Desde hoy hasta el 18 de diciembre a las 22:00 se podrán subir relatos a este hilo relacionados con la NAVIDAD.
� Navidad en Bora Bora � �� Acodada en la barandilla del magnífico porche de la villa en la que pasaban unos días de vacaciones, Manuela miraba el intenso azul del mar que se mezclaba en el horizonte con el del cielo. A ambos lados de un sendero de madera, se erguían sobre las tranquilas aguas del mar, varias pequeñas villas que se reflejaban en el cristal líquido como setas creciendo juntas. Vestida con un pareo de colores, miraba y esperaba. Y meditaba. ¿Qué hacía allí? Pasar la Navidad en Bora Bora le había parecido una idea fascinante, ahora sentía lo lejos que estaba de todo su mundo y se preguntaba qué le había llevado hasta ese lugar extraño sin apenas pensárselo. �� La respuesta era Esteban, su jefe y su amante. Llevaban dos años con aquella especie de relación que lo era todo y sin embargo no era nada. Siempre se había prometido que jamás se enamoraría de compañeros de trabajo y mucho menos del dueño del negocio. Pues allí estaba en el confín del mundo, lejos de todo lo que conocía, esperándole. Hacía tres días que él le había propuesto pasar la Navidad lejos; esa sería la única manera de poder hacerlo juntos, por lo menos para él que era el que tenía compromisos familiares. La disculpa que había puesto a su gente, si es que había necesitado alguna, solo la sabía él. No era un hombre que diera muchas explicaciones, así que ella no preguntaba. �� Esteban le gustaba mucho, rondaba los cincuenta y estaba en lo mejor de su vida. Era un hombre de éxito, educado y atento; sabía muy bien cómo tratar a una mujer para hacerla sentir importante y en la cama era apasionado y generoso, dispuesto siempre a complacerla. Sabía que no debía enamorarse y menos crear expectativas de futuro con relación a él. Así todo, dudaba. Parecía muy enamorado de ella, no le negaba cualquier cosa que deseara y le dedicaba tanto tiempo que más parecía ella su esposa que la que lo era en realidad.� Este viaje había sido una sorpresa. No era la primera vez que iban juntos a sitios preciosos en los que disfrutaban de la libertad de poder moverse sin preocuparse de nada. Pero esta vez, en Navidad, le pareció extraño. ¿Había algún significado en aquello? �� — Ya está, querida, tenían razón en el Hotel, el barco es muy agradable y parece seguro. Llevamos una tripulación mínima y un mayordomo que se ocupará de lo que necesitemos. Y hay un gran jacuzzi que podremos disfrutar cuanto queramos. �� La miraba sonriente con el ademán decidido del que está acostumbrado a mandar. Le había propuesto pasar el día navegando entre las islas para ver el maravilloso paisaje y además disfrutar de estar solos. Irían desde Bora Bora hacia Raiatea, Taha’a y Huahine. �� — Podremos hacer pesca submarina si lo deseas. �� A ella le apetecía más, mucho más, meterse en el jacuzzi los dos y relajarse. También pensaba en otras cosas que seguro iban a surgir en ese día en alta mar. Así que alejó de sus pensamientos el submarinismo para concentrarse en las sensaciones que le producían algunas ideas que iba a poner en práctica enseguida. �� Sentada en la popa, bajo el toldo blanco y tirante, notó la mirada de Esteban recorriendo su cuerpo despacio, como si fuera la primera vez que la veía. No podía negarlo, aquel hombre la descolocada con solo mirarla. Agarrado a la barra del timón, dejaba que las velas del yate se tensaran, inclinándolo un poco a babor. Estaba muy sexi. Pasó la lengua por sus labios y él le sonrió divertido. Contemplaron el fondo marino a través del grueso cristal, saborearon unas cigalas muy bien preparadas, dormitaron bajo el toldo, porque estaban cansados después del delicioso baño y la pasión. Aún podía sentir el tacto de sus manos y sus labios en su piel, así que estiró todo su cuerpo voluptuosamente, llena de pereza y satisfacción. Recordó entonces que era veinticuatro de diciembre, que esa noche sería Nochebuena en casi todo el mundo, que las familias, incluida la suya, se reunirían al rededor de la mesa a cenar juntos, recordar navidades pasadas, personas que ya no estarían nunca más. Rememorarían los viejos guisos de la abuela, los postres de su madre, las risas cuando eran niños y los juegos y disfraces, los turrones y los brindis. Sintió un pinchazo en el lado izquierdo. ¡Qué tontería! a ella hacía mucho que no le gustaba la Navidad. Era un engaño todo aquel teatro. Estaba deseando que todo pasara pronto. Por eso le había parecido una buena idea el viaje, por eso y porque le gustó mucho que él prefiriera pasar aquellos días con ella a quedarse con su familia. Era un pensamiento egoísta, pero esto le hacía sentirlo un poco suyo. � � �Esteban estaba preocupado. Aquella mujer le volvía loco, ninguna otra era tan buena pareja en la cama, era perfecta para sus necesidades. Sensual y sincera, sin falsos prejuicios, sin artificios. Sí, estaba loco por ella. El tiempo había pasado muy rápido y se sentía aún como el primer día que la conoció, entrando en su despacho, con la sonrisa abierta y la mirada limpia. Ya, nada más verla, la deseó. No era solo un deseo sexual. Sería, pensó, una buena cómplice para la cama, si, pero también para acompañarle cuando necesitara, como siempre, ausentarse, desaparecer, perderse. Habían sido dos años perfectos. Pero tocaba ya tomar una determinación. Aurora le había dado un ultimátum. No sabía bien qué sucedía, o no quería saberlo seguramente. Aquello no era la primera vez que sucedía, solo que ahora la cosa se estaba alargando demasiado. Cuando le comunicó que no estaría en casa para la Navidad ni siquiera le preguntó a dónde iba y con quién. Ella sabía muy bien cuando él estaba dispuesto a dar explicaciones y cuando no. Y en aquel momento era que no y muy firmemente. �� El día había sido perfecto, Manuela le había colmado por completo, aún la miraba y sentía su cuerpo bullir; recostada en la tumbona, con la piel brillante, era la viva imagen de la juventud y la sensualidad. Para entonces y después de mucho pensarlo, él había tomado una decisión y tenía que comunicársela. Aquel viaje era especial, sería siempre un recuerdo inolvidable y buen marco para lo que tenía que decirle. �� Esa noche la esperó en el comedor del Hotel. Una ligera brisa movía las cortinas, tan finas y suaves que parecían de papel. La vio acercarse con su vestido negro ajustado al cuerpo y las sandalias de altísimo tacón, la melena rodeando su cara en la que resplandecía una sonrisa. Varias personas se volvieron a mirarla. Una íntima satisfacción le recorrió por dentro: es mía, se dijo orgulloso. Pidieron una cena especial: era Navidad. A las doce brindaron con champán. Bajaron a la playa la botella y las copas y pasearon enlazados, se besaron. Esteban sacó una cajita del bolsillo y se la entregó a Manuela. Era una cadena muy fina de la que colgaba una aguamarina engarzada en un chapita ligera en la que había una inscripción: Vuelve. La emoción de la mujer casi le dolió en la boca del estómago, le besó y le pidió que le pusiera el colgante, luego le preguntó qué quería decir con aquella palabra. �� Le miró a los ojos y no necesitó que se lo explicara. De pronto comprendió el significado de aquel viaje, de aquella Nochebuena única y especial. En los ojos de él se leía una súplica, los labios le temblaban, parecía asustado. Sintió pena por él, tan fuerte, tan seguro, tan acostumbrado a que siempre se hiciera lo que él deseara. Tan perdido ahora. �� Aquella noche fue perfecta, nunca podrían olvidarla, volvería una y otra vez a su memoria para recordarles que existía la perfección y la intimidad más profunda. Manuela despertó por la mañana con una inquietud que la atenazaba. Tal como ya sabía Esteban no estaba. Sobre la mesa, con el desayuno una nota que decía: Nunca te olvidaré, ya lo sabes. No me olvides tú a mí y dame alguna oportunidad en algún momento, porque dudo si podré vivir sin ti. Puedes quedarte hasta cuando quieras, está todo pagado. Los pasajes para volver están en tu bolso. |
El gordo de navidad Esta vez no había cogido lotería. Nadie se la había ofrecido. Otros años sólo compraba si sus amigos, compañeros de oficina, o los vecinos, hacían una adquisición masiva. Entonces pillaba algún décimo del mismo número, casi siempre compartido. Una vez una novia le regaló participaciones de cinco euros de diez números distintos. Jamás le tocó nada. Las costumbres navideñas cada vez le aburrían más. Nunca entendió a que podría referirse eso del espíritu navideño. Ni siquiera de pequeño. Ese ansia de comprar, de comer, de beber… ¿Alguien podría pensar que eso se parecía a la felicidad? ¿Dónde estaba en todo eso el amor al prójimo, la solidaridad, los deseos de paz mundial? Sus amigos también le aburrían cada vez más. Estúpidos, arribistas, egoístas. Como él mismo, no lo negaba. Ya no había novias, desde hacía tiempo. De cuando en cuando un polvo rápido con la primera que se pusiera a tiro y si te he visto no me acuerdo. Nunca le importó demasiado lo que los demás pensaran de él, excepto tal vez, lo que pensaran aquellos a quienes aún apreciaba o admiraba. Pero haciendo un recuento rápido no estaba seguro si todavía quedaba alguien a quien otorgar su aprecio o admiración. En octubre se había despedido del trabajo. No podía soportar a sus compañeros. Y menos que a ellos a su jefa, con quién, por otro lado, no se llevaba tan mal, una vez asumido que él hacía el trabajo sucio y ella se llevaba los honores y la pasta, claro, la pasta… Era esto último lo que había terminado por no poder aguantar. Tomaba un café y un bollo en la barra del bar de la esquina mientras los niños de San Ildefonso voceaban sus números monótonamente desde la pantalla panorámica del fondo. Nunca había entrado antes en ese garito, siguiendo su costumbre de no relacionarse con los negocios de su entorno más cercano. Enseguida se arrepintió de haber roto la tradición. El café estaba frío y el bollo seco... ¿Merecería la pena reclamar? … Las once de la mañana y todavía no ha salido ningún premio importante... La voz del locutor no ocultaba su aburrimiento, aparentemente tan profundo como el de la mujer que trasteaba sin un fin concreto tras el mostrador. —Camarera, por favor —y continuó en un tono más bajo—. Este café está más frío que lo que tienes tú entre las piernas... —¿Perdón? —Qué el café está helado. ¿Me puedes poner otro? —Por supuesto, señor. Ya puede disculparme, la cafetera estaba recién enchufada y no se habría calentado el agua. Morena, con un par de hebras canosas, alta, ojos pardos, sonrisa extraña. Vestía con corrección, y hasta casi, casi, mojigata. La falda y la blusa, que parecían del Corte Inglés, le sentaban bien, aunque algo en el conjunto parecía no encajar. Quizás lo que tenía entre las piernas no estaba tan frío, después de todo... Por un momento la imaginó semidesnuda, sentada en la barra, mientras le empujaba la cabeza entre los muslos. El aroma del café, esta vez humeante, le borró cualquier imagen de la mente, dónde volvió a reinar el soniquete infame de cifras y premios, a los que ya no podía optar. No había más que otra pareja en el local. Sentados en la mesa más alejada de la barra, él, con pinta de capullo convencido, hablaba entre dientes y ella, una mezcla de furcia y mosquita muerta, parecía a punto de echarse a llorar. Una náusea le subió del estómago. Este mundo es una mierda, pensó, ¿quién puede soportar el olor? Se tomó el café, que abrasaba, de un tragó y como una especie de fuego purificador fue abriendo camino desde la garganta hasta su conciencia. Metió la mano derecha en el bolsillo de la americana y la notó allí, quieta y fría. Imaginó sus destellos al apretar el gatillo. Nunca tuvo muy claro para qué la compró, ni por qué la llevaba siempre consigo desde hacía unas semanas. Tal vez, por si llegara el momento, de forma inesperada e ineludible, en que lo mejor fuera quitarse de en medio. Lo que sí tenía claro es nunca antes había presagiado nada parecido y aunque durante diez segundos lo intentó, no consiguió resistirse... El capullo convencido, con su cara de rata apestosa, merecía ser el primero. No sería fácil encontrar a alguien que le echara de menos. Con un movimiento rápido, casi de profesional, sacó el arma del bolsillo, apuntó y disparó. La bala entró por un carrillo del tipo y resurgió cerca de la oreja opuesta, dejándole un gran agujero a la salida y proyectando una masa viscosa hacia la pared. La camarera gritó espantada, pero él no pudo oírla. Nunca había estado tan concentrado en su vida. La otra, la mosquita muerta, pronto fue también la zorrita muerta. ¿Qué iba a hacer ella sin su hijo de puta favorito? Seguro que no sería capaz ni de respirar sin la ayuda de las humillaciones cotidianas de su amorcito... Lo cierto es que ella no se dio ni cuenta. Apenas llegó a comprender por qué su hombre se desplomaba sobre la mesa, con una horrible mueca deformándole su asquerosa sonrisa. La mancha roja que le brotó bajo el hombro izquierdo se iba agrandando por momentos, aunque ella ya no respiraba. La camarera dejó de gritar. Se quedó paralizada con expresión de horror, clavándose las uñas en las palmas de las manos y llegando a hacerse sangrar. En unos minutos había perdido cualquier atisbo de atractivo que antes pudiera haber apreciado. ¿Qué podía quedarle en la vida a una mujer así? Nunca, nunca, encontraría lo que buscaba. Nunca encontraría un príncipe azul. Nunca le tocaría la lotería. Casi a quemarropa la disparó bajo el ombligo y nuevamente cerca del cuello. Para ser la primera vez no está tan mal, se dijo mientras apuntaba hacia la pantalla gigante, dudando de si por fin acallar el odioso sainete. ... veintiocho mil noventa y cinco: cuatrocientos mil euros; veintiocho mil noventa y cinco...
Apoyó con firmeza el cilindro hueco sobre su sien. Negó mentalmente y dirigió, con calma y sin temblar, la mano cargada hacia la boca. Sintió sólo un instante el acero suave en el cielo del paladar y enseguida la ligera presión de su índice sobre el gatillo. Nada más. Después ya no sintió nada más. |
Renata y Sofía � Víspera de Navidad Renata se despierta antes que suene el despertador estaba ansiosa después de varios años se encontraría con su prima Sofía en la vieja casa de la abuela, esta vez serían las anfitrionas de la Navidad. |
Mi amigo Pedro Me lo regalaron hace muchos años. En realidad yo pensé que me lo había traído Papa Noel. Porque lo encontré, entre un gran montón de paquetes, al pie del árbol, junto a la chimenea de la sala de casa, la mañana de un 25 de diciembre. Recuerdo que me extrañó mucho. Yo había escrito mi carta utilizando una planilla de líneas paralelas para que me quedase más presentable. Luego la había colocado con ilusión en la boca de aquel gigantesco peluche con forma de reno, que delante de los almacenes de la plaza Mayor hacía las veces de buzón, situado junto a un pobre hombre, vestido de rojo y blanco que no paraba de agitar una campanilla que tomaba con una mano enguantada. Aquel sujeto nunca me hizo sospechar nada, puesto que yo suponía que era un emisario o ayudante del verdadero Papa Noel, y justificaba su aspecto pensando que seguramente su patrón, con el gasto que debía tener en juguetes, apenas les pagaba a sus ayudantes. En mi carta, tras explicar que me había portado razonablemente bien todo el año, había pasado a enumerar una serie de posibles regalos que esperaba obtener de la bondad y amabilidad de aquel anciano obeso y bonachón que según me decían acudía todos los años desde Laponia con su viejo carro y su manada de renos. Recuerdo que le pedía algunas de las cosas habituales en estos casos, como hacían la mayoría de los niños de mi edad. La bicicleta, el balón de reglamento, el juego de química, el coche teledirigido y el barco pirata de Playmovil. El caso es que aquello yo no lo había pedido. Nunca se me hubiese pasado por la cabeza hacerlo. Y sin embargo, allí estaba. Dentro de una pequeña caja envuelta con papel de color verde brillante, con un lazo de seda azul, y con una cartulina colgando del lazo, en la que se veía claramente escrito mi nombre: "PEPIN". Nunca supe quién fue el autor de aquel regalo. Nos reuníamos toda la familia, los abuelos, mis padres, tíos, hermanos y primos. Y los más pequeños, como era mi caso, recibíamos muchos regalos. Con el tiempo aprendí que era fácil saber quién me los había hecho. Los calcetines de rombos no podían ser de otra persona que de mi tía Rosario. Los libros, unas veces de Verne, otras de Salgari, incluso de Karl May, eran de mi madre. Los rompecabezas y los puzzles, de los abuelos. Los juegos de mesa, de mi tío Alfredo. Por aquel entonces yo estaba convencido de que los regalos los traía Papa Noel. De modo que en principio no me planteé la cuestión del origen de aquel singular regalo. Pero cuando pasaron los años y descubrí de que iba, en realidad, esto de la navidad, el árbol y los regalos, me encontré con que nadie supo darme razón de la procedencia del mismo. Nadie recordaba habérmelo regalado. Y tampoco nadie supo explicarme para que servía. El único que aventuró una posible explicación fue mi primo Guillermo, que dijo que aquello era un testigo como el que se pasan los atletas y corredores en las pruebas de relevos. La verdad es que no tardé en acostumbrarme a aquella cosa. Con el paso de los años la utilicé de varias formas y le di variados usos. Unas veces fue un práctico pisapapeles, otras veces un sencillo utensilio para agitar el chocolate o las natillas. Además descubrí que por la noche emitía una luz muy tenue, una leve luminiscencia de tonalidad anaranjada. Transcurrieron muchos años antes de que lo del misterioso regalo navideño quedase definitivamente aclarado. Fue en la universidad, en la residencia para estudiantes del Campus. Me matriculé el pasado verano, y como vivimos en una pequeña población a más de cien quilómetros de la capital, la residencia Universitaria pasó a ser mi hogar, hogar que sólo dejaba cada quince días para pasar un fin de semana en casa con la familia. Mi compañero de habitación era un tal Pedro Bermúdez. Un chico de origen extranjero, yo diría que de los países nórdicos o alrededores. No le pregunté por ello por no parecer indiscreto, pues me pareció que no le gustaba recordar cosas de su parentela. Era un chico triste y melancólico, que por las noches solía salir al jardín y pasar allí un buen rato sentado en banco, mirando fijamente hacia el norte. El primer fin de semana del curso, en vez de darnos permiso para acudir a nuestras casas, recibimos la visita de nuestros padres. Y comprendí enseguida que los padres de Pedro eran adoptivos. Dos personas como ellos no podían ser los padres biológicos de aquel chaval pelirrojo y de piel tan blanca. Pero descubrí algo más respecto a sus padres. Vamos, lo descubrió mi madre, cuando coincidimos en el hall de la residencia. Aquel matrimonio y su hijo habían sido vecinos nuestros. Por lo visto no nos habíamos relacionado apenas con ellos, y por eso yo no les recordaba, pero según me contó después mi madre habían vivido hasta hacía ocho o diez años en una casa con jardín situada a un par de calles de la nuestra. Aquella noche, cuando me disponía a pagar la luz de la mesilla de noche recordé que mis padres me habían traído aquello. Yo lo había dejado en casa, en un cajón de mi mesilla, pues no había entrado en mis planes llevármelo a la Universidad. Pero ellos lo habían encontrado y pensaron que lo había olvidado. Mi compañero de habitación ya dormía. Lo tomé y puse sobre mi mesilla, junto a la lámpara. Apagué la luz, la habitación se llenó de la suave luminiscencia que emitía el objeto. Mire hacia Pedro, que dormía vuelto hacia la pared. Durante años yo había dormido solo y aquella luz me había acompañado siempre, pero ahora era distinto, pensé. De modo que lo tomé y lo guardé en lo más profundo de mi mochila. Llegaron las vacaciones de Navidad, y comenzamos a hacer los preparativos para pasarlas en nuestros respectivos hogares. Habíamos pasado la tarde ordenando nuestras cosas, y después yo había bajado solo a cenar, pues mi compañero había preferido quedarse en el cuarto. Cuando regrese a eso de las diez, Pedro estaba especialmente triste y melancólico. De pie, frente a la ventana de nuestra habitación, miraba a lo lejos con mirada perdida. Estuve un par de minutos contemplándole, hasta que se dio cuenta y se volvió bruscamente. -¡Pepe! Perdona... no te he oído entrar... Me disponía a decirle que era yo el que debía disculparse por haber entrado de aquella manera, pero de súbito me tomó por los brazos. -¿Puedo confiarte un secreto?- su voz denotaba una gran ansiedad. -Por supuesto, Pedro, pero... -Llevo años deseando decírselo a alguien, Pepe. No me llamo Pedro, sino Peter. Y soy nieto de Santa Claus. -¿De Santa qué? -Santa Claus. El de los regalos por Navidad. -¡Anda ya! ¿No es Papa Noel? -¡No! Eso es un invento de los gabachos. Nosotros, los Claus, hemos sido desde siempre los encargados de llevar los regalos a los niños por Nochebuena. Con el nombre de Santa Claus nos conocen en prácticamente todo el mundo. -¿Y si es cierto que eres hijo... -Nieto. -...nieto de Santa Claus, qué haces viviendo con los Bermudez? -Yo no tendría que haber estado con ellos más que ocho años. Existe la tradición de que nos criemos en familias normales durante los primeros ocho años de nuestra vida. La idea es que cuando nos toque ejercer en el futuro, tengamos un buen conocimiento de ellos. Por eso mi padre, en su primer año de aprendizaje junto a mi abuelo, me dejó en adopción con esos señores. -¿Y cuál es el problema? -Pues que cuando cumplí ocho años no recibí el transmisor. -¿El transmisor? -A los ocho años, cumplido el aprendizaje, debía recibir un regalo por Navidad. Con él podría hacer varias cosas. La primera limpiar mi recuerdo de la memoria de mis padres adoptivos. La segunda, ponerme en contacto con mi familia, para que supiesen que había recibido su envío sin novedad y estaba listo para el regreso. -¿Y no lo recibiste? -No. Miré todos los regalos, todos los paquetes. El mío debía llevar una clave. En mi primer año, allá en Laponia, mi familia, por el color de mi cabello, me pusieron un mote: Pineapple. Y ningún paquete venía con la clave... -¿Cuál era esa clave? -Peter Pineapple. O abreviado: PEPIN. � No podía creerlo. ¡Aquello lo explicaba todo! � -Pedro, o Peter, como te llames. Creo que, por algún motivo, tu abuelo se confundió de casa. Mira... Abri mi mochila y saqué aquello. Pedro dio un grito y me abrazó con todas sus fuerzas. -¡Por las barbas de mi abuelo! ¡El transmisor! ¿Lo dejó en tu casa? -Eso parece. Y claro, todos pensamos que PEPIN se refería a mí. Mi compañero de cuarto estaba excitadísimo y sumamente alegre. Tomó el objeto y giró suavemente uno de sus extremos. Al instante se formó una grueso haz de luz que saliendo por la ventana se dirigía hacia el norte. Pedro (o Peter) abrió la ventana, e introduciéndose literalmente en el interior del haz de luz, me saludó sonriente y se fue, desplazándose a gran velocidad por su interior. Pocos minutos después el haz de luz se apagó. Ya no volví a verle más. � Supongo que todo esto os lo puedo contar porque Pedro (o Peter) no hizo uso del aparato sobre mi memoria, como supongo que su abuelo hubiese preferido. Por otro lado, es posible que ahora sea su padre el que acuda a nuestros hogares por Navidad, pues el error en el reparto ocurrido hace diez y ocho años indicaba claramente que el viejo Santa Claus comenzaba a perder facultades. � � � � |