Autonomía
Nombre femenino
Facultad de la persona o la entidad que puede obrar según su criterio, con independencia de la opinión o el deseo de otros.
"podremos trabajar con total autonomía, sin dar cuentas a nadie; esa televisión tiene autonomía de gestión"
Facultad o poder de una entidad territorial, integrada en otra superior, para gobernarse de acuerdo con sus propias leyes y organismos.
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Autonomía Moral
�������������������� Personal
�������������������� De la voluntad
�������������������� En mitología
etc. etc.
Las normas y tiempos siguen siendo los mismos.
Diez minutos con Paco Ay… Paquillo… ¿qué voy a hacer ahora sin ti? Tú te has muerto y para ti ya todo ha acabado, pero yo… yo me quedo aquí solita. ¿A quién le voy a dar las buenas noches cuando me acueste? ¿Y quién me va a calentar los pies en la cama? Y para cocinar… si ya me costaba trabajo calcular para los dos, que siempre sobraba la barbaridad y al final terminábamos comiendo dos o tres día seguidos lo mismo… Bueno… no, seguidos no, porque como a ti no te gustaba repetir, terminaba por hacer algo distinto y lo íbamos alternando. Pero que al final siempre se iba una buena cantidad a la basura, que era una lástima. ¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer, comer una semana entera paella con el arroz pasado? ¿Lo ves, Paquillo? Tú te has muerto, pero aquí me quedo yo con los problemas. Dirás que qué egoísta soy, que te has muerto y que aquí estoy yo lamentándome por tonterías. Y es verdad. Perdóname, Paco. Que morirse es una faena gorda; que ya no vas a estar vivo nunca más. Pobre mío… con lo que te gustaba a ti vivir… porque te gustaba y además vivías muy bien; no digas que no, que vivías muy requetebién, que te tenía como a un príncipe, a capricho. Es verdad, yo tampoco vivía mal, también vivía muy bien, que los dos juntitos estábamos en la gloria, pero… Ay, Paco… no me mires así. No, no me lo estoy imaginando, sé que desde donde estés me estás mirando torcido, que lo estoy sintiendo, que no estoy loca. ¿Que por qué digo lo de “pero”? Pues porque… mira Paco, te he querido toda mi vida y te sigo queriendo; y de buena gana, si Dios se presentara ahora mismo y me diera la oportunidad de cambiarme por ti, lo hacía sin pensarlo, que tú te merecías vivir mucho más tiempo del que has vivido, pero… No te enfades por lo que te voy a decir, que te conozco y sé que vas a entender lo que no es. Paco… Paquillo, me he pasado toda la vida viviendo a tu sombra, tu vida. ¿No ves? Ya estás pensando lo que no es. No me estoy quejando; si he vivido a tu sombra ha sido porque yo he querido, que desde que hay divorcio muy bien podría haberte dicho “hasta aquí hemos llegado” pero no lo hice ¿y por qué?, pues porque �estaba muy bien donde estaba y no me hacía falta irme a ninguna parte. Pero yo no he sido nunca yo, Paco, he sido tu mujer. Que sí, que nunca has hecho nada sin contar conmigo, que eso es verdad, pero… tú podías hacerlo y yo no. No, Paco, yo no podía, no me digas ahora que sí porque no es verdad. ¿Podía yo llamarte por teléfono y decirte “Paco, que he sacado dinero del banco y me he venido a Gran Canaria a pasar una semanita porque me apetecía”? Menuda me hubieras montado. Que no, que no es que quisiera irme una semana a las Canarias, que no es eso, pero que de haber querido hubiera tenido que contar contigo, ¿o no? Sí, supongo que tú también tendrías que contar conmigo para una cosa así. Eso es verdad. Creo que no he elegido un buen ejemplo. Pero yo me entiendo, Paco. Lo que quiero decir es que nunca he podido pensar en mí sola, que siempre he tenido que pensar contando con que a ti te viniera bien lo que fuera. Y no me importaba, pero… a veces… te lo voy a decir, Paquillo, a veces lo echaba de menos. ¿Qué tú también? Puede ser, no te digo que no. En eso consiste estar casados, ¿no? En ceder parte de nuestra identidad al otro. Es verdad, el nuestro era un buen matrimonio, los dos perdimos libertad en favor del otro. Y era bueno porque los dos la cedimos de forma voluntaria. Has tenido mala suerte, Paco, tú te has muerto antes que yo y ya no es posible que recuperes esa libertad que perdiste. Yo sí, yo ahora puedo hacer lo que me dé la gana cuando me dé la gana. Excepto estar contigo. Ay… Paquillo… ¿qué voy a hacer ahora sin ti? Tienes razón, lo que quiera. |
Pedro Surcaba el cielo como un cóndor de grades alas, con los brazos abiertos, recibiendo la caricia del aire fresco en la cara, casi paladeándolo al abrir la boca y notar su fuerza. Desde allí arriba veía las colinas que rodean el pueblo como las montañitas de corcho del belén que, de niño, montaban en su casa. Y como en aquel belén también aquí, cientos de metros más abajo, veía un pequeño riachuelo con sus patos, su puentecillo, y algunos animales abrevando en sus aguas. Y al pie de las colinas pequeñas manchitas blancas, ovejas y corderos, e incluso los pastorcillos sentados en un viejo tronco vigilando el rebaño. Como había aprendido a hacer en otras ocasiones en que, como aquella, había logrado emprender el vuelo y remontarse sobre la fértil comarca que había sido su hogar desde sus años mozos, inclino su cuerpo ligeramente hacia la derecha y su dirección cambió, de modo que dejó atrás las colinas y los valles y se fue acercando a la costa. Desde allá arriba los acantilados no parecían tan empinados e inaccesibles, tan abruptos� y temibles. Y el oleaje, seguramente bravo en aquellos momentos, como lo denunciaba la blanca espuma que se formaba en las rompientes, parecía formado por leves ondulaciones de la superficie del mar. Vio un par de barcos de pesca, luchando con bravura contra la marejada. Desde tan arriba le costó distinguirlos, pero uno era, seguro, el de su padre. Aquella graciosa manera de sortear las montañas de agua que el viento del norte levantaba con facilidad, que hacía que desde lo alto pareciese que el barco jugase con el mar, eran inconfundibles. Años atrás había estado él mismo, junto a sus padre, agarrando con vigor la rueda del timón, recibiendo en el rostro el beso húmedo de la espuma del viento y del agua del mar. Se inclinó de nuevo, esta vez en sentido contrario, y regresó hacia tierra. Muy lejos de allí, tal vez a diez o quince quilómetros, se elevaban los nevados picos de la lejana sierra. Aunque le atraían de una forma especial, siempre había sentido reparo de dirigirse hacia ellos. Los veía tan altos, tan imponentes, tan difíciles... Pero hoy era distinto. Sintió una energía interior como nunca antes la había experimentado, y supo que había llegado el momento, por fin, de sobrevolarlos. Imaginó los ventisqueros, las cárcavas y las hoces que el agua y el hielo, con el paso de los tiempos habrían esculpido en aquel formidable macizo montañoso. Volaría hacia allí. Le habían contado que en los más alto, en un recóndito y abruto ventisquero se escondían del sol y del calor del verano las últimos hielos perpetuos de un antiguo glaciar. Voló con más energía, sintiendo como el aire agitaba con fuerza su cabello. Todo su cuerpo temblaba agitado por el aire, y notaba bajo sus manos la fuerza ascensional del aire... � — ¿Estás bien, Pedro? — ¡Oh! Sí. Dormía un poco... —Me ha parecido oírte que gritabas. Por eso he venido, hijo. —No pasa nada, madre. Pero déjame, por favor. Aun tengo sueño. � Sobre el junco, de pie en la proa, agarrado al pequeño mástil delantero de la nave, podía ver acercarse a un grupo de cachalotes lanzando chorros de agua y vapor hacia el cielo. Parecían querer acompañarle en su navegación. Detrás de él, en la cubierta, dos marinos chinos maniobraban las velas, aquellas curiosas velas que parecen paneles de una estancia oriental. El oleaje no era excesivo, pero imprimía al ligero velero un movimiento que le hizo recordar las montañas rusas de la feria del pueblo. Se tocó la cabeza. llevaba un ligero turbante como el de Simbad, el marino. En realidad, él era ahora el mismo Simbad. Y las tierras que veía a pocas millas al frente eran las tierras del lejano oriente, donde le esperaban aventuras sin fin, serpientes de mar, malvados magos, ladrones en cuevas y, tal vez, una hermosa princesa. Un par de grandes albatros volaban alrededor de su viejo junco. Uno de ellos llevaba en el pico una rama con verdes hojas, y la dejó caer a sus pies. La tomó y la guardó en su faja. Era una promesa de la fertilidad y la riqueza de la tierra a la que se dirigía. Tocó su cimitarra, sólidamente amarrada en su cinto. Y miró hacia sus pies, envueltos por unas curiosas babuchas. Aquellas ropas le sentaban muy bien. Poco a poco, a medida que se acercaban a tierra, iban avistando numerosas embarcaciones de pequeño tamaño ancladas en los bajíos, cuyos tripulantes se dedicaban a la pesca. Su hermoso junco se deslizaba ágil y certero por medio de aquel enjambre de chalupas, canoas y balsas, y los pescadores le saludaban alzando una mano e inclinando la cabeza. Todos le conocían y admiraban... � � —Pedro, despierta. El señor cura ha venido a hacerte compañía un rato. Vamos, hijo, que está abajo hablando con tu padre y subirá en un momento. ¿Cómo puedes pasarte tantas horas durmiendo? — ¡Oh! ¿Trae algún libro, mamá? —No uno, tres trae esta vez. —¿Tres? � � — ¿Cómo va todo Pedro? Me han dicho tus padres que estos días estas muy dormilón. — ¿Pues qué quieren que haga? No voy a irme a jugar al río o a correr por el monte. Mi cama es mi campo de juegos. Y mi juego son los sueños, padre. —Lo comprendo, Pedro. Sé que es muy duro no poder moverse de aquí, y no tener otra vista que la del paisaje que hay frente a tu ventana. Comprendo que las horas que pasas dormido son un refugio o una liberación. Y dime, ¿sueñas mucho? —Psssst... No todo lo que quisiera... ¿Qué libros son esos, padre? —Hoy vas a poder escoger. El otro día te leí "El vuelo del Cóndor" y anteayer nos leímos entero el de las aventuras de Simbad. Para esta tarde te he traído estos tres. Son todos de Julio Verne, uno de mis escritores favoritos, y estoy seguro que cualquiera de ellos te gustará. —Déjeme verlos, padre. —Este trata de unos viajeros que atraviesan África en globo. Este narra un largo viaje en el interior de un submarino llamado Nautilus. Y este otro cuenta las aventuras de un turco muy testarudo, que con tal de no pagar una tasa por cruzar el Bósforo, emprende un largo y peligroso viaje alrededor del Mar Negro. — ¡Este! ¡Cinco semanas en globo! —Buena elección Pedro. Toma, deja que te acerque el vaso de agua con la caña. Echa un buen trago y prepárate. ¿Te lo pongo en el atril frente a ti y te paso las páginas? —Mire, padre, me gustaría leerlo yo mismo. Pero usted lo hace muy bien, y yo cierro los ojos y es como si viese todo lo que usted me va leyendo. —Muy bien, hijo. Pues vamos allá. "Capítulo primero. El día 14 de enero de 1862, había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad Geográfica de Londres... � � Pedro tomó sus prismáticos de campo y miró con ellos a la lejanía, hacia el confín del paisaje africano que con su elegante aeróstato sobrevolaba en aquellos momentos. Las elevadas cumbres de una formación montañosa cerraban el horizonte en la dirección hacia la que el soplo de los alisios les dirigía. Seguramente antes de caer el día las habrían sobrevolado sin inconvenientes, gracias a la dilatación del hidrógeno que el calor de su invento le proporcionaba. Y más allá les esperaban unas tierras vírgenes para los hombres civilizados, y tal vez entre frondosas selvas y recónditos valles lograrían arrojar su ancla en algún risco o algún ramoso árbol, junto a las misteriosas fuentes del Nilo, el sagrado río africano... |
Nuevos tiempos Apenas se distinguía nada en la penumbra del salón. La lluvia comenzó a golpear los cristales de los ventanales y fue ese repiqueteo el que devolvió sus pensamientos a este mundo. Cerró el libro con suavidad y lo dejó, a modo de provocación, sobre la repisa de la chimenea en la que� agonizaba el rescoldo. Un ligero escalofrío recorrió su espalda. Marina sabía que a él no le gustaría verlo ahí, aunque no dijera nada. Lo interpretaría como una prueba inequívoca de la independencia, si no desobediencia, de su esposa, en contra de los cánones y de su propia voluntad. Sabía también que su silencio no significaría la aceptación del hecho y que la pequeña rebeldía tendría consecuencias aún insospechadas. Tal vez un recorte en su asignación para gastos personales, o la retirada del� permiso marital para conducir… Pero ella había perdido el miedo y a decir de algunos, también la compostura. No el miedo a su marido, para el que nunca hubo razón, sino a la sombra siniestra que se cernía en torno a ella la tras la muerte de su padre. Desde hacía algún tiempo además, buscaba una confrontación abierta que Ramiro no le concedía, zanjando cualquier conato de disputa con una sonrisa y alguna palabra dulce para salir del paso, como si estuviera tratando con una niña. Negó enérgicamente con la cabeza para sacudirse las imágenes de esa escena hipotética en que tras una discusión acalorada, llegaba la comprensión y el acuerdo final, pero que en realidad estaba segura de que no se iba a dar. Se dirigió hacia el comedor para comprobar que la mesa estaba puesta tal y como a él le gustaba: con un mantel blanco, inmaculado, sin platos o cubiertos superfluos y sin florituras, que sólo toleraba en ocasiones y si el motivo lo merecía. Sin apagar la luz del comedor pasó a la cocina para poner a fuego suave la sopa de pescado, sólo para calentarla ligeramente y que fuera apta para ser servida. También subió el gas del horno para que con un último golpe de calor la dorada hiciera honor a su nombre. Se giró hacia el reloj de la pared y calculó que en los cinco minutos que faltaban, todo estaría listo. �Cuando Marina consultaba de nuevo la hora se oyó una llave girando en la cerradura de la puerta principal y a continuación unos pasos seguros que sería capaz de reconocer en cualquier circunstancia. Se acercó a recibir a su marido, tomando su cartera con una sonrisa. Después de ayudarle a despojarse del abrigo le obsequió con un suave beso en los labios, reprimiendo esa pizca de lascivia que ella hubiera preferido y él habría rechazado. Dejó cartera y abrigo sobre una de las sillas del recibidor y se agarró, cariñosa, del brazo de Ramiro guiándole hacia el comedor. —¿Quieres un aperitivo mientras traigo la sopa, querido? —preguntó sin prestar atención a la mirada de extrañeza que él dirigió hacia su falda— ¿Un Oporto, entonces? —No, no... No me apetece. Ven aquí —la tomó del brazo acercándola hacia sí—, que te voy a contar al oído lo que me apetece. —Suelta, tonto —se zafó con una mirada pícara—, que se va a quemar el pescado que tengo en el horno. —¿No está Luisa? —Tiene la tarde libre, bueno, y la noche también. Se queda en casa de su hermana y volverá por la mañana. Voy a por la cena. —Eres demasiado complaciente con el servicio —Ramiro elevó un poco la voz para que le oyera Marina desde la cocina—. ¿Cuándo te darás cuenta? —Pero hombre, que Luisa es de casa, no es una esclava. Además ya sabes que me encanta cocinar y que tengo todo el día libre —replicó Marina comenzando a servir la sopa, ya de vuelta—. Me mata tanta inactividad... —Pues en la Sección Femenina o en el Patronato te acogerían con los brazos abiertos. —Muy gracioso. —Lo digo en serio, Marina. ¿No quieres ser útil?, ¿tener algo que hacer? Por cierto, ¿de dónde has sacado esa falda? No creo que la hayas encontrado en una tienda de por aquí... Me vas a meter en un lío del que no voy poder salir. —No exageres. Mmm, dime que no te gusta. Venga, tómate la sopa, que se enfría y luego no sabe a nada. Le gustaba la falda, claro que sí, y más lo que envolvía, pero era demasiado ajustada y�sólo cubría el inicio de la pantorrilla, muy lejos de lo que las normas de la moral exigían. Los tiempos habían cambiado y ellos, más que nadie, deberían dar ejemplo. La cena transcurrió envuelta en la aparente placidez de una conversación trivial, en la que Ramiro sólo asentía o negaba de forma mecánica, ocupada su mente en recordar a la Marina, casi niña, que vio por primera vez junto a su padre. Don Julio Azpilu y López de Uralde, era todo un personaje. Hombre de mundo, de buena cuna, de tendencias liberales y vida disipada, era capaz de adaptarse a cualquier medio. Durante la guerra, fue su verdadero maestro y de él aprendió a sacar partido incluso en las situaciones más desfavorables, como después, consiguiendo �credibilidad en algunos ministerios a pesar de no haber sido nunca afín al ideario del nuevo régimen. Marina, era su verdadera debilidad. La educó, o malcrió, a falta de madre, de acuerdo a sus costumbres, viajando por el mundo y tomando de él sólo lo mejor. Tras acabar la guerra y presintiendo el próximo estallido de Europa, hizo volver a su hija de París, donde estudiaba por aquel entonces y una tarde de marzo se la presentó. Ramiro reconocía en su fuero interno que le impresionó. Con sus diecisiete años y su figura casi infantil, era toda una mujer, como se podía leer en la determinación de sus grandes ojos pardos. Inteligente, inquieta y divertida, él no tenía claro que le gustara lo suficiente, pero desde luego le intrigaba y como en un juego de estrategia, se empeñó en enamorarla. A los pocos meses estaban prometidos y en un año, casados, con la autorización y el beneplácito de don Julio, que con un pie en el otro barrio, estaba convencido de que él sería la mejor opción para su hija. —Cariño —como él no contestaba, Marina insistió—. ¡Ramiro! Estás en Babia, ¿te ocurre algo? —Nada, nada. Asuntos de negocios, la vida está muy complicada... —Pues cuéntame. —Mujer, no voy a calentar tu linda cabecita con problemas que no comprenderías. —¡Ay! ¡No sabes lo que me irrita que me trates como si fuera estúpida! Hace no tanto tiempo, aún pedías mi opinión y si me apuras, diría que hasta la tenías en cuenta. No acabo de entender que de repente te hayas vuelto del revés... En fin, dejémoslo. Vamos al salón y sirvo el café, que tengo que� pedirte algo. —No, café no, que luego no duermo y hoy lo necesito de veras. Sírveme un brandy —el tono autoritario de Ramiro era el mismo que emplearía en el bar, pero al ver el ceño fruncido de su mujer continuó con desgana—. Por favor. Disculpa, pero de verdad que hoy me siento agotado. Mientras se sentaba en un sillón esperando su copa, Ramiro inició un balance mental de su vida juntos. Excepto por la evolución de su cuerpo en el que, afortunadamente, habían tomado forma muslos y caderas, pecho y brazos, ella era la misma niña-mujer que conoció cinco años atrás: el mismo brillo en su mirada perspicaz, la misma determinación, la misma actitud ante el mundo... Pero él no. Él� ya no era igual. Se había adaptado a las exigencias del nuevo orden social y se había propuesto triunfar. Pero en su ascenso meteórico había un escollo... Las palabras de su socio tras la reunión del gabinete, aún laceraban su cerebro produciéndole el dolor agudo y concreto de la revelación pública de una realidad que se había esforzado en soterrar: “Esa mujercita tuya no va a dejar de causarnos problemas hasta que la metas en vereda. No hace falta que te cuente lo que dicen de ella, o peor, lo que dicen de ti, que ni siquiera has sido capaz de hacerle un hijo. ¿Sabes que me ha dicho el ministro? Que si no puedes dirigir tu casa, cómo vas a ser capaz de dirigir el proyecto. Están valorando rescindir el contrato de los ferrocarriles... A mí nadie me jode y menos tú. Sólo un consejo: termina con este asunto ya. ¿Sabes lo que necesitan las zorras como ella? Te voy a ilustrar…” —Ramiro, he decidido volver a la Universidad —con una sonrisa, Marina le acercó la copa—. Y ya sabes, necesito tu autorización... Él se levantó de repente y terminó el brandy de un sólo trago. Recorrió el salón con la mirada en busca de una salida que no encontraba. Comenzó a caminar compulsivamente, cruzando la estancia varias veces, mientras ella le observaba desconcertada. Finalmente se paró frente a la chimenea, apoyando en la repisa los dos brazos y sobre ellos la cabeza. Se mantuvo así unos minutos en los que fue incapaz de tomar una decisión que no podía aplazar. Se incorporó y cogió el libro intentando descifrar el mensaje ininteligible de la portada: “Sur une nouvelle substance fortement radio-active, contenue dans la pechblende Mme. P. Curie” —¡¿Has decidido?! ¡¿Qué has decidido?! �—por fin saltó Ramiro— ¡Cuándo te va a entrar en la cabeza que ya no vives en París! ¡Qué ya no está tu padre! ¡Qué todo ha cambiado aquí! Luego dices que te trato como a una niña, como a una estúpida… En dos zancadas llegó hasta Marina y sin más palabras soltó un puñetazo contra su estómago que la dejó sin respiración. —Vas a aprender quién decide… Arrastró a su mujer al sofá, se soltó el pantalón y se echó sobre ella arremangando la falda. Cuando terminó volvió a la chimenea y tiró el libro a las cenizas. —¡Cobarde! —gritó Marina entre dientes, sin derramar una lágrima— No eres nadie, menos que yo, nadie. ¡Sólo una cucaracha cobarde! Con el atizador en la mano y la mente nublada, Ramiro se fue hacia ella… |
Un salto arriesgado hacia el futuro � Se miró, una vez más, en las aguas transparentes. Como siempre vio en ellas reflejarse las copas de los árboles, las luces y las sombras y el cielo azul, despejado y sereno, y pensó que todo era muy hermoso. Ya lo sabía, pero le gustaba mirarse de vez en cuando y comprobar que, a pesar del paso del tiempo y de todas las vicisitudes de la vida, ella aún seguía viéndose juvenil y llena de encanto. Siguió caminando, como todos los días, aquella marcha suya no tenía fin. A veces le resultaba ya cansada y cada vez más a menudo, se encontraba pensando en que le gustaría cambiar de ruta y llegar a sitios que no había visitado nunca. Conocía al dedillo cada hueco, cada luz, cada viento, lo había visto y sentido tantas veces todo, que ya no podía soportar aquella rutina. Suspiró resignada. Ya, ya lo sabía, soñaba con un imposible. Las cosas eran como eran y lo habían sido desde el primer día, allí en el principio de los tiempos, cuando todo era un caos y cada uno buscaba su espacio en la inmensidad del espacio. Por eso, a veces lloraba incansable o juraba con palabras soeces hasta conseguir que todo se conmoviera y se agitara convulsamente, estaba harta y encima le tocaban las narices pretendiendo que le hacían cosquillas, cuando en realidad la estaban matando poco a poco, con una inquina enorme, como si la odiaran, a ella que estaba allí para ellos y les daba todo lo que necesitaran cuando lo necesitaran. Definitivamente: estaba más que harta. Por eso empezó a maquinar en lo que podría hacer para salir de aquel aburrimiento. Se le ocurrieron varias cosas, algunas eran muy salvajes, ya lo sabía. Pero resulta que eran las que más le gustaban. ¿Por qué tenía que pensar en nadie? ¿Quién pensaba en ella? A lo mejor algunos cambios vendrían bien a toda aquella tropa de inconscientes que no se preocupaban del presente y mucho menos del futuro. Maduró la idea durante mucho tiempo. Un día decidió que ya era hora de hacer algo; al día siguiente se echó atrás pues le entró miedo. ¿Cómo sabía ella que lo que pensaba hacer no iba a resultar en un desastre? No podía precipitarse porque sus decisiones atañían a muchos, no solo a ella. Y, por otra parte ¿sabría arreglárselas sola, lejos de lo que había sido su vida hasta entonces, lejos del compañero que siempre la había atraído, la había dado calor y hasta diría que la había gobernado? Miró de nuevo en el fondo de un río, esta vez las aguas eran claras y transparentes, pero en ellas seguía reflejándose el cielo y al fondo podían verse pececillos plateados que bailaban contra la corriente. Ya estaba, iba a hacer lo que quería, necesitaba libertad y si seguía así nunca la conseguiría. Temblaba solo de pensar que por fin podría salir de aquella rutina que la obligaba a girar y girar siempre en la misma órbita, siempre alrededor del mismo sol que quemaba y abrasaba todo dependiendo de por dónde andaba. Iba a arriesgarse sin pedir opinión a nadie, ellos tampoco le pedían a ella la suya cuando la agujereaban, explotaban bombas en su interior, cortaban sus hermosos árboles y otras burradas aún peores. En la próxima vuelta daría un salto y se apartaría del sol, se alejaría un poco de él y buscaría otra órbita por la que caminar de nuevo... o tal vez cambiaría a menudo de camino y por fin haría lo que le daba la gana. |
Brañafría. Año2045 Cuando terminó de leer el papel que tenía encima de la mesa, la Vicepresidenta del Gobierno del Principado de Asturias, esbozó una sonrisa entre incrédula y divertida, levantó la cabeza y miró al hombre que permanecía de pie frente a ella. Tendría cincuenta años y vestía pantalón vaquero y camisa oscura de manga larga, remangada por encima del codo. --Se llama usted Pedro Bueyes Carretero y vive en un pueblo del concejo de Caso que se llama Brañafría –dijo la Vicepresidenta, todavía sonriendo. --Correcto –contestó, muy serio, el hombre. --Un pueblo que tiene tres vecinos. --Tenía tres vecinos; uno murió el año pasado y el otro me vendió sus propiedades y se fue a vivir a la capital. --¿Y ahora vive usted solo en el pueblo? --No señora; el pueblo tiene a día de hoy siete habitantes: mi mujer, mi cuñada que está soltera, mis cuatro hijos y yo. --Ajá y, según dice aquí, quiere usted comunicarle al Presidente la decisión de proclamar la República Independiente de Brañafría. ¿Qué significa eso? --Está bien claro: queremos constituirnos en un estado independiente y regirnos por nuestras propias leyes. --¿Qué leyes? --Las que nosotros decidamos. --¿Me está tomando el pelo? --Nada más lejos de mi ánimo. --¿No comprende que eso no puede ser? --Eso decían los de Madrid cuando Asturias pidió la independencia y como Asturias los demás países: Cataluña, Valencia, Andalucía, Euskadi y Galicia, y ahí los tenemos, todos independizados. Lo único que compartimos con la metrópoli son las Fuerzas Armadas y la moneda. --¿Preguntó usted a sus hijos si quieren independizarse de Asturias? --Por supuesto, todos hemos votado y el resultado fue siete síes y ningún no. --¿Por qué quieren independizarse? ¿No están a gusto con nosotros? --Pagamos al Estado demasiado para lo que recibimos a cambio. Pagamos incluso servicios que no tenemos, como el agua y la red de saneamiento; menos mal que hay un arroyo que atraviesa la finca, pero nos han prohibido hacer un saltito de agua para generar nuestra propia energía eléctrica, ¡dentro de mis tierras! --¿Ha pensado usted en el día de mañana, en caso de que lograra la independencia? ¿Qué pasaría con su jubilación y la de sus hijos? --Peor será si no la logramos; mi jubilación será una miseria, y la de mis hijos más miseria aún, suponiendo que llegaran a cobrarla, quizá mucho después de cumplir los setenta años. Tenemos una Seguridad Social muy insegura, por no decir en quiebra y una Sanidad que tampoco funciona: llevo tres meses esperando para que me hagan un escáner y me han dado cita para dentro de un año. Supongo que esperan a ver si me muero y ya no tienen que hacérmelo. Y qué decir de Obras Públicas: La pista de acceso al pueblo tenemos que repararla nosotros mismos… --No voy a discutir con usted si tiene o no tiene razón en lo que denuncia, sólo le diré un par de cosas: La primera es que su proyecto no puede ser más descabellado y la segunda que de ningún modo le permitirán fundar un Estado diminuto en pleno corazón de Asturias. --Y yo le digo que se lo pondré muy difícil si intentan impedírmelo. ¡Ah, se me olvidaba comentárselo! El viernes pasado, no, el anterior, la vi a usted por allí muy cerquita de Brañafría. Pensé: Mira qué bien, ahora me acerco y le comento el tema. Pero no me atreví porque estaba usted con un joven en actitud así… ¿cómo diría yo?, bastante íntima. Le hice unas fotos. Pensaba traérselas pero se me olvidó. --¿Qué me ha hecho fotos? Pero… ¿Cómo se atreve? –La Vicepresidenta se había quedado lívida. --No creí que fuera delito, pero no se preocupe, yo no las quiero para nada. Mañana se las traigo y se las dejo donde me diga. --Escuche, mañana nos vemos aquí, en este mismo despacho, a las tres y media en punto, ¡pero no se le ocurra venir sin las fotos! Esta tarde o mañana por la mañana hablaré con el Presidente. Quizá consigamos llegar a un arreglo: Quizá pueda usted obtener su independencia; aunque de momento no podríamos darle publicidad. Nada de anunciarlo en la Prensa ni en la Tele, ¿comprende? --¿No podré poner en la entrada: República Independiente de Brañafría? --República Independiente, no, pero quizá se le permitiría llamarle: Comunidad autónoma. --No es lo mismo. --Aparentemente no, pero le aseguro que obtendría casi las mismas competencias de gobierno que con la independencia. --Ese “casi” es el que no me inspira ninguna confianza, ya ves tú. --Bueno, significa que probablemente Hacienda, les obligará a seguir pagando determinados impuestos, pero el Estado se los devolverá en concepto, por ejemplo, de Fondos para el desarrollo rural u otro concepto similar, que la Administración habilitará para su caso. --Habrá que ver el documento. --Mañana lo tendremos ultimado. Usted, esté aquí a las tres y media, ¡con las fotos!, ¿de acuerdo? --De acuerdo. |