A partir de este momento hasta las 20:00 del día 12 de Junio de 2014, queda abierto el "plazo de entrega" de relatos de la 4ª edición del Taller de Relatos cuyo "tema" es:
HUMOR
De profesión: Pitoniso
Mis amigos me llaman Huevón, sí, ellos que dicen que me quieren. También afirman que no doy ni golpe y que no he trabajado en mi vida. Pues claro, que culpa tengo de este cansancio que me ataca desde el momento en que abro los ojos por la mañana. También me dicen que vaya al médico que, a lo mejor lo que me pasa es por culpa de alguna enfermedad. Claro, que majos. ¿Y quién les ha dicho que quiero curarme? ¿Y si luego me entran ganas de salir por ahí a buscar trabajo? Digan lo que digan, me llamo Paco Martín y tengo 43 años. Soy huérfano y vivo solo. Cuando murió mi madre me dejó en herencia una cantidad que me pareció suficiente para vivir sin trabajar. Yo no tenía ni idea de lo que es administrar el dinero, hasta entonces a mí me lo habían dado todo hecho. Y ahora me he dado cuenta de que hay que pensar mucho para administrar bien los capitales. El caso es que me queda justo, justo, para unos tres meses, como mucho cuatro. El jueves pasado, en el Trigo Limpio, el bar donde vamos todos los días y que es el centro de reunión de la panda, se lo decía al Pascual en privado: — Tío, estoy seco como la mojaba. Se me acaba la pasta de la vieja y luego no sé que voy a hacer. Y va y me dice el muy desgraciado: — ¿Has pensado en la posibilidad de ponerte a trabajar? Me ha dado la risa, bueno eso por fuera, por dentro me ha dado un escalofrío que me ha recorrido toda la columna. ¿Trabajar en qué? Si yo no he trabajado en la vida, si dicen que no sé hacer nada. Eso me lo repetía mi madre a todas horas: Eres un inútil, no sabes hacer nada. No, que va, claro que sí sé, lo que pasa es que me da pereza ponerme a ello. Sixto, el cuñado de Pascual, que también es de la panda, se ha ofrecido a hablar con el encargado de la obra donde él trabaja a ver si hay algo para mí. Ya le he dicho que no se moleste, que no hay prisa. — ¿Qué no hay prisa? tú estás tonto. ¿A qué esperas, a que tengas que andar pidiendo prestado y debas ir a comer al comedor social? ¡Qué exagerado! ya pensaré algo, pero de trabajar en la obra ¡ni hablar!
No puedo dormir, no tengo sueño, no sé por qué. Me dicen que es porque no estoy cansado, pero me parece que son las preocupaciones las que no me dejan. Porque todo el mundo cree que yo no me preocupo y que vivo así, a la sopa boba. No es verdad. Pienso continuamente en qué podría hacer para ganar dinero, aunque no sea mucho, sin tener que ponerme a currar como un negro. Ya digo que estoy muy cansado. Total que estaba viendo la tele a altas horas, cuando en la pantalla apareció una señora que se ofrecía para vaticinar el futuro próximo o lejano de la gente que tuviera curiosidad por saberlo, incluso aseguraba que podía ayudar a resolver los problemas que no supieran cómo solucionar. Primero pensé que podía llamarla y a ver qué me decía, a lo mejor me daba la solución. Cuando vi que había que pagar por la llamada, se me quitaron las ganas. Quita, quita, me dije, seguro que es un timo como un templo. Y cuando digo templo, no señalo a nadie, que conste. Y así empieza mi historia. He decidido que voy a ser adivino. Tengo que madurar la idea y pulirla. Empezaré con los amigos, para practicar más que nada, y luego me anunciaré lejos del barrio (que aquí todo el mundo me conoce y no me van a tomar en serio) y recibiré a la gente en casa.
Ya está. Tengo una mesa camilla en el cuarto de estar, con una tela estrellada cubriéndola, muchas velas blancas y negras, luz tenue (he quitado casi todas las bombillas de la lámpara) música monótona de esa de relajarse y palitos de incienso, tantos que a veces me marean, pero pienso que si me pasa a mí también les pasará a mis clientes y eso me viene bien. Tengo cartas de Tarot aunque todavía no las entiendo, huesos de taba pintados de negro y un polvo hecho de flores viejas machacadas, (las cojo del contenedor de la basura cerca de la iglesia). Y ya está. Este es todo mi equipamiento laboral. De momento solo ha venido una mujer mayorcita que quería saber si su hijo encontraría trabajo pronto. ¡Qué obsesión tienen las madres con que sus hijos trabajen! Le he dicho que sí, que lo encontrará pero que tenga paciencia. ¿Qué le voy a decir? Para llegar a eso he echado las tabas tres veces, las he leído con mucho interés, después he rociado sus manos con el polvo de flores y he encendido tres velas, una negra y dos blancas. ¡Pobre! Seguía mis movimientos con verdadera veneración. Ya, ya sé que todo esto es una porquería, pero ella me ha pagado los veinte euros que le he pedido y se ha ido contenta, pensando que su hijo encontrará trabajo pronto.
Las cosas marchan muy bien. En estos ocho meses he conseguido una clientela más o menos fiel. Algunos no vuelven más, pero otros, lo hacen con cierta frecuencia. Como ya les voy conociendo puedo decirles con más seguridad lo que desean oír. Además he ido aprendiendo pequeños trucos. Alguien me pidió que le hiciera mis predicciones con un huevo disuelto en un vaso de agua. Por lo que se ve alguna pitonisa se lo había hecho así y había resultado muy bien. No iba a negarle el capricho, así que me dediqué a darle vueltas al vaso, mareando al huevo y al cliente con los círculos. Luego analicé en profundidad la transparencia de la clara y el color más o menos amarillo de la yema. Yo mismo me sorprendí de lo que podían dar de sí los comentarios "hueveriles". Resultó que, como con la pitonisa, mis predicciones resultaron ciertas y de esta persona pasó a otra y luego a otra el comentario de lo bueno que era yo en mi trabajo con los huevos. Con la experiencia me di cuenta de que había determinados detalles que me ayudaban a conocer a la gente, según entraba a mi casa. La forma en que se movían, si me miraban fijamente ya sabía que era alguien algo más seguro de sí mismo, si por el contrario bajaban la mirada, solían ser personas tímidas. Había varios detalles más: la forma de vestir, la forma de hablar, el aspecto físico... Aprendí a leer en todos estos pequeños pormenores que parecían sin importancia. Lo demás fue coser y cantar, yo hacía sencillas preguntas de manera discreta y así conseguía alguna información, que me venía muy bien para dar pistas creíbles sobre el caso que se tratara. Luego hablaba despacio, hacía pausas sin añadir nada claro, al contrario mejor que fuera inexacto porque así el interesado añadía información nueva: " No, no, no le vi, pero tengo la impresión... Me llamaron por teléfono y supuse..." Entonces yo seguía con voz muy baja, con mucho misterio, dudando continuamente: "Usted...o alguien muy cercano a usted...está en grave riesgo... o puede que haya sido víctima..." A veces metía la pata y tenía que enredarlo todo para justificarme, lo que yo tenía claro es que no iba a reconocer un error ni aunque me mataran. En ocasiones alguna de mis clientas se mostraba tan desconsolada que no me quedaba más remedio que ocuparme de ellas un poco más íntimamente. Solían ser, casi siempre, mujeres de buen ver y mejor hacer.
Ahora estoy trabajando en una tienda de chuches. Lo de la adivinación duró mientras duró. Como todo, se acabó el día en que vino a mi casa la policía. Al parecer me habían puesto varias denuncias por estafa algunos clientes. La verdad es que se me fue la olla, porque en vista del éxito que tenía subí las tarifas, sobre todo a los que veía yo que podían pagar y estaban dispuestos a hacerlo. En la comisaría la policía se reía conmigo preguntándome cómo puede haber gente que se lo cree todo. Yo me reía pero menos cuando me metieron en el trullo y me tuvieron de presunto durante un tiempo. Querían dar un escarmiento, dijeron. Claro que mientras estuve allí y la gente se enteró de la razón de mi encierro, algunos me pedían "consejo" sobre problemas que tenían y añado que hasta algunos policías también lo hicieron. Yo no cobraba entonces, no quería más líos. He puesto la tiendita con el dinero que gané de adivinador, bueno y un pequeño crédito. Está cerca de un colegio y de una academia de música. No me va mal, no es como lo otro, pero quiero vivir tranquilo y aquí lo estoy. Abro, me siento y cuando llegan los clientes les digo que se sirvan ellos y poco más. Para mí solo me llega y hasta me sobra. De vez en cuando alguien me pide consejo, si estoy muy seguro de que no será un chivato, se lo doy. Y le cobro. No mucho, pero si trabajo (con lo poco que me gusta) tengo que cobrar. Si yo no le doy valor a lo que hago ¿quién se lo va a dar? Ahora nadie me llama "huevón" |
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Flores amarillas
El chico del puesto ambulante alzó la voz de nuevo: –¡Al helado! ¡Al rico helado! ¡Vainilla, fresa o chocolate! ¡Y también lo tengo de turróoooon! El carrito con sombrilla se había desplazado algunos centímetros. Estaba emplazado en el cruce de la calle Severo Ochoa con la avenida conde Carvajal. Justo enfrente había un edificio blanco de cinco plantas. En el tercero vivía José Luis, estudiante del primer año de Psicología. Los exámenes se acercaban al mismo tiempo que el mundial de fútbol (¡qué fastidio de fechas coincidentes!). Se levantó, malhumorado, para cerrar la ventana pese al calor que hacía. –¡Al rico heladoooo...! "La culpa la tiene el macanudo de abajo, pensó. ¡Con qué gusto le estamparía un cucurucho en la cabeza!" Desde la calle, la sonata proseguía con nuevos acordes: –¡Cucu... Cucu... Cucurucho! ¡Bueno! ¡Sabroso! ¡De vainilla, de fresa o de chocolate! ¡Y también lo tengo de turróoooon! –¡Chinga a tu madre! ¡Pendejo! –gritó José Luis con su acento mexicano, a pesar de los seis años que llevaba viviendo en España. En la esquina con la calle Pedraza asomó una gitana que vendía flores, mecheros, cerillas y, en invierno, castañas asadas. A veces trabajaba en dúo con el de los helados. Se aproximó a él y le susurró algo al oído. El estudiante observaba la escena al tiempo que pensaba en los exámenes y pensaba en el fútbol, todo mezclado. El vendedor recogió la sombrilla, cerró la persiana y empujó apresurado el carrito hacia la calle Espoz y Mina. Con su holgado vestido de flores y sus brazos donde había pulseras tintineantes, la gitana desaparecía también, casi corriendo, por el camino opuesto. Por la esquina de la calle general Llorente surgió de pronto una pareja de guardias. El estudiante regresó a la mesa donde estaban los apuntes de psicología aplicada, "¡pura pendejada!", se dijo entre dientes. "Ganará Brasil, seguro. Juegan en casa. Si la FIFA no amaña resultados, se cuelan en la final. Menos mal que llegaron los maderos y me libraron de ese. Uf, la tarde se despeja." Por fin iba a poder concentrarse. "¡Aúpa Brasil!", exclamó antes de empezar la lectura... "Aparece también "La psicología de la Gestalt" en la que tanto influyó Brentano y su "psicología descriptiva", basada en la autoobservación retrospectiva." Le quedaba claro que hacía demasiado calor. Lo que acababa de leer entraría mejor con un poco de aire fresco. Se levantó y se fue derecho a la ventana, que abrió de par en par. Ya no estaban los de antes: ni guardias, ni vendedor ambulante, ni gitana chivata. El semáforo cambiaba una y otra vez de color. Las filas de coches arrancaban, paraban, arrancaban. Echó un vistazo a los apuntes escritos a mano, fotocopias de libros y revistas especializadas... –¡Al helado! ¡Al rico, rico heladoooo! ¡Lo tengo de turróoooon! ¡De fresa, de vainilla y de chocolate tambiéeeen! José Luis quiso asegurarse de que eso de insultar se le daba tan bien como a cualquiera: "¡La chingada de tu madre!" A grandes males, grandes remedios. Tomó un manojo de papeles al azar y se los llevó al cuarto de baño, donde encendió la luz y pensó que podría leer sentado en la tapa del retrete. Nadie más le iba a molestar. Se acordó de que no había cerrado la ventana y volvió al salón. –¡Al helado! ¡Al rico helado! ¡Vainilla, fresa y chocolate! ¡Y también lo tengo de turróoooon! Cerró la puerta del baño con cuidado. No estaría tan cómodo como en la mesa de estudio, pero... "Brasil gana seguro. O eso, o no entiendo nada de fútbol. Padrecito, padrecito, permite que me concentre para el examen de psicología aplicada." Agarró la primera hoja y leyó en voz alta: "Se analizan los neoconductismos, dividiéndolos en conductistas metodológicos (Tolman, Hull y Guthrie) y radicales (Skinner)." Empezaba a cuestionarse si había elegido la carrera que más le convenía, cuando sonaron los compases de la serenata Gran Partita, de Mozart. José Luis dejó las hojas en equilibrio sobre el lavabo y se fue, sin precipitarse, a la habitación. Halló el aparato en una silla. Al regresar a su improvisado, y algo estrecho, despacho, se encontró con las hojas desparramadas por el suelo de baldosa. No pasaba nada. Quizá había llegado la hora de ponerse a estudiar en serio. Se sentó en la tapa del retrete y, agarrando una hoja al azar, leyó en voz alta: "Otro asunto candente se refiere a la "Explicación y causalidad: enfoques y alternativas", donde se hace un análisis actualizado de hasta dónde se pueden establecer relaciones causa-efecto en psicología, en sus distintas vertientes." De pronto, interrumpió la lectura solo para preguntarse: "¿Por qué lo llaman retrete cuando quieren decir váter?" Y continuó: "Si bien las teorías no deben ser inventadas en abstracto por especialistas conceptuales, sino que deben adecuarse a las tareas de explicación planteadas por los datos." La vecina de enfrente salió al patio interior y se puso a hablar desde allí con alguien (¿su marido?) a grito pelado. José Luis sabía de sobra que lo hacían aposta para fastidiarlo a él. –¡Jerónimo!, por favor, ¿me puedes traer la caja de las pinzas? Están en el mueble blanco, junto a la lavadora. De un manotazo cerró la ventanilla que daba al patio de luces. Se sentó otra vez sobre la tapa del retrete, "¿por qué lo llaman retrete cuando, etcétera?" Ahora sí que se sentía inspirado. La nueva hoja que había recogido del suelo prometía cierto interés. El teléfono sonó de nuevo. Esta vez se trataba de la línea fija. Dedujo que sería la misma persona que acababa de intentar contactar con él mediante el móvil. Se dirigió con pasos ágiles al salón. "¿Diga...?" Colgó. Publicidad. Unas siete veces al día. Gilipollez al cuadrado. Debió haberlo sospechado antes. Descolgó y dejó el auricular junto al aparato. Tuvo la tentación de volver a instalarse en la sala. Pero en ese mismo instante le llegó la voz de la calle: –¡Al helado! ¡Al rico helado! ¡Vainilla, fresa o chocolate! ¡Y también lo tengo de turróoooon! José Luis se metió en su cuarto de urgencias, el mismo que le servía para aplicar el plan B cuando había un examen de por medio. "O Brasil gana, susurró apenas, o no entiendo de fútbol, o amañan los resultados, o la sombra de Merkel es tan alargada que llega a Río de Janeiro." La nueva hoja que tomó del suelo prometía un final feliz: "A continuación, en la "Metodología de la investigación y diseño" (Arnau, capítulo 19) se nos hace una introducción epistemológica." –¡No quiero! ¡No quiero! ¡Y no quiero! –gritó un niño desde la ventana de enfrente, al otro lado del patio de luces. Lo conocía bien. Su madre le compraba golosinas en verano y en invierno. Salió al pasillo y se puso a dar los cien pasos junto a la puerta principal y el espejo de la cómoda, un mueblecito de estilo rococó. Leyó en voz alta, sin dejar de desplazarse por el pasillo como fiera enjaulada: "El último trabajo de este libro trata sobre un tema que posee muchos partidarios y detractores: "El Meta-Análisis." –¡Que me dejes! ¡Quita ahí, gachó! ¿Qué he hecho yo, eh? ¡Si yo pasaba por aquí! José Luis fue corriendo hasta la ventana. No quería perderse la escena truculenta. El interfono se había puesto a sonar, pero no le hizo caso. Había pegado la nariz en el cristal para ver cómo uno de los guardias agarraba del brazo a la gitana de las pulseras. Al chico de los helados se le veía corriendo hacia la calle Belmonte, que comenzaba en el lado opuesto de la plaza, mientras que el otro guardia trataba de alcanzarlo, pero los zapatos que llevaba y la porra le impedían avanzar más rápido. El carro con la sombrilla bajada había quedado abandonado a su suerte en la esquina con la calle Pedraza. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro del estudiante de psicología. El timbre repiqueteaba, insistente. José Luis se precipitó hacia la entrada y apretó el botón sin averiguar quién sería. Unos minutos más tarde asomaba por las escaleras la melenuda cabeza de José Estévez, un compañero de facultad que le había prometido pasarse por su casa para revisar juntos el examen. –¿Has visto lo que ha ocurrido ahí afuera? –le preguntó a modo de saludo. –No mames, buey, lo vi y lo oí. Llevo tres cuartos de hora estudiando en el cuarto de baño. –¿Estudiando qué...? ¿Las filigranas de los azulejos...? Sin dignarse responder, José Luis regresó al saloncito, donde tenía que acomodar la mesa y recomenzar la faena, que a ese paso no iba a acabarse nunca. –¡Buey! –gritó Pepe Estévez, que solía imitar el acento del mexicano y le copiaba incluso algunas expresiones–. ¡Traigo unas birras! ¡Bebamos Desperados, o desesperados, qué más da, y celebremos la entrada en materia de la psicología aplicada! Mientras así hablaba, sacaba de la mochila cuatro o cinco botellines de cerveza, los cuales mostró orgulloso a su amigo. –¡Pero si soy abstemio! -replicó José Luis, haciendo esfuerzos por contener la risa. –Claro, abstemio. Y yo he vivido en Laponia con una tribu de esquimales –dijo José. –Una nomás, pinche pendejo. Al cabo de media hora, cuando ya las cervezas les bailaban en el cuerpo y se habían puesto –por fin– a estudiar, oyeron la voz de una gitana que gritaba: "¡Mi arma, vendo flores! ¿Quién quiere rosas o claveles? ¡Rojas, amarillas, blancas y liiiiiiiiiilas!" P { margin-bottom: 0.21cm; } |
Dei matrem
Siempre me pregunté por qué, teniendo en castellano un término tan concreto y pleno de significado como es la palabra “suegra”, algunos prefieren usar la expresión “mamá política”. Desde que ingresé en el gremio de las nueras conozco la respuesta. Lo de “mamá” es por complacer al marido; todas sabemos lo que significa una madre para un hijo, no hay nada ni nadie que pueda compararse con ella, y escucharnos llamar a la autora de sus días con una expresión tan entrañable… no sé, yo creo que les pone; un buen psicoanalista podría sacar una tesis muy maja con este asunto. Lo de “política” está claro, es para compensar lo de “mamá” en el subconsciente de la nuera; todos conocemos el sinónimo más exacto de “político”, ¿no? Que sí, hombre, que sí, preguntad por ahí: “¿qué opinas de los políticos?”, lo de “hijoputa” seguro que es lo más suave que os responden. Vale, vale… hay excepciones, es verdad; entre los políticos se me ocurre, por ejemplo… Lo voy pensando, en cuanto tenga uno os lo digo. Y entre las suegras… la mía… que la mía ni de coña, quiero decir. Cuando me casé yo estaba segura de que se cumpliría eso que dice el refrán de “cada uno en su casa y Dios en la de todos”, ¡y se cumplió! Porque mi suegra es como Dios: ¡omnipresente! Recuerdo la primera discusión que tuve con mi marido. Yo estaba intentando decidir. —Fresa, melocotón… —Fresa, fresa, ni lo dudes —me dijo ella muy resuelta. Entonces, con mi mejor sonrisa, me giré hacia mi marido. —Cariño, creo que tu madre se está inmiscuyendo demasiado en nuestras cosas. Tienes que decirle que respete nuestro espacio. —Eres una exagerada, mamá sólo quiere ayudar. —¡Pero es que no quiero su ayuda para elegir el sabor de los preservativos que vamos a usar! —grité muy enfadada— ¡Y dile que salga de nuestro dormitorio! Por favor… qué noche de bodas más tonta, oye.
Sí, mi suegra es realmente divina, cargada de cualidades propias de un Dios. La omnipresencia es sólo una, también goza del don de la omnipotencia. Tiene el infinito poder de cabrearme con una simple mirada. Como aquella vez; estábamos viendo una película del oeste en la que morían muchos indios y se me ocurrió comentar (por hacer gracia y caer bien, ya sabéis) “qué matanza, después de esto no debe de quedar ni un indio en América”, entonces ella me miró muy fijamente y me dijo “no los matan de verdad, es una película, hacen que se mueren, pero luego se levantan y se van a sus casas; la sangre tampoco es de verdad”. No sé qué me molestó más, si aquellos ojos que gritaban “¡eres tonta!”, o que mi futuro marido rematara con un “claro, cariño, ¿cómo van a matar de verdad para hacer una película?”
Por supuesto, como en todo Dios que se precie, la perfección no podía faltar en el haber de mi suegra. Cuando mi marido y yo éramos novios, cuando yo todavía no la conocía, y él me hablaba de ella, yo me imaginaba a una Madame Curie con el aspecto de Marilyn Monroe y me halagaba que, a veces, me dijera que me parecía a ella. Luego la conocí y… a Marilyn no se parecía mucho, la verdad. Si hubiera que buscar algún famoso con el que emparentarla por su aspecto físico, sería más bien… ¿cómo se llamaba ése que interpretó a Nosferatus? Bueno, vale, me he pasado; pobre hombre. Lo más curioso es que en la foto del carnet de identidad sale guapísima, en serio, una belleza… que es raro, ¿verdad?, porque todos salimos horribles en esa foto, hasta los más guapos. Después de darle muchas vueltas acerté con la explicación del fenómeno; ¿habéis agotado alguna vez el cuentakilómetros de vuestro coche? Yo sí, ¡se pone a cero otra vez! ¡Y entonces comprendí!, eso es lo que le pasa a mi suegra con la foto del carnet: ¡no hay más fealdad posible! En cuanto a su inteligencia… tengo que decir que tonta, lo que se dice tonta, no es. No. “Hijaputa” sí, pero tonta no. Bueno… quizás un poco simple. Una vez me contó, convencida, que en su pueblo, cuando ella era joven, había un lagarto que se metía dentro de las muchachas y les cortaba la menstruación porque se bebía la sangre. —A las que les pasaba, tenían que llevarlas a una curandera que vivía en las afueras para que se lo sacara. —Qué cucos en su pueblo —dije entre risas—, menuda historia se montaron para ocultar los abortos. —¿Abortos? ¿De qué? —preguntó extrañada y persuadida de que yo no había entendido nada. —De las chicas. Que estaban embarazadas y la curandera las hacía abortar, ¿no? —¡Nooooo! Que había un lagarto que se metía en las chicas y… Aun así, es perfecta. Preguntadle a mi marido si no me creéis.
Tengo que reconocer que hay algo que mi suegra hace muy bien (además de joderme, quiero decir): cocinar. Es verdad, tiene una mano… Sobre todo con el pulpo a la gallega. Una vez le pedí que me explicara cómo lo hacía y lo preparé tal y como ella me había enseñado. La invité a cenar. —Está duro, muy duro. —Pues lo he hecho como usted me dijo. No he dejado de pensar en usted mientras lo preparaba; le he dado una paliza… —Pues está duro. —Igual… si se pone la dentadura postiza… Al final admitió que no me había quedado muy mal. Por un momento incluso llegué a pensar que se había congraciado conmigo: ¡nos llamó de madrugada diciendo que se moría! Pero no, era que se encontraba mal y que quería que la lleváramos al hospital. Le dolía mucho la tripa, según ella por el pulpo tan duro que le había dado para cenar. —Lo tengo enterito en las tripas y me está haciendo un tapón —decía. Pasé un rato muy malo hasta que salió el médico a hablar con nosotros. Me sentía muy culpable. —Tenemos que operarla de urgencias. —Es por el pulpo, ¿verdad? —pregunté casi llorando. —No. Es un tumor en el colon. —¡Uf! Qué respiro cuando lo escuché.
Cuando salió del hospital, mi marido quiso que se viniera a vivir con nosotros una temporada. —No, hijo, no. Que yo no quiero molestar. —No molestas, mamá —insistía él—. ¿A que no, cari? —Nooo… pero igual está más a gusto en su casa, con sus cosas, haciendo sus aquelarres… Al final se vino. —Por no daros un disgusto —dijo. Y es que ese es otro don divino de mi suegra: la grandeza. Fuera miserias, un disgusto no: el disgusto. La madre, política, de todos los disgustos. La convivencia está siendo… bueno, tenemos nuestros más y nuestro menos. Ella se empeña en que todo se haga a su manera y yo… yo quiero mantener mi posición, no sé si me entendéis. A veces me impongo y discutimos un poco, me dice que se siente atenazada. Hoy hemos tenido una mañana… se la ha pasado protestando, unos gritos… que ya le he dicho: “calle, mujer, que los vecinos al final se van a quejar”. Pero nada, ella seguía. Al final he tenido que ir y aflojarle las cuerdas de las muñecas y los tobillos. Yo no sé cómo se las apaña para sacarse el calcetín de la boca. Creo que ha llegado el momento de averiguar si mi suegra posee otra de las cualidades inherentes de los Dioses: la inmortalidad. Y voy a comprobarlo.
¡Ay! Antes de dejaros, que ya me he acordado de un político que no es un “hijoputa”, es… Ah, no. Ése tampoco se libra.
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Dame veneno. Terminé el primer donut de chocolate e inmediatamente cogí el segundo. El chocolate ya pringaba e inevitablemente manché el volante, un puño de mi camisa blanca y no quise saber qué más. Ya, ya sé que no se debe comer en el coche. Ya sé que no se debe comer chocolate para olvidar un mal día. Ya sé que un segundo en la boca y toda la vida en la cadera, como solía decir Mariló. “El chocolate es veneno”, era su lema. ¡Pobre Mariló! Siempre tan guapa, tan esbelta, tan perfecta, tan…, tan muerta. ¡Ay, ni siquiera un cuerpo como el suyo es eterno! Eso sí, nunca más necesitará ejercicio y dieta. Paré con un frenazo en el semáforo. Bajé la ventanilla, pues me estaba asfixiando porque el puñetero aire acondicionado estaba estropeado, otra vez. Miré al coche de la derecha y allí estaba él. El deportivo negro y reluciente enmarcaba perfectamente su mirada azul y cálida. Tuve que hacer un terrible esfuerzo para no gritar como una adolescente en un concierto de Justin Bieber. Cuando me pareció que me había bajado el rubor, me decidí a mirarle de nuevo. Giré la cara lentamente intentando resultar interesante, pero sólo conseguí sonreír, embobada, con la boca entreabierta. ¡Y me devolvió la sonrisa! ¡Ay que sonrisa! Así como entre franca y divertida… Miré al frente de nuevo, pues el semáforo estaba a punto de cambiar. ¡No, no, no! ¡Oh dios! ¡No! Entonces sí que grité y no me importó quién lo oyera. Por la esquinita del retrovisor apareció reflejada una parte de mi cara, bañada en chocolate. Subí la ventanilla y no me dio tiempo a coger un pañuelo e intentar limpiar el desaguisado antes de que el semáforo en verde diera la señal. Me quedé incrustada en el asiento al salir con un acelerón chirriante en el intento de alcanzar el siguiente semáforo de la avenida también en verde, y poner tierra de por medio entre el ridículo absoluto y yo. Pude pasarlo en ámbar aunque el municipal que me seguía en moto intentó convencerme, sin lograrlo, de que estaba en rojo, cuando consiguió hacerme parar. Sin embargo, esa “falta de convicción” parece no considerarse atenuante y no me libró de la multa ni de los cuatro puntos a restar de los que aún me quedaban y que como resultado daba uno, según tuvo a bien comunicarme el señor agente, sin abandonar su expresión risueña y ladina y que maldita la gracia que a mí me hacía. Para entonces ya había olvidado el rebozado de mi cara y por qué salí “huyendo” como si me fuera la vida en ello. El policía insistió en que cuidara ese último punto como si fuera mi hijo y en que debiera hacer un curso que, por el módico precio de doscientos once con sesenta y siete euros, me podría proporcionar algún puntillo adicional y evitar así perder el carnet de conducir en cualquier momento. Todo eso fue ya demasiado y a punto de saltárseme una lagrimilla, decidí abandonar mi intención de ir al gimnasio con una punzada de remordimiento que no me impidió terminar el donut que había dejado a medias. Así pues, sólo me quedaban dos opciones para soltar un poco de lastre, a saber: emborracharme en casa, o emborracharme en el Golden Apple, un bar con pretensiones pero un tanto anodino, al que solía acudir de cuando en cuando en busca de un par de copas sin riesgo de encontrarme con algún conocido o de que me entrara algún pelmazo repulsivo. Dudé durante los diez segundos que me costó volver a arrancar el coche y puse rumbo al Golden al recordar que en casa lo más fuerte que había era un zumo de naranja a punto de caducar. Tras veinte minutos de dar vueltas y revueltas, conseguí aparcar a tres manzanas del dichoso bar. Empezaba a anochecer y justo al bajar del coche se puso a llover. Y yo en sandalias... Ahí ya me quedó claro que no había forma de enderezar el día, que más que torcido, resultó ser un zigzagueante camino hacia otra noche solitaria. Ya en mi destino, me senté en la barra con la desagradable sensación de la humedad entre los dedos de mis pies y la camisa pegada al cuerpo. Y al preguntarme el camarero, un arrebato de sensatez traicionera me hizo pedir en lugar de un güisqui doble, una caña “cero, cero”. Me arrepentí al momento, al encontrar en el espejo del botellero tras mostrador la mirada azul del macizo del semáforo fija en el reflejo de mi cara, que a pesar de la lluvia seguía rebozada en chocolate. Quise pensar que estaba rebuscando entre las botellas su marca de ginebra. Pero no, parecía claro que a través del espejo, me miraba a mí. Quizás no estuviera todo perdido…, pero volví a verme la cara y no supe si llorar de alegría o sólo llorar. Le noté muy cerca, sentado a mi lado y mientras rebuscaba en el bolso con la esperanza de encontrar algún clínex, giré el taburete para salir hacia el baño. Pero me topé con él y su sonrisa seductora. Y así, frente a frente, me asaltaron cientos de impulsos contradictorios que intenté controlar. Tal vez con un poco de alcohol corriendo por mis venas, de todas las opciones locas no hubiera elegido esa, pero es que tanta perfección era difícil de soportar. Tanto, que por un momento me recordó a la pobre Mariló. Sabiendo que estaba a punto de cometer el mayor error del día, cogí la jarra de cerveza, de la que apenas había tomado un sorbo y la vertí despacio sobre su cabeza. Con su cara de irritada sorpresa grabándose en mis pupilas y sin darle tiempo a reaccionar, salí pintando del bar. No me molesté en volver a por el coche y me fui a casa andando, aunque todavía llovía algo. Cuando llegué, me dirigí directamente a la despensa, saqué la tableta de chocolate con almendras y me tiré en el sofá con las sandalias puestas. Encendí la televisión y fui cambiando de canal en busca de un programa que mereciera la pena. Y lo encontré, era un reality yankee titulado “Gordos arrepentidos”, así que me acomodé mejor apoyando los pies sobre la mesita de té y me comí la tableta entera. Bueno, entera no, que dejé onza y media, pero ahora mismito, antes de ir a trabajar, me la termino… ¡A la “salud” de Mariló! |
Pancracio El bar era antiguo, pequeño, con mesas y sillas de madera. La dueña, una mujer de mediana edad y complexión fuerte, lucía un vestido de color verde, suelto y holgado, y llevaba los brazos desnudos, llenos de pulseras. Pancracio, avanzó con pasos inseguros hacia una esquina de la barra, pidió un whisky y se miró fijamente en el espejo que tenía enfrente. Era la segunda vez que entraba en aquel establecimiento, pero hoy su cara no ofrecía muy buen aspecto. Estaba borracho. En el bar había tres parroquianos cuya fisonomía no podía ser más dispar: uno era muy alto y fuerte, de unos cuarenta años, otro era viejo, pequeño, gordo y calvo, y el tercero, el más joven, tenía un cuerpo esbelto, facciones delicadas y exhibía abiertamente su condición de homosexual . Pancracio echó un trago y después se quedó inmóvil durante mucho rato, mirando al vaso con tal fijeza que la mujer que estaba detrás del mostrador llegó a preguntarse si se habría dormido. Si se hubiese acercado más a él, habría notado el movimiento de sus labios y algunos cambios de expresión, que delataban que se hallaba sumido en un intenso soliloquio. Esto era lo que decía: Me hundiste en la miseria, Eva, mi amor, me engañaste como a un niño, dándome falsas esperanzas. Estabas cabreada con tu novio; cuando aceptaste mi invitación a cenar decías que jamás volverías con él, y yo, pobre gilipollas, te compré una rosa roja al pasar por delante de una floristería. Nos sentíamos felices en la pizzería; sí, tú también parecías feliz. Una de aquellas mujeres que estaban sentadas cerca de nosotros, dijo: Que buena pareja hacen. Pero de repente llegó el que faltaba para joderlo todo: el imbécil de tu novio. Ya de entrada, empujó la puerta con un brío que volaron las servilletas; ¡el muy cretino! Al verte se paró de golpe; nos miró, primero a ti, luego a mí y por último a la rosa roja que se hacía notar en el centro de la mesa. Vi como le cambiaba el color de la cara, como palidecía primero y luego iba pasando del color ceniza al granate. Se acercó y empezó a dar voces como un energúmeno: ¿Qué hacías allí conmigo? ¿qué significaba aquella rosa? ¿qué si me estabas utilizando para provocarle? Tú te levantaste para apagar un conato de pelea entre él y yo. Lo que no me esperaba era que aceptases salir a hablar con él fuera, en la calle, y me dejases allí sentado bebiendo cerveza hasta emborracharme. Volviste media hora más tarde a recoger el bolso, que habías dejado colgado del respaldo de la silla, y a decirme: lo siento Pan, tengo que irme. Eso dijiste y yo… En este punto de su monólogo, alguien se acercó a saludarle, cortando de repente el hilo de su pensamiento: -Hola Pancracio. Levantó la cabeza, sorprendido, y vio frente a él a Anselmo el panadero, el hombre que les había llevado el pan a casa todos los días, durante los últimos veinte años y ahora, que estaba jubilado y viudo, se había convertido en el novio de su madre. -Hola papi –contestó Pancracio esbozando una sonrisa preñada de sarcasmo. -Pan, no me toques las narices. -Perdona, tío. -Tampoco soy tu tío. -Es una expresión coloquial, tío, es como decir colega, compañero, camarada…; es que no sé como debo de llamar al novio de mi madre. -¿Por qué no me llamas simplemente Anselmo? Y hablando de otra cosa, no creo que estés en condiciones de conducir. Yo ya me iba. ¿No quieres que te lleve a casa? -Vete tú, yo estoy muy a gusto aquí. Si quieres llevarte mi coche, está ahí delante. Toma las llaves. Yo cogeré un taxi cuando me apetezca. -Sí, será lo mejor. -Hasta mañana, papi. Anselmo cogió las llaves y se dirigió a la salida meneando la cabeza, mientras Pancracio, acodado en el mostrador, continuaba hablándole y canturreando sin mirarle: -No le digas a la vieja que me has visto. Dile… dile que tu amor es para siempre, dile… El portazo de Anselmo al salir ahogó las últimas palabras de Pancracio, que se tapó los oídos y farfulló algo sobre que un panadero debería tener más sentido del humor. -¡Que asco de vida! –murmuró y, viendo todas las miradas puestas en él, tras unos instantes de incómodo silencio se giró levemente, cambió el peso de su cuerpo al otro pie y concluyó-: Sí, amigos, no me miren así. Alguien dijo una vez: “La vida es como el palo de un gallinero, corta pero llena de mierda.” -Tienes mucha razón, chaval –contestó el alto-, ¡camarero, ponle un whisky aquí al amigo! -Yo, sin ánimo de ofender –dijo el calvo-, pienso que el chaval debería de tomar un café. -¡Que tome lo que le de la gana, le invito yo! Pancracio se enderezó un poco, sin despegarse de la esquina, y dijo: -Me llamo Pancracio. -Y yo Atilano –dijo el alto-, el calvito se llama Nano y el de la camisa color lila, Nicolás. -Puedes llamarme Nicol –dijo Nicolás-. Pero dime, ¿a tus años, ya te ha tratado tan mal la vida? -Verás, el problema son las mujeres. Amigo Colás, este mundo sería un poco mejor si ellas no existieran. -En eso te doy la razón, pero no me llames Colás, ¿vale? -Humm, perdona, quise decir Nicolás, pero se me traba un poco la lengua. -Llámame Nicol. -¿Seguro? -¿Qué pasa, no te gusta? -No sé, Nicol me parece un poco cursi y afrancesado. -¡Sí! –exclamó Atilano-, a mí me gusta mucho más Colás; incluso me gusta más Colasín. -¡Colasín! –escupió Nicolás con cara de asco-. Vaya un par de palurdos. De qué aldea habréis salido vosotros. -No debes despreciar a la gente del medio rural, Colasín –le reprendió Pancracio-. Seguro que vives en un piso con ventanas al edificio de enfrente, tan arrimado al tuyo que puedes oír los pedos de tu vecina. ¿Sabes lo qué es asomarse a la… puerta de casa por las mañanas a contemplar la naturaleza, sin ruido de coches, sin humos ni malos olores, escuchar a los pajarillos cantar en los… en los árboles…? -¡Uy, pero qué romáaaantico! Dime, si tan maravillosa es la aldea, ¿qué haces en la población emborrachándote, mi amor? -Intento olvidar a una ingrata que me partió el corazón. -Pues no pienses más en ella. Qué tal si cantamos una canción –propuso el Nano, y sin esperar respuesta empezó a cantar: -¡Que sí, que sí, que sí, que la Lirio tiene un amante! -Qué no, que no, tío –le cortó Nicolás-, que la que tiene un amante es la Parrala. La Lirio tiene una camiseta. -No, no, la Lirio tiene una pena –dijo Atilano. -¡Y qué bien le sentaba el vestido! –murmuró Pancracio, evocando aquellos idílicos momentos con Eva, antes de la tormentosa aparición del novio-. Apostaría a que el hijo la gran puta, se lo quitó esta noche. -¿Ya estás otra vez con eso? –exclamó Nicolás-. ¡Es que eres imposible, mi amor! -Colasín, yo no soy tu amor. -Vale, pero no me llames Colasín. -Mi amor se llama Eva, como la del Paraíso ¡Y que vestido más guapo traía esta tarde! Si la hubieras visto, Colasín, se te caía toda la pluma. -¡Que no me llames Colasín! -¿Sabes una cosa? A mí, mi madre siempre me llamó Pan y ahora quiere casarse con el panadero. -¿El panadero no es tu padre? -No. -Entonces, ¿por qué tu madre te llama Pan? -Olvídalo; no estoy de humor para explicártelo. Otro día, ¿vale? -Reconozco que no se me dan bien las adivinanzas, pero en la cama soy un artista, si quieres puedo demostrártelo. -No, gracias. De repente Pancracio se echó a llorar desconsoladamente. El Nano meneó la cabeza mirando a la dueña del bar. -No hay que llorar por una mujer –dijo Atilano-; si una no nos quiere hay que buscarse otra. Lo que sobran son mujeres. -¡Es que Eva me quiere! –gimió Pancracio. -Pues lo demuestra de una manera muy rara: dejándote tirado para irse con el otro. -Al otro le tiene miedo; eso es… eso es lo que le pasa. Yo la vi como me miró un instante desde la puerta, dudando antes de salir. Creo que estuvo a punto de arrepentirse y volver sobre sus pasos, pero no se atrevió. ¿Por qué no corrí tras ella, para impedir que se fuera? ¿Por qué fui tan cobarde? Pancracio se puso a llorar de nuevo. La dueña del bar salió de detrás de la barra y se le acercó a consolarle. Le puso la mano en el hombro y con dos dedos le alzó la barbilla. Tintinearon las pulseras. -Tranquilízate, hombre –le dijo, y añadió-: ¿Tomas un café conmigo? -¿Un café para tranquilizarle? –se extrañó Nicolás, pero la mujer no le escuchó. Cogió a Pancracio de la cintura y lo sentó a una mesa, luego se fue a preparar dos cafés, momento que aprovecharon los otros para despedirse de Pancracio y largarse. -¿Puedo preguntarte que edad tienes? –inquirió ella cuando volvió con los cafés, después de cerrar la puerta del bar con llave. -Sí, si me dices como te llamas –dijo él. -Me llamo Esperanza. -Esperanza. Suena muy bien. -Suena esperanzador, ¿verdad? -¡Sí! Yo me llamo Pancracio y tengo dieciocho años. -Pobre hijo mío, tan joven y sufriendo ya de amores. -No me la recuerdes –dijo él, reanudando su llanto. Esperanza le abrazó y le acarició el cabello, y poco a poco, Pancracio dejó de hipar y empezó a darse cuenta de lo agradable que era permanecer entre los brazos de la Esperanza, hundiendo el rostro en la suave y perfumada calidez de su pecho.
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