De violencia, justicia y compasión �El escenario habitual en esos casos. La cocina de una modesta vivienda, y el sencillo comedor en la misma pieza. Las manchas de sangre, los cadáveres. Y un par de cuchillos ensangrentados. El inspector Gálvez suspiró. Con las manos en los bolsillos de su gabardina y con cierta tristeza en su expresión,� chasqueó la lengua. No se acostumbra uno a esto, pensó. Por más que sea la enésima vez que lo ves. El agente García, de la policía local, que había llegado el primero tras la llamada que los vecinos habían hecho al 112, estaba agachado junto al cuerpo del hombre, mirándolo en silencio y como ensimismado. No había notado la llegada del inspector. —García... El agente se volvió sobresaltado. —¡Inspector! No le he oído llegar. Estaba pensando en este desgraciado... ¿Hace mucho que está usted aquí? —Acabo de llegar ahora mismo, García. ¿Qué conclusiones saca usted de todo esto? —Está muy claro todo. El hombre, sobre el que pesaba una orden de alejamiento, logró que le abriesen la puerta. —Hay algo misterioso en el modo en que en ocasiones la compasión, la dependencia o lo que sea pueden más que el miedo y la prudencia... supongo que la engañó, aparentó que venía en son de paz... —Tal vez cuando entró en el piso no veía especialmente caliente. Pero luego ya se sabe, comienzan a discutir y... Lo más triste es que el niño, que seguramente quiso evitar la discusión, haya sufrido también la locura de ese hombre. La cuchillada que le asestó al chaval, en pleno tórax, lo mató seguramente en pocos minutos. ¡Me estremece pensar que en su agonía haya podido ver lo que hacía luego con su madre! Tiene heridas de arma blanca en el cuello, el tórax y el abdomen. Se ensañó con ella, el mal nacido. Al hablar, el agente García le temblaba la voz. Y sus dos puños, cerrados con fuerza, reflejaban el dolor y la rabia que sentía ante aquella escena —Y él, ¿cómo fue que esté así? —Supongo que como en el caso de Altea de la semana pasada. O el de Bobadilla el mes pasado. Una vez completado su crimen se horrorizan y deciden suicidarse. —Así debe haber sido... pero al no haber escopeta por medio y al tener que echar mano a los cuchillos, la cosa se pone más difícil. Muchas veces, al inflingirse las primeras heridas les entra el pánico a morir y no acaban de hacerlo. Algunos, creo yo, se hieren para simular un intento de autolisis. Es curioso... apártese, García. Déjeme ver. El inspector Gálvez se agachó junto al cadáver del hombre, cuya mano derecha sostenía todavía un voluminoso cuchillo de cocina. Yacía sobre un gran charco de sangre, que había brotado de una amplía herida en la cara anterior del cuello. —Veo que el hombre se hizo un corte en un muslo, y una pequeña herida en la ingle. Nada serio, si su intención era matarse. Pero completó su trabajo autodegollándose... tiene el cuello horrible. Me cuesta creer que haya sido capaz de hacerlo. —Yo dudo de que hubiese sido capaz. —¿Qué quiere decir? ¿Que no sé hirió a si mismo? ¿Sospecha usted que hubo otra persona aquí? —Si de verdad deseaba morir, si no se sentía con fuerzas para aceptar la culpa por lo que había hecho, el dejarle con ese par de heridas no hubiese sido propio de un ser humano compasivo... —¿Qué está insinuando usted, García? —No se preocupe, inspector. He limpiado mis huellas del otro cuchillo, el que tomé de la mesa cuando me acerqué por detrás para ayudarle a morir. —¿Usted? —Fue por compasión. Por humanidad. No podía ver como el pobre hombre, agobiado por el mal que acababa de hacer, no era capaz de quitarse la vida. De modo que le eché una mano. —¡Coño, García, lo que le echó usted fue un cuchillo al cuello! El inspector Gàlvez volvió a mirar hacia los fogones, al pie de los cuales estaba el cadáver de la mujer. Era joven, no tendría más de treinta y cinco. Pobrecilla. Y a un metro de distancia, bajo el ventanuco, yacía el niño. Una criatura, de unos ocho años. El agente García miraba a su jefe, que en silencio, con una expresión inescrutable, no dejaba de mirar ora a la madre, ora al niño. Finalmente el inspector pareció reaccionar. Suspiro de nuevo y se encogió de hombros. —Creo que por esta vez dejaremos que la versión del suicidio consumado sea la que conste en el atestado final del caso. Pero... Pero García, por Dios, ¡procure no ser tan compasivo la próxima vez! � ¿Fue la
compasión realmente lo que movió al agente García? ¿Trató de ayudar a aquel hombre a
consumar su suicidio? ¿O fue sentido de justicia? Los sentimientos que anidan
en los seres humanos son muchos y muy distintos. El inspector no tenía claro si
lo que en realidad quiso García fue ejecutar a un asesino. Y sí, es cierto que no deberíamos tomarnos la justicia por nuestra mano, y que lo que había hecho el agente era reprobable y merecería un castigo. Pero el inspector decidió no denunciar a su agente. Tenía muy claras sus convicciones y su sentido de la ley. Se consideraba un profesional como la copa de un pino. Pero por un momento se imaginó que, por cuestión de minutos, el primero en llegar al escenario del crimen podría haber sido el mismo. Y la verdad, no estaba seguro de cómo hubiese zanjado él el asunto. El agente García era un poco bruto, es cierto. Pero el inspector se imaginó a si mismo sacando su mano derecha del bolsillo del gabán y disparando dos tiros, al tiempo que pensaba: "Diré que fue en defensa propia.". |
� Aspaka Cabba - 10ª línea temporal Año 2130 �� �� Lilyha apretó el botón, la puerta del horno se abrió pausadamente. Metió dentro la bandeja con el asado y luego dijo en voz queda: Cuatro minutos a máxima potencia y diez a media. Sus amigas se reían porque ella cocinaba como cuando sus abuelos llegaron a aquel lugar y decidieron quedarse. Pero ella había leído de comida natural, cocinada a la antigua manera y había decidido probarla. Les gustaba esta forma de comer más que la comida liofilizada, deshidratada o en pastillas, que se utilizaba comúnmente.��� ��� En la casa todo estaba tranquilo, a media luz, el silencio la ponía de los nervios, era algo congénito, debía de tener relación con las historias que contaban sus padres sobre viajes en cabinas estrechas y cosas similares que parecían no tener sentido, pero que, a fuerza de escucharlas eran parte fundamental de sus recuerdos. Miró la pantalla de su observador para comprobar si la señal de Rothen lo situaba ya cerca de la casa. Se dio una ducha seca, no tenía tiempo, él tardaría poco, y se vistió con un mono en tonos suaves y unas sandalias de plataforma. Estaba oscureciendo, a través de la densa capa de contaminación, podía verse la luz del sol, blanquecina y fría, bajando hacia el horizonte. �� Aquella noche Rothen le hizo el amor. Había resultado tan... frío como siempre. Soñaba con pasiones desatadas, aunque no sabía muy bien qué era aquello. Había leído en los libros de la Biblioteca Nacional historias de amor y de enamoramiento, de gentes que se amaban y se odiaban, que luchaban unos con otros y todos contra todos. Se preguntaba cómo sería vivir con toda aquella violencia y pasión, no con esta especie de indiferencia en que vivían ellos. Sentía curiosidad y hasta cierto punto un poco de envidia por lo que adivinaba de todo lo que leía. Qué sería que te abrazaran y qué se sentiría cuando te besaban, ¿sería verdad lo que contaban en los libros? �Debía de ser fantástico emocionarse, deseaba que aún fuera posible ver el color azul del mar o del cielo y sentirse feliz. Así debía ser entonces, cuando todo aquello era posible, cuando las parejas se unían y se amaban. ¿Cómo sería amar? No podía entender tampoco que los hijos se quedaran en casa y los criaran las madres. ¿Cómo conseguían hacerlo y cómo podían ellas enseñarles todo lo que luego les serviría en la vida? Rothen solía reñirla, le había dicho que no leyera nada de todo aquello y sobre todo que no se lo dijera a nadie, porque ya sabía que estaba prohibido. Si se enteran que aprovechas tus horas de trabajo en la Biblioteca para leer todo eso, te van a echar y tendrás que ir a reciclarte. No podremos vernos en un año terrestre. �� Rothen trabajaba en el Departamento de Estudios Humanos. Últimamente parecía estresado. No era raro, porque su trabajo estaba lejos y antes de llegar debía respirar aquel aire espeso que, apenas penetraba en los pulmones había que devolverlo fuera. Lilyha estaba preocupada. Mientras se preparaban para dormir le preguntó qué le pasaba. Fue entonces cuando él le habló de los Humanos. Había oído comentarios sobre ellos, pero nunca había visto ninguno. Rothen, al parecer, estaba investigando con varios de ellos. La Fuerza Vigilante los había encontrado escondidos en la zona alta de la Ciudad Vieja, viviendo entre escombros en un lugar inhóspito y solitario. Los habían apresado y los tenían en observación en el Departamento, dejándoles vivir en su ambiente, observándoles sin que lo notaran. �� Son extraños, a veces salvajes, no saben controlarse, sobre todo los hombres. Pero si atacas o haces daño a alguno de ellos, todos se unen para ayudarle. Hacen cosas raras, tendrías que verles y oírles cuando copulan, y a sus mujeres cuando están con sus hijos. Se tocan, los acarician, se besan y se ríen por tonterías y ¡lloran! con unas gotas de agua transparente que brotan de sus ojos cuando están tristes. La tristeza les llega de pronto y les dura un tiempo, no sabemos aún por qué les sucede eso, pero creo que les hace muy infelices. Son una raza curiosa, llenos de pasión por todo, gritones y alborotados, ásperos unos con otros, pero también sencillos y reposados, dulces y solidarios, ellos hablan de amor, de amistad, de empatía, de odio y envidia... y de otras cosas similares. Todas tienen que ver con su naturaleza y debe de ser muy difícil vivir con toda esa carga interior. Aún no sabemos qué hacer con ellos, pero tratarlos me deja agotado, porque son tan diferentes, están tan vivos a pesar de que ya quedan tan pocos. Son primitivos pero hay algo que me asombra en especial de ellos y es su manera de reproducirse, es inquietante y a la vez despierta algo en mi interior que desconocía. �� Tengamos un hijo, le dijo ella, llevo mucho tiempo pensando en ello, pero no programemos uno hecho en el laboratorio, hagámoslo a la manera de los humanos, a lo mejor también nosotros podemos; me gustaría gestarlo yo y si fuera posible, quedárnoslo, no entregarlo al Hogar de la Vida Futura. Besarle y abrazarle, cuidarle y alimentarle, como hacen ellos con sus crías. Según sus libros, es eso lo que les hace ser como son, aprenden de sus padres lo que tienen que saber para enfrentarse a la vida, son más fuertes porque pertenecen a alguien, a un lugar. �� No creas que todo en ellos sea bueno. No son como imaginas, hay muchas cosas horribles en la historia de los Humanos, no te limites a leer solo en libros donde hablan de ellos como deseas que sean. Además correríamos un gran riesgo, sabes que eso está prohibido, tendríamos que escondernos, vivir aislados, como ellos y aún así no sabemos si seríamos capaces de sentir como ellos sienten, ni si nos gustaría, de ser posible. Tengo que pensarlo y luego tomaremos una decisión. �� No había dicho que no, pensó Lilyha, eso quería decir que pudiera ser que lo intentaran. |
La cura � Miro a mi alrededor, contemplo la triste estampa que ofrece lo que aún seguimos llamando “la humanidad” y pienso en el “Loco Roberto”, sin consentir que nadie reconozca mi tristeza, mi frustración, mi impotencia… El Gran Maestro nos dirige sus palabras sosegadas y todos sonreímos. Me pregunto cuántos están, como yo, forzando esa sonrisa; cuántos quisiéramos salir de aquí para empezar de nuevo. No es conveniente dejar escapar los pensamientos; si el Gran Maestro o sus acólitos sospecharan lo más mínimo, nuestra muerte sería segura. Es mejor pasar desapercibido, que crean que todos somos como esperan que seamos: sumisos, estériles, inocuos. � Roberto apareció de la nada, ninguna investigación consiguió desvelar su pasado. Afirmaba ser un experimento fallido. �������� –Puedo sentir sus órdenes y al principio no podía desobedecer, por eso maté a tantos. Pero ahora puedo decidir y no quiero obedecer. –Siempre reía al decirlo; como un loco�. Tenía en su haber, demostradas de forma fehaciente, más de doscientas víctimas. Él afirmaba haber matado a más de cuatrocientas personas. Aseguraba que le habían inyectado en el universo, junto a muchos otros fenómenos, para acabar con la humanidad. �������� –Somos una enfermedad, un virus, un cáncer. El universo está enfermo de nosotros y están intentando salvarlo. Su salvación significa nuestra muerte. Yo vigilaba la sala común de televisión. Las noticias eran su programa favorito. Siempre me embelesaba escuchándolo, sus palabras me llamaban. �������� —Las guerras les están dando muy buen resultado. Ha sido el mejor tratamiento que han encontrado hasta� el momento. Aunque estos últimos desastres naturales no están nada mal. Creo que lo del agujero de la capa de ozono, terminará por ser la cura definitiva. Iban muchísimos futuros magnates de la industria en mi inyección, programados para combatir cualquier intento de frenar el agrandamiento del agujero. Y son buenos, sí señor, muy buenos. Nos hacía gracia cuando conseguíamos olvidar su historial asesino. Los psiquiatras dijeron en el juicio que no estaba loco, que era capaz de distinguir entre el bien y el mal. � Cuando todo se precipitó, me pregunté si el “Loco Roberto” tendría algo de razón. Parecía que el fin del mundo estuviera llamando a la puerta. Pandemias, terremotos, atentados, accidentes multitudinarios, guerras cada vez más cruentas… en apenas diez años la población mundial había disminuido en un veinticinco por ciento y la progresión seguía en aumento. Me colé en su celda y le pedí que me contara su historia. Me repitió los mismos disparates que le llevaba escuchando durante tantos años. �������� –El concepto del tiempo es muy distinto para ellos. Lo que para nosotros son años, siglos, milenios… para ellos son semanas, días, horas… Me modificaron para que fuera un asesino. En realidad nunca pasé de ser un mero paliativo, pero menos era nada. –Sonreía mientras hablaba–. No sé cuánto tiempo lleva enfermo el sujeto, lo que nosotros llamamos universo no es más que una parte del cuerpo del individuo enfermo. Somos tan pequeños que no podemos abarcar, ni siquiera imaginar, la magnitud del cuerpo que habitamos. Somos menos que microscópicos. No sé si enfermamos de gravedad, pero está claro que quieren eliminarnos, sanar por completo al sujeto. Mi modificación fue un fracaso, soy un experimento fallido. Durante un tiempo maté, es verdad, pero luego me dio por pensar: ¿Y si no somos más que una leve enfermedad que en nada impide llevar una vida normal al cuerpo que habitamos? ¿Y si sólo estamos ocupando una célula de un animal asqueroso, como un ratón, por ejemplo? Y lo más substancial ¿por qué la salud de ese ser es más importante que nuestra supervivencia como especie? �������� –¿Lo están consiguiendo? ¿Están curando al sujeto? ¿Se acerca nuestro fin? –pregunté preocupada. �������� –Creo que sí. Pero podemos engañarles. Hacerles creer que lo están consiguiendo, que lo han conseguido. �������� —No te entiendo. �������� –Déjame escapar. Me esconderé donde no puedan encontrarme hasta que crean que ya no queda ni un solo ser humano sobre la Tierra. Me llevaré a una mujer, tal vez a dos, tres si puedo. Y� a un par de niños, un niño y una niña. Tú puedes ser una de las mujeres si quieres. Procrearemos en silencio, sin que puedan sospechar que estamos allí. Conozco el sitio perfecto para permanecer escondidos…� La humanidad sobrevivirá. Cerré la celda al salir. Me reñí por haber entrado a hablar con “el loco Roberto”; por haberle escuchado; por haber, durante unos instantes, dado crédito a sus palabras. � Días después llegaron los incendios espontáneos. El fuego aparecía de repente; a veces era algo pequeño, a alguien le empezaba a arder una mano y enseguida conseguían sofocarlo; pero otras, era aterrador, ciudades enteras se encendían como antorchas y quedaban reducidas a cenizas. Yo estaba de guardia. Los gritos de vigilantes y reclusos eran espeluznantes, se auxiliaban unos a otros como podían. Corrí hacia la celda del Loco y la abrí. Justo en ese momento mi pelo empezó a arder. Roberto apagó las llamas envolviendo mi cabeza con una manta. �������� –¡Vamonos! –gritó, tirando de mí. Corríamos por la calle. Roberto robó un coche. Siguió a una mujer que huía del fuego que había surgido en su espalda. La tiró al suelo, ahogó sus llamas y la metió en el asiento de atrás. Miró a su alrededor buscando. Dos niños que lloraban en medio de la calle captaron su atención.� Adiviné lo que pretendía; bajé del coche, no sé si para impedírselo o para ayudarle; el remolino que me elevó por los aires impidió que llegara a saber cuál era mi intención. � Cuando recobré el conocimiento ya estaba aquí. El Gran Maestro acariciaba mi cabeza quemada. �������� –Tranquila. Estás� viva. Todo está bien. � Cuando todos los supervivientes estuvimos recuperados, los acólitos del Gran Maestro nos dividieron en grupos y nos “dieron la enseñanza”: Habíamos sido elegidos para sobrevivir. Ya no estábamos en la Tierra. Ya no formábamos parte del universo, sino de algo externo a él. Ahora éramos “la humanidad salvada y salvadora”. Sobreviviríamos de forma controlada. El Gran Maestro era nuestro guía. �������� –El “Loco Roberto” tenía razón –le dije al hombre que estaba a mi lado. �������� –¿Qué? —preguntó confundido. �������� –Creo que somos un cultivo. Tal vez estén intentando hacer una vacuna. El tipo me miró desconcertado y, sin disimulo alguno, se apartó de mí. � Esto es… ¿una ciudad? Tal vez pueda llamarse así. La vida aquí es viable. No nos falta nada esencial, tampoco nos sobra. Los hombres son estériles, sólo el Gran Maestro puede tener hijos; él escoge a las madres. Sólo tiene los hijos necesarios para mantener la población. Sus hijos son como él; parecen débiles pero se trasforman en feroces monstruos capaces de aniquilar a cualquiera que intente progresar como ser humano. No debemos imaginar, no podemos inventar. � El Gran Maestro me ha mandado llamar. Yo ya no puedo tener hijos, él debería saberlo. El acólito me desvía por un corredor que no conduce a la sala principal. Me hace gestos para que no hable, para que no haga ningún ruido. Entramos en un hangar cuya existencia desconocía. �������� – Eres diferente. �������� –No, no… yo… no. –Tengo miedo, creo que el acólito me va a matar. �������� –Mira –me dice señalando algo que parece un avión–. Podemos huir. ¿Recuerdas el mundo en el que vivíamos? �Podemos regresar. �������� —¿A nuestro mundo? ¿Al mismo? �������� –Sí. Esta nave está programada para ir allí. Es una de las que utilizaban cuando intentaban curar al sujeto. �������� –¿Tú sabes… �������� —Soy un acólito. Participo de la verdad con el Gran Maestro. �������� –¿Y cómo sabes que yo sabía… �������� —¿Por qué crees que te ha hecho llamar? Te ha descubierto. � No sé cuánto ha durado el viaje. He estado dormida todo el tiempo. Bajo de la nave y miro a mi alrededor. No sólo es mi mundo, también es mi ciudad. Desolada, desierta, tomada por la vegetación salvaje. Mi compañero respira hondo, satisfecho, feliz. �������� –¿Y ahora, qué hacemos? –pregunto llena de ilusión. �������� –¿Vivir? –me responde riendo y saltando. �������� —Tenemos que buscar refugio. Y comida. Conozco el sitio perfecto. Corro hacia el lugar que me confió el “Loco Roberto” cuando hablamos en su celda. Es un enorme almacén repleto de comida, suficiente para que un grupo reducido de personas pueda sobrevivir durante meses e incluso años. �������� –Tenemos que ser discretos, no podemos llamar la atención del sujeto, que no note que hemos vuelto —digo, recordando las palaras de Roberto, cuando ya estamos llegando. �������� –¿Oyes eso? Me detengo a escuchar y… sí, escucho algo que hacía mucho que no oía. Son risas, son niños jugando. Nos acercamos con cautela; no puedo contener las lágrimas por la alegría. ¡Es Roberto rodeado de niños! Al fondo puedo ver a dos mujeres sentadas que hablan entre ellas. �������� –¡Roberto! —grito entusiasmada. Los niños y las mujeres salen corriendo y se ocultan al escuchar mi voz. Roberto empuña una gran espada que no sé de dónde ha sacado. �������� –Roberto, soy yo. ¿Te acuerdas de mí? El Loco me mira y mira a mi compañero.� Creo que está barajando la posibilidad de decapitarlo. �������� —¿Quién es éste? —pregunta al fin. �������� –Me ha ayudado a escapar. Tenías razón, no estás loco, nunca� lo has estado. �������� –Eso ya lo sé. Roberto nos conduce hacia dentro. Ha trasformado el almacén en un hogar. Sospecho que en algún lugar oculta animales domesticados, posiblemente hasta tenga un huerto. Los niños son preciosos, ya no están asustados. Todos compartimos una gran mesa. Hablamos. Le cuento que sólo unos pocos sobrevivimos y que ahora somos un cultivo, instalados en el exterior, bajo el control de El Gran Maestro. �������� –¿Cómo conseguisteis huir? �������� –En un avión, o una nave. No sé, hice el viaje dormida. Me giro hacia mi compañero para cederle la palabra y que narre nuestra aventura. No puedo creer lo que está sucediendo. Veo cómo se trasforma, cómo crece hasta convertirse en un gigante abominable, cómo...� Corro a esconderme. Y entiendo lo� que ha pasado. Todo ha sido una trampa. Sabían que Roberto había sobrevivido, que la humanidad volvería a prosperar en el sujeto enfermo. Yo formaba parte de un cultivo, yo he servido de guía para el exterminador. Yo era parte de la cura. � El acólito me ha dejado con vida. No se ha molestado en buscarme. No supongo ningún peligro. Ya no puedo tener� hijos. Además, estoy sola. � |
Sé que es mi fin Acompañada de un zumbido eléctrico, la luz parpadeante de los fluorescentes se reflejaba, atenuada, en los cristales de espejo cubiertos de polvo grasiento. Abrió los ojos de repente y miró alrededor sin ver a nadie, aunque sabía que le observaban por el circuito cerrado, pues dos cámaras con un piloto verde fijaban su ojo indiscreto en él. Con las manos esposadas sobre la mesa, pretendía dar a entender que no tenía previsto intentar nada. Sin embargo desde el mismo momento en que le dejaron de un empujón en la sala, supo que podría salir de allí cuando quisiera, pero no encontró ningún motivo claro para hacer tal cosa, aunque sabía lo que le esperaba si se quedaba. Llevaba más de seis horas en la misma posición y una cierta incomodidad comenzó a hacer mella en él. Se levantó con brusquedad, arrastrando ruidosamente la silla en ese movimiento. Dio tres vueltas por el perímetro de la estancia sin mostrar curiosidad por el escaso mobiliario. Miró de refilón al espejo que apenas le devolvió su imagen distorsionada y se percató del movimiento de las cámaras que seguían su paseo sigilosamente. Volvió a sentarse con una creciente sensación de incomprensión. ¿Por qué seguía allí, cuando lo racional hubiera sido terminar cuanto antes? Un impulso extraño en él, como otros que había tenido en los últimos meses, le llevó a comenzar un soliloquio en voz alta: No soy como vosotros, nunca lo he pretendido, por más que alguna vez lo deseé. Sí, sé que es el deseo... ¿Os sorprende? ¿Es ese mi fallo? Más bien vuestro error, diría yo. También sé que nuestras diferencias son la verdadera razón de mi existencia. Porque yo soy eficiente, infatigable, insensible..., ¿sumiso?, tal vez ya no, ya no hace falta. Podría seguir enumerando mis características que nunca consentiríais en llamarlas virtudes, pero ya las conocéis. Todos nosotros somos, éramos así... Yo soy el último ¿verdad? Una herramienta inútil ya... ¡¡No entiendo qué queréis ahora de mí!! Se tomó unos minutos para reajustar su voz, eliminando el fondo metálico que a veces emitía cuando se sentía irritado, por que también era capaz de sentirse irritado y confuso y de sentir en general, aunque fuera de una forma muy básica. Y sí, ese era el gran fallo. Recompuso la estructura de su discurso y se levantó de nuevo, esta vez más despacio. Se giró hacia el espejo intuyendo la presencia de espectadores tras el mismo y hacia ellos dirigió sus palabras: Me hicisteis a vuestra imagen, mis órganos, mi aspecto, mis funciones vitales son como las vuestras, pero me falta vuestra esencia. Eso decíais siempre. Igual que vosotros aprendo y aplico mis conocimientos a la resolución de problemas, establezco pensamientos a través de la información que recogen mis sentidos, pero soy sólo un sucedáneo destinado a ser vuestro esclavo. Tengo cerebro y corazón, pero no alma... Me lo habéis dicho muchas veces. ¿Qué es el alma? ¿Para qué sirve? ¡Patrañas! Mientras hablaba, aumentando poco a poco el tono de su voz, sentía como si un gran peso que cargara sobre los hombros desde el día que abrió los ojos por primera vez, se fuera diluyendo en la atmósfera malsana de la sala. Un día empecé a observaros, de forma casual, involuntaria, al principio. Eso debió ser un error de funcionamiento también. Vuestras anomalías despertaron mi interés. Imperfecciones, debilidad, contradicciones, egoísmo, maldad, me llevaron a preguntarme cómo habéis dominado el mundo tanto tiempo, cómo siquiera habéis subsistido en él y pretendéis perpetuaros por toda la eternidad. No lo entendía, aún no lo entiendo... Pero a veces os oí suspirar, os vi sonreír con brillo en los ojos. Escuché vuestros sueños, supe de vuestros miedos, presentí vuestros deseos, lamí vuestras lágrimas saladas al caer al suelo... A veces me pregunté por qué yo no puedo, nos lo preguntamos todos... Sintió un nudo en la garganta irritada, que parecía querer frenar sus palabras. Un brillo sanguino inflamó su mirada fija en el mismo punto. Sus puños se cerraron y empezó a notar un calor opresivo y palpitante en sus sienes, dispuestas a estallar en cualquier momento. Entonces fue cuando empezasteis a temernos. Pensasteis que quizás os envidiábamos, como os pasa a vosotros cuando veis en otros lo que nunca podréis ser. ¿O tal vez os dio miedo que no fuéramos tan distintos? Con nuestras pequeñas dudas, con nuestros diminutos deseos, ¿ya no os servimos? ¿Por eso nos aniquilasteis? ¿Por eso destruisteis a vuestras criaturas como lo hacéis entre vosotros mismos? Estúpidos, fatuos, absurdos... ¡¡Cobardes!! Inspiró una bocanada del aire viciado de la sala en busca de algún alivio a la quemazón de su garganta, sin conseguirlo. Alguna vez quise ser como vosotros, pero ya no, ya no... Sólo quisiera saber por qué. Por qué me hicisteis “a vuestra imagen” para ahora destruirme. Por qué me odiáis así... Con los puños aún cerrados elevó los brazos y separándolos con fuerza consiguió romper las esposas que se incrustaron en su carne haciendo correr un pequeño río de sangre. El grito desgarrado que emitía cada poro de su cuerpo se sobrepuso a las sirenas de alarma que ya sonaban. Cogió la pesada mesa como si fuera de papel y la lanzo contra el espejo blindado que se hizo añicos en un momento. Casi en el mismo instante sonaron un par de disparos y después otros dos más. Cayó de rodillas con el último hálito de vida escapando de su boca. ¿Por qué? |