido.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
– Flora y tu amigo mantenían una relación... – abrí desmesuradamente los ojos y agité la cabeza, incapaz de creerlo – Lo sé con toda certeza, créeme, les vi la otra noche… – se interrumpió, buscando una forma mejor de decirlo – pasando el rato. Pensé en llamar a la policía, porque Alberto tiene veinte años, pero Flora era una menor. No lo hice. Ahora lo lamento.
– No es posible… No es cierto, se ha confundido.
Me miró con pena.
– Puedo equivocarme, claro. Pero, el escenario de un crimen siempre habla por sí mismo y, si sabemos escuchar, podemos reconstruir lo sucedido aquí, esta noche. Resulta bastante lógico suponer que Flora quedó contigo, pero también con Alberto, para organizar una escena y dejarte claro cómo estaban las cosas – dio un par de pasos a un lado, moviendo la linterna, dirigiendo la luz a distintos puntos, a medida que hablaba – Se encontraron aquí, y, en algún momento, empezaron a discutir. Hay rastros de un forcejeo. Quizá él quería dejarlo y Flora le amenazó, y te puedo asegurar que podía ponerle las cosas muy difíciles, de decidir denunciarlo. Él cogió una piedra, esa… No está tan firmemente incrustada en el suelo como las otras. Creo que la cogió, golpeó, y luego la volvió a dejar, colocando encima la cabeza del cadáver, intentando de forma poco hábil simular un accidente.
– Pudo serlo…
– No. Al margen de lo demás, mira las manos de Flora – las enfocó con la linterna – Las uñas tienen restos de piel y sangre, y hay algunos cabellos en la derecha... Pruebas que indican una lucha y que me temo que señalarán directamente a Alberto – empecé a llorar, no pude evitarlo. El señor Barea me cogió por un brazo y me condujo hasta un gran tronco caído, donde me senté. Él se acomodó a mi lado, me dio su pañuelo, y dejó que me desahogase.
Creo que hubo un momento en que acercó una mano para acariciarme el pelo y consolarme, pero se contuvo – Blanca, hay algo que me intriga – preguntó, al cabo de un rato, cuando estuve más calmada – Has llegado y me has visto aquí, con el cuerpo, pero no has tenido miedo de mí. En ningún momento has pensado que yo pudiera ser el asesino. ¿Puedo preguntar por qué?
Consideré si debía responder a eso.
– Porque sé que es usted mi padre – reconocí, finalmente. El señor Barea parpadeó.
– ¿Cómo lo has descubierto? ¿Te lo ha dicho tu madre?
– No. Ella jamás le menciona. Yo… les he visto, hablando. Y lo supe, la primera vez que me miró. Lo vi en sus ojos, brillaban, estaban llenos de emoción – él no dijo nada, pero sus ojos volvían a brillar – ¿Por qué nos abandonó?
– ¿No has oído los rumores? No soy tan buen Detective... Tardé mucho en encontraros – añadió, con sarcasmo dirigido a sí mismo, y luego bufó – El asunto es más complicado de lo que parece, y creo que debe ser tu madre la que te lo explique.
Asentí. Demasiadas noticias, demasiadas sorpresas. Y, esa noche, mi pequeño mundo de adolescente ya se había tambaleado hasta los cimientos.
Apoyé la cabeza en su hombro y guardamos silencio, velando el sueño de Flora.