Ante todo, comentaros que este es el comienzo de mi nueva novela, aún sin terminar. Dejo esta muestra con la ilusión de recibir críticas, que cuanto más duras, más me ayudarán. Gracias a todos aquellos que tengáis la deferencia de leerme.
Me sorprendo al comprobar que hubo hasta cincuenta y dos lectores que han sido capaces de leer este ensayo sobre una novela a la que estoy haciéndole una corrección de estilo, pero ni hubo ninguno que tuviera la deferencia de hacer algún comentario. Solo necesitaba saber si en el ensayo había algo que llamase la atención, tanto por malo como por bueno, pues antes de decidirme lanzarlo a la editorial para que lo deshagan a plumazos, quizás un alma caritativa me hubiese ahorrado el desastre. En fin, morirá en el olvido como tantos otros intentos de otros escritores. Así es la vida. Gracias de todos modos por vuestras lecturas. |
Dado que hasta noventa lectores habéis sido capaces de leer la introducción a mi nueva novela, y aunque nadie haya querido hacer comentario crítico alguno, me lanzo al vacío y descargaré el primer capítulo de la misma que, no habiendo sido terminada, aún no tiene título fijo. Pues, nada, a la piscina sin agua. CAPITULO I “¿Por qué al despertar Donald en su interior presintió algo especial? ¿Fue el absoluto silencio que reinaba un presagio de lo que iba a suceder? ¿Por qué aquella inquietud interior le acompañó hasta la playa?” La silenciosa y negra noche se diluía en la claridad de un esplendoroso amanecer. Aunque ya se sombreaban los contornos de árboles y paisaje, aun el sol no había querido nacer cuando Donald, con ropa de deporte, salía como casi todos los días a correr por la extensa y larga playa que, al lado norte de la mansión donde residía, limitaba el ambicioso y continuo intento del océano Atlántico de inundar la costa. El asombroso silencio reinante le había extrañado al despertar aquella mañana; siempre dormía con la enorme cristalera abierta para oler y oír al mar, pero su extrañeza aumentó cuando, ya fuera de la enorme casona, se fue acercando a la playa. Los arbustos que limitaban el césped que rodeaba la casa quedaron atrás y ante sus ojos apareció, semioscurecida, la superficie del mar. Se acercó a la orilla, pisando con cuidado sobre la arena, como no queriendo despertar de su increíble y plácido sueño a aquel gigante azul, o para no interrumpir tan impactante silencio. Mirando hacia el este, contempló extasiado la inminente salida de la gran bola de fuego que, en pocos segundos, levitaría con magia sobre toda la naturaleza y que, a aquel extraño amanecer, lo convirtió en enrojecido telón de fondo de la más extraordinaria e inmensa piscina que sus ojos jamás hubieren visto. Tan perfecta era la planicie de la quieta superficie del mar que, ante sus asombrados ojos, el sol se fue reflejando como en un espejo, doblando su contorno con perfectas líneas curvas. Un prodigio que solo la naturaleza tiene el poder de realizar. Solo en el límite entre el agua y la arena se notaba un cierto vaivén de pequeñísimas olas, como reflejo o recuerdo de la oculta pero ambiciosa necesidad del mar de abrazar la tierra y ahogarla en su profundo embozo. Hacia el norte y el oeste, el océano aun no había amanecido. La mente de Donald se puso de inmediato en funcionamiento, recordando que, en esos momentos, la luna se encontraba exactamente en las antípodas de Sandin y sonrió. “No creo que jamás vuelva a tener la suerte de contemplar este océano en tan maravillosa calma”, pensó mientras comenzaba su carrera hasta el final de la pequeña bahía. En los ocho kilómetros que había entre Sandin, a cuyo extremo noreste se encontraba su residencia, y Brenas, siguiente pueblo en dirección a San Juan en la costa norte de Puerto Rico, nada habían construido. Para Donald, aquel paradisíaco paraje era fundamental, tanto para su mantenimiento físico como para que su mente se dedicase a dar vueltas a los muchos y complicados problemas con que su trabajo le ponía a prueba continuamente. De esa distancia, él solo recorría dos kilómetros y medio, hasta la desembocadura del pequeño río Cibuco que vertía al mar las aguas de las lagunas norte de San Antonio y las procedentes de la antiquísima Central Azucarera de San Vicente, al sur de Vega Baja y a la que pertenecía la plantación de caña que su abuelo compró. Contemplaba entusiasmado la espectacular salida del sol, mientras que el sonido de sus zapatillas sobre la arena era su único acompañante; durante su programada carrera, se controlaba el ritmo cardíaco con la pulsera electrónica que llevaba en su muñeca. Una vez con el pulso por encima de 100, apretó el paso para forzar algo más la maquinaria. Le gustaba el golf y lo practicaba casi a diario, pero en su interior sabía que a su edad, a punto de cumplir los cuarenta y cinco, no era suficiente ejercicio para mantener un buen estado físico. Llegado a la desembocadura, ya el sol sobrepasaba la altura de las pequeñas dunas que limitaban su horizonte, y sus rayos, dibujados con finos y rectilíneos trazos por las pequeñas gotas de la humedad del aire, se colaban entre los troncos y las palmas de las palmeras, dibujando en negro sobre casi blanco su airoso contorno. Dio un giro sobre la arena y comenzó el recorrido de vuelta. Aun no había alcanzado la velocidad de crucero cuando, a su izquierda, le llamó la atención la figura encorvada de un hombre que, puesto de pie sobre una duna, le miraba correr. La curiosa reacción de las personas cuando, en un solitario ambiente, encuentran a otra, es levantar la mano en señal de saludo o, sencillamente, saludar, dependiendo de la distancia a la que nos encontremos. Así hizo Donald. Pero la contestación no fue otro similar saludo, sino un acogedor “¡Hola!” que por la distancia a la que se encontraba y la cercanía con que lo oyó, hizo pararse en seco a Donald. Algo confundido, se quedó mirando la figura que, lentamente, fue acercándose a él. Aun desde lejos, le volvió a hablar. —¿Acaso un hombre como usted puede asombrarse tan fácilmente? Primero de la calma del mar, que hoy quiso descansar de su impotencia por alcanzar a su amada Luna; después, al comprobar que mi voz le llega con perfecta nitidez aun a esta distancia. Ya ve, amigo, ahora soy yo el asombrado. —¿Nos conocemos?— gritó Donald para que el desconocido le oyese —No hace falta que me grite, amigo. ¿Aun no se dio cuenta que si no hay nada que lo impida y si las condiciones climáticas son las de hoy, el sonido llega a todos lados?— y llegando hasta su altura, continuó ante el mantenido asombro de Donald —Está claro que aunque llegó hasta aquí corriendo, puede que su cuerpo ya se encuentre en perfecto estado de funcionamiento, pero su cabeza necesita todavía algún esfuerzo más. Donald contempló de cerca al viejo que bajo un sobado sombrero de paja, casi podría entreverse una arrugada faz semi oculta por la poblada barba, bigote y cejas de un blanco extraño. Sus ojos tenían un brillo especial, mostrando continuamente una irónica sonrisa que le gustó. Siempre recordaba las palabras de su abuelo: “La ironía es una sencilla demostración de una superior inteligencia” Una mano apoyada en un viejo bastón de caña; la otra, caída con despreocupación, casi insultante, al lado izquierdo de su cuerpo; camisa típica de los puertorriqueños, holgada y de mil gastados dibujos y pantalones en los que posiblemente hubiesen cabido algunas piernas mas. —Nada hay de extraordinario en que me haya oído desde tan lejos. Debería de haber tenido en cuenta que el sonido se propaga mejor cuando no hay otros que rompen la perfección de su caminar y, además hoy, es un día especial, ya que la densidad atmosférica es muy baja, lo que, como bien hubiese sabido de estar despierto, mejora aun más la transmisión del sonido. Debería usted aprovecharlo para sus investigaciones. —¿Sabe usted quien soy? —Le volvió a preguntar Donald en esa su necesaria ansiedad de saberlo todo y, en este caso en particular porque aunque ocupaba un puesto importante, esa importancia se podría limitar a su ambiente profesional y quizás, al nivel político de la isla, pero nunca al de la gente sencilla del pueblo. —Estamos en una isla, amigo, y los acontecimientos tienen que dar muchas vueltas por ella hasta encontrar una puerta por donde escapar. En ese deambular, llegan a todos los oídos que están prestos a escuchar— mirando como Donald, aun parado, mantenía un rítmico movimiento de las piernas para que sus músculos no se enfriasen, prosiguió —no quiero detenerle más, amigo, hoy solo quería saludarle, en otra ocasión hablaremos más tranquilos, pues es seguro que nos encontraremos de nuevo. En una isla, ya sabe, vueltas y vueltas… —y se alejó sonriendo, apoyado en su bastón. —¿No me dirá quien es usted? —Se lo podría decir, como no, pero de nada valdría. Le aseguro amigo que nada hay en mí que pueda conocer— sin volverse, levantó la mano con el bastón y siguió hacia las lejanas dunas. Durante la vuelta hasta casa, la mente de Donald se entretuvo repasando todos los recuerdos que sus dos años de estancia en la isla le pudieran dar alguna referencia del desconocido anciano, pero nada consiguió y entrando en la mansión, se encontró a sus tres invitados desayunando en el jardín. —Hermano, mañana prometo que te acompañaré en ese vespertino ejercicio; hoy tenía que recuperarme del cambio de horario. —Sin problemas, Clark, pero os habéis perdido algo espectacular. —Pues para que un hombre como tú diga que ha sido algo espectacular, acostumbrado como estás a observar el universo, muy extraordinario ha debido ser. —¿No sois conscientes del inusual silencio que nos rodea? Pero, permitidme que suba a ducharme para no aromatizar con el hedor de mi humanidad vuestro desayuno —sin esperar respuesta, subió al piso de arriba donde se encontraba su dormitorio. —Perdona Clark, me gustaría que terminases ese tema —Pero, Travis, bien conoces mi opinión sobre todo lo relacionado con mi trabajo; además, tus inclinaciones a escribir y publicar siempre me han preocupado cuando intercambiamos información, o conocimientos, o… —Ja, ja. No sigas, por favor, Clark. Yo no intercambio jamás información con nadie, soy un incorregible receptor; pero bien, dinos por lo menos de qué se trata ese cambio tan radical que has dado en tu carrera eclesiástica. —¿Por qué tienes esa curiosa costumbre de hablar de mi carrera? Yo no estoy corriendo en ningún sentido, ni en mi vida personal, ni en mis creencias religiosas. Solo estoy al servicio de la Iglesia y hago todo lo que me piden, si estoy capacitado. —Bien, Clark, pero debes entender que siendo como eres, te conozco desde pequeño, y teniendo fiel constancia de esa tremenda fijación que siempre has tenido por todo lo relacionado con Dios, mi sorpresa ha sido enorme cuando Don me comentó que la Curia te había designado un importante puesto en el Consejo Pontificio de la Cultura. —¡Ah, tu curiosidad! Algún día te llevará a un camino sin retorno… —O al conocimiento absoluto, como a Don, pero a diferencia con mi buen amigo y hermano tuyo es que, él, como tú, os trabajáis a fondo los avances teológicos, científicos y filosóficos, yo, sin embargo, solo me dedico a recopilar esa información, intentar entenderla y, si me es posible, ponerla en conocimiento del resto de los humanos. Pero, hay algo que nunca podré entender. Sonriendo, como en él era habitual, Clark se levantó de la mesa donde desayunaban y, dirigiéndose hacia el seto que, sentado, le impedía ver el mar, le ironizó —¿Algo que tú no entiendes? Buen día se nos avecina hoy, querida— dirigiéndose a Elena que, interesada en el diálogo, atendía en silencio mientras desayunaba —Don se nos descuelga con que ha visto esta mañana algo extraordinario y, ahora, tu marido nos sorprende con que hay algo que no logra entender. Pues te oigo con suma atención Travis. —Esa vena irónica de los Vaugham. ¡Cuánto la envidio! —levantándose del cómodo sillón de mimbre en el que había desayunado, se acercó a Clark, mientras encendía un cigarrillo —¿De qué os sirven tantos conocimientos, tantas investigaciones, tantos descubrimientos si luego los guardáis como si de tesoros se tratase y no los compartís con el resto de humanos que vivimos y sufrimos las inclemencias del mismo mundo? —Por el goce propio, Travis, por el disfrute interno de saber que eres el único ser viviente que tiene ese conocimiento. Es como y, perdona hermano por lo que voy a decir, es como sentirte Dios por unos minutos —sonó la voz de Donald, que bajaba por las escaleras. Se acercó a Elena, la besó en la cabeza y sentándose a su lado se sirvió café, mientras comenzaba un suculento y digestivo desayuno, a base de frutas tropicales y frutos secos. —Como ves, Travis, mi querido hermano mantiene su anticuada y ya algo preocupante costumbre de nombrar a Dios en mi presencia para hacerme hablar. Pero no he de caer en la tentación y dejando en perfecta levitación la conversación que mantenía con Travis, me gustaría saber qué hecho tan insólito has tenido la suerte de contemplar esta mañana. —Si, Clark, algo realmente insólito y posiblemente nunca vuelva a disfrutar— tomando un sorbo de café para limpiar su boca de comida, prosiguió —Mirad hacia el mar y veréis el jardín limitado al fondo por esa línea de seto con no más que un metro de altura, insuficiente para ocultar a nuestra vista su intenso azul. Todo es ya normal pero, esta mañana, cuando salí a hacer footing, como casi siempre, me sorprendió un silencio tan profundo que, al llegar a la arena, comencé a pisar con cuidado, como no queriendo despertar el silencio que sobrevolaba el paisaje. No había olas en el mar y, era tan perfecto el equilibrio que, cuando comencé a correr en dirección este, el sol, que en esos momentos empezaba a asomar por la perfecta línea que la planicie del mar delimitaba el horizonte, se reflejó en él como si fuese un espejo. Hoy he visto, por primera vez en mi vida, dos perfectas esferas solares ir separándose lentamente, en tan profundo silencio que pensé que la naturaleza se quedaba como yo, paralizada e hipnotizada por tan maravilloso espectáculo. —Don, eres tan sorprendente como enigmático; tantos años conviviendo contigo, observándote, admirándote por tu capacidad de estudio, por tu análisis tan aséptico y objetivo de las cosas diarias y de los misterios de la ciencia y hoy, como un niño pequeño que descubre por primera vez el funcionamiento de uno de sus juguetes, te das cuenta de que hay a tu alrededor una naturaleza que, obedeciendo ciegamente las leyes que la determinan, repite inexorablemente, casi milimétricamente, los estados atmosféricos que la conforman. ¡Milagro! Hoy la luna se haya en nuestras antípodas, eran las siete y seis minutos, justo la hora orto para esta parte del mundo donde nos encontramos, no soplaba viento alguno como consecuencia del anticiclón establecido desde anoche sobre las islas y… Donald, asombrado de las palabras de su hermano, se volvió hacia él sonriendo y con los ojos muy abiertos. —¿Te ha iluminado ese ser supremo al que tanto tiempo dedicas y que tantos problemas nos causa por no querer compartir con nosotros sus muchos e inestimables conocimientos? —¡Ja, Ja, Ja! Siempre serás el mismo. Dos veces me has hablado esta mañana y en las dos has intentado provocarme. ¿Nunca te das por vencido? Pues no, Don, hoy Dios aun no me ha usado de oráculo contándome sus intenciones, aunque, no desesperes, lo hará en cualquier momento —añadió guiñando intencionadamente el ojo a Elena que le miraba —mi pena es que nunca lo hace cuando te encuentras presente. Ja, ja, todo fue mas simple; leí en tu ordenador el informe meteorológico para el día de hoy y, cuando te he oído exponer el motivo de tu asombro, solo asocié las informaciones y… cuack, surgió el oráculo “divino” de esta magnífica mañana. Travis no pudo contener una carcajada al oír las palabras de Clark, mirando de soslayo la cara de Don que, como no atendiendo la conversación, se acercaba a la mesa, tomaba otra “sabrosita” boricua que tanto le gustaban y se deleitaba en ella, mientras en su incansable cerebro daba vueltas “algo” que aun no tenía suficientemente determinado para comentar. Sin embargo, al oír las palabras de su hermano, recordó las del desconocido con el que se había encontrado durante su ejercicio diario: “Debería usted aprovechar el día para sus investigaciones” y dirigiéndose a los presentes se despidió —Perdonadme pero me tengo que acercar al observatorio para hacer algunas correcciones; no estaré mucho tiempo así que, si pensáis algún plan contad conmigo —se dirigió a su despacho, cogió unos documentos y salió hacia el garaje. Al cerrar la puerta oyó a Clark —Te esperamos en el club de golf; llévate los palos. Al acercarse a la puerta del garaje observó como Juan ya le esperaba en la explanada junto al coche. Mientras se dirigía hacia él, saludándole con la mano, de nuevo le vino a la mente la misma pregunta de siempre. “¿Acostumbraba Juan a escuchar escondido detrás de las puertas sus conversaciones? Siempre que necesitaba algo, como salir con el coche, ducharse, cenar o tomar un aperitivo, fuese lo que fuese, Juan se le adelantaba y esperándole con una sonrisa en los labios, inclinaba suavemente la cabeza en señal de bienvenida y en los casos que era requerido, con una bandeja en las manos; eso si, su sonrisa, por algún motivo que desconocía y que algún día le tendría que aclarar, siempre tenía un toque irónico. A ese toque “irónico” Donald contestaba con un intencionado silencio en espera que Juan le preguntase hacia donde se dirigían o qué le gustaría tomar, si es que ya no lo llevaba servido en una perfecta bandeja; Juan nunca le preguntó y siempre acertaba en todo. Aquellos detalles, aunque en la mente de Donald solo ocupaban un segundo o tercer estrato de interés, no por ello su cabeza había dejado de preguntarse el por qué de aquella capacidad intuitiva que siempre le había demostrado Juan. Algún día tendrían que aclarar aquel misterio. Se sentó en el sillón trasero del coche mientras su cabeza pasó a pensamientos más importantes de su trabajo. La llegada de Travis y su mujer la mañana del día anterior y la de su hermano por la tarde, le habían obligado a acelerar el informe sobre los avances de un estudio que estaba preparando para su promotor. Conocía la llegada de Travis y Elena, pues le habían avisado con bastante antelación; Clark, sin embargo, le llamó cuando ya se encontraba esperando en el aeropuerto de San Juan de Puerto Rico. Algo importante debería tener entre manos para actuar así y, como en otras muchas ocasiones, necesitaba de su consejo, o eso intuía Don ante la inesperada visita. Tomó del asiento los documentos mientras sacudía la cabeza, un automático y típico acto de concentración, y releyó de nuevo el informe. Nunca le había gustado rematar un informe negativamente sobre los trabajos realizados; necesitaba dejar siempre abierta alguna referencia esperanzadora para que su promotor siguiese interesadamente sus investigaciones. En sus acuerdos con Gregory, su promotor, nada le obligaba a conseguir resultados positivos, hubiese sido un absurdo intentarlo por cualquiera de las partes, dado el tipo de trabajo de investigación que se le había encargado, pero su natural optimismo le obligaba a dejar siempre una puerta abierta a la esperanza de obtener algún resultado. Esa puerta es la que tenía que encontrar en aquella mañana para terminar y enviar el informe. |
Recuerdo a los mal intencionados que esta novela se encuentra hace tres meses registrada con el ISBN 978849047253-5 CAPITULO II Susan abrió los ojos y mirando la hora en el pequeño despertador se incorporó lentamente de la cama. Seis larguísimos días llevaba la lluvia del monzón azotando la región; salir de la pequeña casa de madera y piedras donde tenía su alojamiento en aquel perdido y diminuto pueblo de China, era toda una odisea, tanto por la densidad de la lluvia, como por los fuertes vientos del este que combatían la zona y el barrizal en que se habían convertido los caminos. No eran horas para acercarse a la casita de sus compañeros, por lo que se levantó y se dirigió hacia la pequeña cocina incorporada a la única habitación que tenía la casa para prepararse un té. El café, recordó sonriendo con cierta añoranza, era un lujo que se le había terminado hacía casi una semana, el mismo tiempo que llevaban aislados en aquella pequeña aldea, junto a las excavaciones en donde trabajaban. Mientras se calentaba el agua, miró por la única ventana que había en la casa. Era tan intensa la cortina de agua, que le era difícil distinguir las formas de la casita más cercana a la suya y en la que vivían tres de sus compañeros de investigación, Paul Chartreu, biólogo, su gran amigo Marc Village, paleoantropólogo y Li Tsiang, biólogo y responsable del programa por parte del gobierno chino. Es cierto que aquella semana le había servido para ponerse al día en todos los trabajos de gabinete y los respectivos informes que cada cierto tiempo debía hacer tanto para el gobierno chino como para el suyo propio, estos segundos, obligados por su condición de becaria. Trámites que, desgraciadamente sabía, quedarían olvidados en los archivos de algún departamento del correspondiente ministerio; no era problema que le importase, ya que la beca le estaba permitiendo realizar, más o menos gratuitamente, unas investigaciones que desde sus tiempos de estudiante eran un objetivo a cumplir. Este pensamiento le hizo sonreír al mismo tiempo que la vieja tetera de aluminio comenzaba su monótono pitido de aviso. Sacó su vista sumergida en el inmenso océano en que se habían convertido los cielos y tierra de la región y, dándose la vuelta, apartó la escandalosa tetera del fuego. Una vez preparado el té, se sentó en una silla y apoyando sus codos sobre la única mesa que tanto le servía para trabajar, como para comer y reflexionar, se quedó pensativa. Miró la pared para observar el calendario que la tenía continuamente conectada al devenir del mundo exterior; 29 de junio de 1.998, solo quedaba un mes para cumplir su primer año de trabajo en Chuang Kie y los descubrimientos realizados cumplían sobradamente las previsiones que su gobierno le había marcado, sin embargo, ella intuía que aquellas excavaciones escondían algo mas de lo mostrado hasta la fecha. Levantándose, se acercó a la pequeña estantería que colgaba junto a la ventana, uno de los pocos muebles que decoraban su precario rincón. Por supuesto que por muchas limitaciones económicas que soportara en aquel apartado rincón, nunca hubiese podido faltar un espejo, elemento sin el que no sabía vivir. Tomó un libro y lo abrió por una de las muchas páginas señaladas con tiras de papel usado. Sobre la portada en blanco se leía: Pierre Teilhard de Chardin y en el centro de la hoja, L’Apparition de l´Homme. Entre las últimas páginas del libro encontró un sobre con una carta doblada y algo gastada por el uso. Con letra clara se podía leer: “Querida Susan, desde nuestro encuentro en París, hace casi tres meses, hasta no hace más de una semana, no tuve tiempo ni posibilidad de cumplir la promesa que te hice. Hoy, por fin, puedo hacerlo, ya que en una entretenida cena que tuve con mi buen amigo Antoine Blanchelette éste me entregó el documento del que te hablé. Lo único que te pido es que transcribas a otro papel escrito por ti el documento y posteriormente lo quemes o hagas desaparecer, ya que así se lo prometí a Antoine, y no te preocupes, ya que el que te envío tampoco es el original que, lógicamente, sigue en poder de su propietario” Susan abrió el documento y leyó “Mi buen amigo Auguste, no corren buenos tiempos para mi y temo que tenga que dejar parados por algún tiempo muchos de los proyectos que tengo abiertos. Bien sabes, porque me conoces y ya en anteriores ocasiones te lo he confesado, no me afectan ni emocional ni espiritualmente las críticas que desde mi propia confesión y desde el Vaticano estoy recibiendo por mi intento de publicar parte de mi obra, pero creo, porque tengo absoluta seguridad en todo lo que he escrito y, en algunos casos, demostrado, que no permitir que los resultados de mis investigaciones puedan ser leídos por quienes pudieran confirmar o seguir las investigaciones que inicié, es parar la máquina… “ Siguió leyendo entre líneas, buscando una determinada parte de la carta; finalmente sus ojos se pararon en el comienzo del envés de la primera hoja “…si el descubrimiento del Hombre de Pekín se ha considerado como un hito en el avance de la paleontología, sé que en las excavaciones que el canadiense estaba realizando está la clave del brusco e importante cambio evolutivo que el hommo erectus dio hacia el hommo sapiens. Sacar a la luz en estos momentos mis conocimientos y teoría sobre lo ocurrido, es posible que provocase un impacto sociológico muy negativo en el mundo en el que vivimos. Partiendo de mis ideas sobre la complejificación, creo que aun no es momento para sacar dicha información a la luz, pero, el no hacerlo y no dejar alguna relativa constancia de su existencia para que en el futuro algún científico siga la investigación, sería faltar a mis mas fundamentales creencias religiosas y humanas, que como bien sabes son las bases de mi existencia y trabajo. No se si eres la persona adecuada para recibir toda la información, o solo el camino para hacerla llegar a buen puerto, pero sí sé que eres el amigo en el que más confianza tengo y, por ello,…” Llegado a este punto de la carta, Susan cerró los ojos y a su mente vinieron planos, historia y todos los datos que a lo largo de aquellos cuatro años había ido recopilando sobre lo acaecido en la zona durante los años 1928 a 1946. Sabía que allí estaba la clave, pero sobre la excavación del paleoantropólogo canadiense no había conseguido gran información. Su gran amiga Katty que desde Parkes le llevaba toda la recopilación de documentos sobre el tema, había muerto trágicamente en un accidente de aviación y, con ella, posiblemente desaparecieron los documentos que le hubiesen abierto las puertas del descubrimiento. No pudo evitar el recuerdo de su amiga y sus ojos, aun habiendo pasado casi cinco años, se humedecieron al recordarla. Aquella alegre y pequeña rubia que conoció en el colegio y que desde entonces nunca perdieron su gran amistad, siempre la había animado. Era abierta, extrovertida y enamorada desde la niñez del universo. Se separaron por primera vez al comenzar los estudios en la universidad; mientras ella se fue a Macquarie a estudiar biología y paleontología, Katty decidió ir a Europa, Londres, a estudiar astronomía. Los años de universidad no pudieron interrumpir su gran amistad y en sus vacaciones o Susan iba a Londres o Katty a Adelaida. Siempre pensó que su amiga era mujer de gran suerte; desde la época del colegio todo le marchaba bien, sus proyectos se cumplían con cierta facilidad y, terminada la Universidad, decidió que quería trabajar en el observatorio de Parkes. Aquellas Navidades, los estudios los terminó Katty en verano en Europa, cuando sentadas en un restaurante de Sydney le contó sus planes, al terminar de cenar, un matrimonio sentado en la mesa junto a ellas se levantó y se acercaron a ellas. -Perdonen señoritas por interrumpirlas y haber oído su conversación pero creo que, en su proyecto de trabajo, podría ayudarla –comentó el hombre mirando a Katty. Ellas, sorprendidas por la intromisión, se miraron asombradas y sonrieron, autorización a que el señor siguiese su comentario –Ante todo, permítannos presentarnos. Devra, mi esposa; yo soy Christian Childe, recientemente nombrado director del centro de investigación espacial de Parkes —al oírlo Katty no pudo reprimir un ¡oh! de sorpresa, mientras Susan la miraba admirada, sonriendo y moviendo la cabeza con incredulidad. Y Katty, de acuerdo con su continuada suerte, según su pensamiento, comenzó a trabajar en Parkes casi sin haber tenido tiempo de disfrutar de su título universitario. Ella terminó al año siguiente. Volvió a Sydney desde donde se dedicó a preparar un trabajo de investigación para presentarlo al gobierno y conseguir una beca en uno de los lugares propuesto en el estudio. Durante esos dos años siguieron viéndose con mucha frecuencia, unas veces en Sydney y otras en el chalet que los padres de Katty le habían alquilado en Parkes, en la calle Mitchell esquina a Coleman. En cierta ocasión Katty la llamó para invitarla a una pequeña fiesta que iba a dar en su casa y presentarle a un científico que había llegado a Parkes y por el que sentía un cierto interés. Aquella noticia le entusiasmó y durante los dos siguientes días antes de la fiesta, Susan hizo cábalas pensando el tipo de hombre que podía haber llamado la atención de su amiga. Hacía ya casi diez y nueve años que la conocía y jamás la vio enamorada; sí recordaba cierto interés de Katty por un científico estadounidense al que había conocido asistiendo a unas conferencias que él dio en St. Andrews; es cierto que ella tampoco había encontrado al hombre que le hiciese cambiar objetivos, pero se conocía bien y sabía que su obsesión por la paleoantropología superaba todos sus instintos femeninos. Decidió que el mismo día de la fiesta por la mañana saldría en coche de Sydney para Parkes, comerían juntas e intercambiarían información y opiniones, como siempre. Allí conoció a Donald y efectivamente, se casaron poco después. Un fuerte golpe en la puerta la sacó de su ensimismamiento y, sin pensar en lo que hacía, se levantó y fue hacia ella para abrir. La sonriente cara de su amigo Marc apareció al otro lado de la puerta. -Bonjour mademoiselle paleoantropóloga –y sin esperar autorización, entró en la casa. Susan, viendo que la lluvia había cesado totalmente y el viento calmado, se quedó contemplando el valle que se extendía ante su vista, pero, viniéndole a la mente el recuerdo del libro y la carta abiertos, volvió a entrar. Ya Marc se encontraba sentado en la mesa con el libro en las manos, pero la carta, aunque abierta, seguía olvidada sobre el tablero de tosca madera. La tomó en sus manos aliviada y doblándola la metió en el bolsillo de su corto pantalón. —¿Quieres un té, Marc? —Gracias, Susan, en verdad a quien quiero es a ti, pero ya sé que tendré que conformarme con el té. —No vuelvas al mismo punto de partida de todas nuestras conversaciones; conoces mis prioridades y nada ni nadie debe ni puede apartarme de ellas. ¿Cuándo ha parado el monzón? He debido quedarme dormida en la silla porque se me ha ido hasta la noción del tiempo. —No te preocupes, mujer, el monzón creo que no se ha ido, solo descansa un poco, antes de arrasar definitivamente con toda la región. —En ese caso –se volvió hacia él con la taza de té llena, ofreciéndoselo –podemos acercarnos a la excavación, tengo pendiente de comprobar unos datos para terminar el informe y quisiera dárselo a Tsiang hoy mismo. —Será algo difícil y arriesgado hacerlo esta misma tarde, yo, solo viniendo desde nuestra casa he estado a punto de caer en tres ocasiones. —¿Tres veces? ¿Cómo el Cristo de tu devoción? Marc, solo me queda un mes corto para terminar mi beca y si no obtengo algo más contundente de lo que hasta ahora hemos conseguido, me temo que tendré que volver a casa con un año entero perdido. Lo siento, pero no puedo permitirme ese lujo; tú tienes un mentor que cubre tus gastos dos años más pero mi gobierno… —No sigas Susan; yo llevo aquí casi seis años con unos resultados bastante buenos, en opinión de mi mecenas, pero tú eres nueva, sin experiencia, con solo once meses en unas excavaciones y obtener en tan poco tiempo resultados convincentes, no es una cuestión de buen trabajo, sino de pura suerte. —Está bien, Marc, no me acompañes, iré sola y jugaré a embarrarme; son seis días encerrada en esta casa y necesito salir, tomar el aire y trabajar para que mi cabeza deje de dar vueltas… —¡Susan! No es un problema de que resbales y te llenes de barro. Este es tu primer monzón y desconoces los peligros que hay después de unas lluvias torrenciales como las caídas estos días; hay peligro de corrimiento de tierras, ya que en las zonas rocosas no ocurre, pero para acceder a las cuevas, hay que atravesar por la ladera de ese monte que es arcilla pura. Te explicaré –tomó su taza de té para sorber un poco del caliente líquido mientras Susan se le quedaba mirando expectante –si has observado la ladera por donde pasamos, habrás visto que toda la vegetación de la misma es hierva y matojos de poca altura, eso te demuestra no solo que es una superficie joven respecto al resto de la zona, sino que al no haber raíces de árboles grandes que estabilicen las tierras, y estas no disponer tampoco de masas rocosas que las contengan, podría ocurrir que unas fuertes lluvias, como las pasadas, puedan hacer que se desprendan de nuevo las tierras, produciendo corrimientos que en el menor de los casos, te podrían arrastrar, sepultándote viva. —¿Has dicho “de nuevo”? ¿Qué se desprendan de nuevo? —Susan, el hecho de que no haya vegetación de altura en la ladera demuestra que la superficie fue removida anteriormente, posiblemente por algún temblor de tierra o porque unas lluvias con sus escorrentías hicieran que la base del talud de la ladera se perdiera y se produjese el derrumbamiento. —¿En los seis años que llevas en estas excavaciones no ha ocurrido eso nunca? —No, yo no lo he vivido, pero si tienes interés en el tema, Tsiang te puede informar; en el Instituto de Paleontología al que pertenece tienen el estudio orográfico de China mas actualizado que hay. —Gracias, Marc, hablaré con él. —Y ahora que se te han pasado los nervios, permíteme que te comente el motivo de mi visita. —¡Vaya, Marc, qué decepción! Pensé que venias a admirar mis ojos, después de estos días de obligada separación. --Hasta cuando eres irónica me gustas. Tus ojos no son solo mi obsesión, son la de muchos de los hombres que te conocen, hasta de algunos chinos; no sé si será por ese atractivo color miel que tienen. Voilà! Mademoiselle, seré tu seguro admirador siempre, pero, permíteme decirte –se sentó en la silla libre, frente a ella y mirándola descaradamente a los ojos –he recibido contestación de mi mecenas a una pregunta que le hice hace algún tiempo y su respuesta ha sido absolutamente afirmativa –De nuevo calló esperando alguna reacción de aquellos maravillosos ojos, pero Susan, absolutamente desconocedora del tema que él trataba, siguió mirándole sin parpadear. El mantuvo algunos segundos mas el silencio, no siempre Susan le hubiese permitido ni mantenido la mirada tanto tiempo —¿No sientes curiosidad por la pregunta y respuesta de las que te hablo? —En estos momentos mi necesidad de conocimiento está totalmente desbordada por estas investigaciones, pero no quisiera ser descortés con mi buen amigo y no interesarme por sus problemas. Cuéntame, por favor —¡Amigo! Si mi buen Alain me viese no me reconocería. Bien Susan, hace casi un mes le pedí a mi mecenas ayuda para las investigaciones que hago, pues creo que las cuevas donde estamos buscando no son el lugar adecuado, aunque hayamos encontrado vestigios de un enterramiento del pleistoceno. Antes de explicarte por qué creo que estamos equivocados en el lugar, debo decirte algo y ver tu reacción. La autorización de la ayuda y el dinero necesarios me han llegado, pero la persona que necesito a mi lado aun no me ha aceptado la propuesta. Esta persona eres tú, Susan y, antes de que me digas nada, debo explicarte las razones que me han llevado a elegirte –en ese momento, dejó de hablar para que Susan digiriese la propuesta; se levantó y se acercó a la pequeña ventana, mientras de su bolsillo sacaba un paquete de tabaco con solo dos cigarrillos. Se volvió y le ofreció uno, mientras con la otra mano le ofrecía fuego. Susan aceptó el tabaco sin levantarse de la silla y encendió el cigarrillo. Después, le siguió observando mientras él hacía lo mismo. De nuevo se sentó en la silla. —Susan, la idea de elegirte a ti como colaboradora no ha surgido de mí, pues dada mi conocida atracción hacia ti no me permitía ser suficientemente objetivo. Lo consulté con Paul y Tsiang, por separado, y en ambos casos coincidieron en tu persona y por los mismos motivos; eres un investigador con una serie de cualidades muy importantes que suplen sobradamente tu inexperiencia. Además, tu obsesión por encontrar “algo” que crees debe estar aquí, te hacen ser la persona ideal porque, yo, también lo creo. Al oír estas últimas palabras, Susan se enderezó en la silla instintivamente, su mente repasó los últimos momentos y su mano se tocó el bolsillo donde poco antes había guardado la carta. Luego, esperó a que Marc terminase de hablar. Este, al ver que ella no reaccionaba, se levantó de nuevo y dirigiéndose a la pequeña cocina donde aun humeaba la tetera, se sirvió otra taza. —¿Te sirvo una? —Gracias Marc —¿No quieres contestar a mi propuesta? —Lo haría, pero siendo tu oferta tan ambigua, me es difícil tomar una decisión. La oportunidad que me ofreció mi gobierno a través de la beca concedida es algo que nunca podré dejar de agradecer, ya que no estaba en los planes de ellos ni el proyecto, ni el lugar; la intervención de mi tío creo que fue decisiva para la concesión. —No pretendo que dejes tu trabajo a medio terminar, pero solo queda un mes para que vuelvas a casa y quisiera saber si cuento contigo para entonces. —En ese caso, Marc, te ruego seas más explícito, pues has comentado alguna cosa que me gustaría me aclarases. —Está bien, te expondré el plan que tengo pensado. No me importa esperarte un mes, es mas, en este tiempo que resta podríamos montar juntos un plan de trabajo en base a información que te daré en el momento que te comprometas con mi mecenas. Por supuesto que la cuestión económica del acuerdo superará con diferencia a la que tienes con tu gobierno y aunque la ubicación de nuestras viviendas difícilmente podrá mejorar, como bien sabes por los motivos que el buen Tsiang nos ha explicado, por lo menos no tendrás que estar comiéndote las migas que sobran... —¡Marc, yo nunca te he pedido nada que luego no te haya querido devolver! ¡Que tú no hayas querido aceptar la devolución no te da derecho a decir que me como tus migas! –Se fue hacia la puerta con cara de indignación y sonriendo en su interior, conocedora como era de la verdad que Marc acababa de decir. ¡Si! La esbeltez de su actual figura no era el resultado de un tratamiento adelgazante, sino del hambre que pasaba desde que llegó. La beca era corta y sus medios bastante escasos, ya que por dignidad, nunca aceptó la ayuda económica de sus padres. –Pero volvamos a tu oferta. ¿Qué condiciones impone tu mentor? —Supongo que las mismas o parecidas a las que te impone tu gobierno. La diferencia entre ambos está en que los gobiernos financian nuestros trabajos para mejorar, ampliar y actualizar los museos así como para cumplir los acuerdos intergubernamentales. Sin embargo, mi mecenas lo hace solo por satisfacción y, en algunos casos especiales, para utilizar comercialmente los descubrimientos en favor de sus empresas. —Ya —Los informes tan extraordinarios y meticulosos que ahora haces para tu gobierno, los harás para S.T.W. y se seguirían haciendo los informes para Tsiang. Todo lo descubierto quedará en propiedad del gobierno de China, pero nos permitirán disponer de ciertas piezas y todas las fotografías que consideremos necesarias; con todo ese material, podremos montar nuestras nuevas teorías sobre lo aquí ocurrido o... —Marc, pero antes has hecho referencia a algo que me ha llamado la atención. —¿Y bien? –Marc se levantó en ese momento y se acercó a la puerta donde ella, mientras él hablaba, se había sentado en el peldaño de entrada. Le acarició el cabello negro y siempre suave y brillante que Susan cuidaba aun en los peores momentos, sabedor que a ella le gustaba que le acariciasen la cabeza –quelle pendeloque? —Lo sabes bien, Marc. Crees que yo busco específicamente algo que creo que está aquí y, parece ser, tú también lo crees. Marc, dejó su caricia y bajando el peldaño, se colocó delante de ella. La miró a los ojos que tanto le fascinaban y sonrió. —Susan, cuando llegaste a nuestra expedición, debes comprender que me sorprendió. Todas las investigaciones paleontológicas que se realizan en China se dirigen ineludiblemente a las cuevas de Zhoukoudian, sin embargo, una paleoantropóloga absolutamente desconocida, prepara un proyecto y convence a su gobierno que, en esos momentos, está sufragando financieramente otras muy costosas investigaciones en Africa, para que le permita realizar investigaciones en una zona de Asia casi desconocida para la mayoría de los paleoantropólogos del mundo. Cualquier persona con cierto sentido de la responsabilidad y curiosidad, lo primero que hace es informarse. Así lo hice; a través de S.T.W. conseguí una copia de tu proyecto, así como de tus estudios e inquietudes durante el tiempo que estuviste en la Universidad de Macquarie. De ahí supimos de tu obsesión por los trabajos de Pierre Teilhard de Chardin. —Me parecería lógico tu comportamiento si, por algún motivo que desconozco, te pudiera preocupar que una novata e inocente estudiante llegara al santuario de tu mentor y pudiera competir con vosotros en el descubrimiento de algo que “sabéis” que hay aquí. Sin embargo, durante casi un año os he observado cambiar continuamente de lugar; abrir y cerrar nuevas excavaciones... —Lo sé, lo sé. Andamos dando palos de ciego sin llegar a nada en concreto. Sin embargo, tú sigues aquí; cada cierto tiempo, sabemos que haces recorridos a solas por la zona; te hemos visto estudiando algún plano o documento que guardas celosamente en algún lugar de tu casa y hasta ahora, tampoco has conseguido nada. Ahí está nuestra propuesta. Si compartes con nosotros tu información, compartiremos contigo la nuestra y entre ambos quizás logremos llegar a algo que merezca la inversión que S.T.W. está haciendo. —Veo que por fin pones las cartas sobre la mesa. Si ese es realmente vuestro interés en mi contratación, tendremos que esperar a que mi actual acuerdo con mi gobierno termine. Entonces firmamos un contrato en el que quedarán claramente determinadas las condiciones, tanto económicas como sobre los derechos de los descubrimientos que hagamos y enseñaremos nuestras respectivas jugadas. —De acuerdo —aceptó Marc, tendiéndole la mano en señal de aprobación. Ella le tendió la suya y sellaron el pacto –Como te considero una mujer de palabra y legal, te adelantaré algunos detalles. De nuevo se sentó a su lado justo en el momento que Paul salía de la casa. —Nunca pierdes tu tiempo, Marc. Veo que estás donde debes de estar y con quien te gustaría estar —le gritó desde lejos mientras lentamente y con cierta precaución se acercaba a ellos –Susan, seis días sin verte y cada vez mas bonita. ¿Tienes algún mágico abono en casa que consiga esos resultados? —Ja, ja –rió ella, siempre coqueta ante cualquier hombre –por supuesto, se llama espejo —y se quedó mirando sonriente a Paul. Cinco eran los investigadores que trabajaban en colaboración en aquellas cuevas de Chuang Kie, pequeña aldea al noreste de Zhoukoudian y a unos treinta kilómetros de distancia. De ellos, Paul Chartreu era el mayor; rondaría los cincuenta años, canadiense, biólogo y paleoantropólogo con varios libros escritos sobre el hombre de Java y siempre viviendo con la duda del “paso decisivo”, como él llamaba a la evolución que debió existir entre el hommo erectus y el hommo sapiens. Extremadamente bromista, gran observador y que por su experiencia, sacaba conclusiones definitivas cuando ella aun andaba recopilando datos básicos. Nunca le negaba una ayuda, información “sub iúdice” como acostumbraba a llamar a sus propias conclusiones y, cuando se encontraban solos, hasta le enseñaba a “mirar”, sacar conclusiones solo contemplando el terreno, los estratos, las formaciones... Siempre atento con ella y nunca intentó ser más amable de lo estrictamente correcto, actitud que ella le agradecía de corazón. Convivían ambos, Paul y Marc, con Tsiang. Este era un elegante chino, anormalmente alto que estudió biología en Inglaterra. Demasiado serio para el gusto de Susan y estrictamente cumplidor de las normas, usos y costumbres de los habitantes de la zona. No se había acostumbrado a la forma de vida europea y nada mas terminar sus estudios, volvió a su China natal para trabajar en el Instituto de Paleontología de Pekín, en el que seguía trabajando, ahora, como delgado en las excavaciones de Chuang Kie. Su trabajo entre ellos consistía en fotografiar, analizar y clasificar todo lo que se iba encontrando, haciendo pequeños croquis para, junto con los informes de Susan y Marc, enviarlos al Instituto donde los estudiantes formarían los libros que luego llenarían las estanterías del Instituto. En muy pocas ocasiones determinaba lugares donde excavar o direcciones a seguir. En otra vivienda algo más alejada y cercana al pequeño poblado de Chuang Kie, convivían dos investigadores más, Andrews y Johnson, ambos norteamericanos y pertenecientes a la nómina de una multinacional muy relacionada con empresas de informática y microbiología. No tenían acuerdos con el gobierno Chino y sus investigaciones estaban más relacionadas con la geología. Paul besó cariñosamente en la mejilla a Susan mientras miraba la vacía taza de té que Marc llevaba en la mano. —¿Puede, tan bella dama, asistir a este pobre desvalido con una sencilla taza de té? —Mientras se levantaba, Susan tomó cariñosamente la mano de Paul sonriéndole. —Pero no me pidáis más que té, caballero, mi casa ya adolece hasta de arroz –y se dirigió hacia la cocina. —Por eso no te preocupes, Susan, Tsiang se ha acercado al pueblo; le han avisado que nuestras provisiones pudieron llegar ayer y ha ido a buscarlas. En agradecimiento a tu compañía y la mirada de tus bellos ojos, como en cada envío, mi empresa te recompensará con provisiones adicionales que mejoren tus perspectivas de supervivencia los próximos meses. —¡Qué dura es la competencia hasta en este remoto lugar del mundo! –saltó Marc ante la oferta de su amigo –No será menor mi aportación en agradecimiento a tu presencia y, en esta ocasión, si me han enviado lo pedido, tendrás una agradable sorpresa. Susan salió sonriendo a “sus” encantadores acompañantes, ofreciéndole su taza a Paul. —Por cierto, Paul, me comenta Marc que no sería inteligente acercarme a la cueva hoy, por el potencial peligro que entraña. ¿Estás de acuerdo con él? —Si, Susan, lo estoy, pero creo que algo tendremos que hacer, puesto que Tsiang, antes de salir hacia el poblado, me ha comentado que sería interesante acercarnos para comprobar la estabilidad de los apuntalamientos que se hicieron hace una semana. Las aguas pueden haber entrado hasta ellos y en el caso de que haya habido algún problema, lo tiene que saber para que el equipo de ayuda lo resuelva antes de volver mañana de Yanqing Zhen. —En ese caso, esperemos que vuelva Tsiang y vayamos juntos a inspeccionar. Necesito salir y hacer algo de ejercicio, esta semana ha sido demasiado larga y tediosa para mi naturaleza.
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CAPITULO V Cerca del mediodía, volvió Tsiang con provisiones y paquetería a las viviendas, cargadas sobre caballería, ya que los vehículos rodados no hubiesen podido llegar hasta ellos. El reparto fue rápido, pues tanto Susan, como sus compañeros, tenían interés en conocer la situación en que las cuevas habían quedado, después de una semana de fuertes lluvias. Todos, incluso los dos norteamericanos, decidieron ir hasta las excavaciones. Al llegar a la altura de una ladera situada a la derecha del camino que tenían que recorrer, vieron como este se había estrechado casi a lo largo de cien metros, como consecuencia de un pequeño deslizamiento de tierras; Marc, que en esos momentos caminaba detrás de Susan, le tocó en el hombro —Esa es la ladera que te he comentado. ¿Ves cómo en ella no hay árboles? Años atrás, en algún momento, debió haber por aquí un gran corrimiento de tierras y, después de un monzón, estas son las zonas más peligrosas. —¿No sabes cuándo ocurrió? —le preguntó Susan muy interesada en el tema —No te puedo decir, pero quizás Tsiang sepa... —No Marc, la geología no es mi preocupación —intervino Tsiang, que les acompañaba—. Quien nos puede aclarar algo es Andrews, el geólogo norteamericano; viene un poco retrasado, ya que va haciendo algunas comprobaciones con Johnson. —Voy a esperarles, me interesa saber la fecha en que pudo ocurrir este desplazamiento de las tierras. —Bien, Susan, te acompañaré en la espera— le comentó Marc, quedándose parado a su lado. Los demás siguieron por la senda hacia la cueva donde estaban excavando. Mientras esperaban, Marc le fue mostrando las características geológicas que demostraban la inestabilidad de la ladera. Viendo el interés que Susan demostraba con sus preguntas, Marc se le quedó mirando intrigado. —¿Qué encuentras de peculiar en todo esto? No conocía tu pasión por la geología. —No la tengo, en cuanto a lo que de geología conlleva la información, sino en cuanto al cambio orográfico de la zona donde nos encontramos. Esperemos a conocer la información que nos pueda dar Andrews y, en base a ella, te comentaré mi opinión. —Bien, será corta la espera; los americanos están ahí. Al llegar hasta donde se encontraban esperándoles, Johnson les avisó. —No es precisamente el lugar más idóneo para pararse a charlar, la estabilidad de esta ladera no me convence en absoluto, y esperemos que no termine por cortarnos el paso definitivamente cualquier noche de estas. —Os esperábamos —le informó Marc —Susan tiene algunas preguntas que hacerte sobre esta ladera precisamente. —Bien, Susan. Intentaré resolver tus dudas —Johnson, ¿tú sabrías decirme, aproximadamente, cuanto tiempo hace que se produjo en esta zona un corrimiento de tierras? —Si mi memoria no me falla, creo que hubo un gran corrimiento en esta ladera allá por el año 1932. Fue después de un gran monzón que estuvo azotando la zona casi un mes y murieron tres personas, aunque esto no te lo podría asegurar —se volvió a su amigo y colaborador, Andrews que, mientras ellos hablaban, había subido unos metros por la ladera, hasta donde se encontraban algunos arbustos; no pareció oír a su amigo—. ¡Andrews! ¿Nos puedes atender un momento? —tuvo que llamarle una segunda vez; por todos era conocida la enorme capacidad de concentración que tenía, y su obsesión por todo lo relacionado con geología y biología. Tras la segunda llamada, el más joven de los hombres de la expedición, se levantó y les miró sorprendido—. ¿Podrías bajar aquí? —asintió, mientras recogía un trozo de la rama de uno de los arbustos. Bajó lentamente y se acercó a ellos. —Andrews, ¿recuerdas el desprendimiento que se produjo en la cabeza de estas colinas que motivó la muerte de personas por los años treinta? —Sí, fue el 17 de Junio de mil novecientos treinta y dos —y volviéndose hacia la ladera, levantó el brazo, y señaló una zona cerca de la cumbre—; en ese punto exactamente. En la actualidad se le ha entregado al departamento correspondiente en Pekín una propuesta para mejorar la estabilidad de la ladera, pero no hemos recibido contestación. —¿Murieron personas en ese desprendimiento? —Sí, Susan, un geólogo y sus dos ayudantes. Pertenecían al Departamento de Geología del Ministerio de Infraestructuras de China. Creo que andaban trabajando en la recuperación de una antigua mina, aunque desconozco la ubicación exacta de la misma. Creo que vivían en una cabaña al pie de la misma mina; todo se lo llevó el corrimiento —Susan se quedó pensativa al oír a Andrews, actitud que no pasó desapercibida a los ojos de Marc—, deberíamos seguir, no está el terreno seguro para andar por este camino, y la tarde va a llegar a su fin en poco tiempo. De nuevo se pusieron en camino hacia la cueva, donde ya se encontraban Paul y Tsiang. Nada más llegar, comprobaron cómo la cueva, sin protección para la entrada del agua caída durante el monzón, estaba completamente anegada, imposibilitando su acceso y, por tanto, poder comprobar el estado de las entibaciones del interior. Tsiang había ascendido por encima de la entrada, para ver si desde la parte superior, en un respiradero natural de la cueva, se podía comprobar algo más, pero desde arriba les hacía señales de que nada se podía ver. Ante tal situación, decidieron, una vez hubo bajado Tsiang, volver al campamento antes de que la noche hiciese la vuelta más complicada. Llegados a las viviendas, se reunieron en la casa de los tres biólogos, al ser la más amplia, para acordar un plan de trabajo. Mientras hablaban, Tsiang sacó un paquete y, de él, un pequeño aparato que enseñó a todos los presentes. —Señores, les presento mi primer teléfono móvil. Con él, estaremos conectados con cualquier lugar y a cualquier hora. Para su carga, viene junto con un alternador de gasolina, de uso exclusivo para los teléfonos móviles —todos se acercaron a ver el aparato y Tsiang, sonriendo, les indicó tres cajas más—; esos son los vuestros. Ya que sus empresas y gobiernos no les dan presupuestos para estos equipos, mi espléndido gobierno ha tenido el detalle de cederos uno a cada equipo con el fin de poder estar intercomunicados entre nosotros, y con el mundo. Por supuesto que, las facturas del uso de los mismos, serán cargadas a sus correspondientes cuentas —y se volvió para intentar ocultar la sonrisa que se le escapaba. Ante tan inesperada sorpresa, el plan de acción quedó relegado, mientras todos se dedicaban a abrir y poner en funcionamiento sus respectivos teléfonos. Tsiang, desempaquetando el alternador, lo llenó de gasolina y lo arrancó para poner en carga las baterías de los mismos. Finalmente, acordaron que, al día siguiente, sería avisado el retén de zapadores para que les ayudasen a recuperar el acceso a la cueva, y reforzar toda la entibación que les garantizara su estabilidad. El resto del día lo pasaron intentando conseguir contactar con los servidores para poder conectarse con sus respectivas familias. |