No lo había hecho desde hace mucho tiempo, en aquella edición de la ilusión y la fantasía en la que escribí un relato caribeño que incluía todos los títulos de los relatos presentados al concurso.
Pues bien, esta vez me sobraba una idea. De modo que he tomado los títulos de los nueve relatos participantes en esta tercera edición del taller y he escrito una cosilla. Se trataba de que estuviese en tema, fuese mismamente aceptable como narración y, además, que incluyese en su texto, aquí y allá, los nueve títulos.
Este ha sido el resultado:
Algunas puertas, hay que cerrarlas bien. �La guerra fue muy corta, pero absolutamente devastadora y destructiva. En efecto, en pocas horas de uno y otro lado se dispararon cientos de mísiles con cabezas nucleares, y al segundo día de la contienda la mayoría de las grandes ciudades del mundo habían quedado borradas del mapa. De modo que sólo en dos días se superó con creces la mortandad de otras contiendas del pasado. No fue aquella ni la guerra del millón de muertos, ni la de los treinta millones, pues los que murieron aquellos días se contaron por millares de millones. En el resto de las regiones habitadas, las armas convencionales, tanto o más terribles en ocasiones que las armas nucleares, sembraron muerte y destrucción por doquier. Ni las democracias occidentales, ni las repúblicas asiáticas, ni los sultanatos y emiratos sometidos a la Yihad escaparon a la total destrucción. Y como no podía ser de otro modo, en menos de una semana la humanidad quedó reducida a apenas unos cientos de miles de seres vivos esparcidos aquí y allá por todos los confines del globo, condenados a una vida terrible, pues las secuelas de la contienda hicieron casi imposible encontrar alimentos o agua aptos para el consumo. Como consecuencia de todo ello el asalto, el robo, e incluso el crimen, se convirtieron en algo cotidiano para conseguir una pequeña opción de supervivencia. Cuando te vas a morir de gana, cuando lo has perdido todo, nada importa, y se impone la ley de la jungla. Podemos decir que las tinieblas del corazón nublaban las mentes de los pocos supervivientes. El caos, un caos de tintes apocalípticos, se extendió sobre la faz de la tierra. Fue necesario el paso de muchos siglos para que la vida volviese a medrar con fuerza y el planeta pudo, de nuevo, volver a ser verde y a estar lleno de vida. Aunque esta vida sea, hay que reconocerlo, algo distinta de la que cubrió el viejo planeta azul en aquellos años de la antigua era. Las enormes e incontables mutaciones que se produjeron en las primeras décadas fueron el origen de curiosas formas de vida, como esos cerdos voladores que veo apoyados en la rama de una gigantesca espiga de avena, frente a mi ventana. Se ha especulado mucho sobre el origen de aquella devastadora contienda. Todos parecen estar de acuerdo en que se produjo por error. Tal vez por una falsa alarma. De uno de ambos bandos salió el primer misil, y la respuesta del otro bando fue inmediata. Yo puedo afirmar que el error se produje en occidente, en los Estados Unidos de América. Desde allí salió la orden de disparar contra Rusia. No al contrario, como algunos afirman, sin la menor base para ello. ¿Qué cómo lo sé? Muy sencillo. Como encargado un grupo de estudio y prospección, de los muchos que analizan los millones de toneladas de restos y escoria del pasado para tratar de escribir de algún modo la historia del conflicto, tuve acceso a cosas muy curiosas. Por ejemplo, en una caja de seguridad enterrada en Florida bajo toneladas de hormigón, encontré un interesante sumario sobre el control de los ilegales, firmado por el juez Gastón. Pero el hallazgo que nos dio luz sobre el origen del terrible conflicto lo hicimos más al norte. En las selvas que cubren hoy en día lo que fue la capital de los Estados Unidos, emergen aquí y allá restos de viejos edificios. Pues bien, entre las ruinas de lo que fue la residencia del presidente, en aquel lugar al que llamaban la Casa Blanca, rescaté unas cajas negras, con las grabaciones que las cámaras de seguridad hicieron en sus diversas dependencias en aquel día nefasto. Lo que vi... dios mío, lo que vi es sencillamente patético, alucinante... El presidente del Senado de la Confederación mundial de las Naciones y los Pueblos me pidió un informe detallado. Lo he preparado, incluyendo aquellas increíbles imágenes: ¡Ahí queda la cosa! � La presidenta Hillary Simpson llamó por el interfono a su secretaria. Acababa de tener una, digamos que tórrida sesión en el despacho oval, y convenía que todo aquello quedase limpio y ordenado. —¿Janet? Por favor, he estado trabajando intensamente y esto ha quedado un poco desordenado y sucio. Envía ahora mismo una morenita de esas que hacen la limpieza. Yo me voy a mis habitaciones. —Of course, Hillary. ¿De modo que trabajando? ¿Quién era hoy? ¿Ese becario, Mark Lewonsky? —¡Anda, Janet, no seas tonta! Te he dicho que he estado trabajando, ¿no? —Ya... bueno, te envío a Lupita. —¿Lupita? ¿No hay otra? —Es la única que está disponible. —En fin... que venga. Pero dile que vaya con cuidado. Es tan torpe la pobre. � Poco rato después una mujer de color (o afroamericana como dicen algunos) entraba en el despacho oval llevando con ella el típico carro de limpieza, con una gran bolsa de basura, una escoba, una pala, un mocho y un cubo. Con parsimonia comenzó a limpiar. Recogió las colillas de los porros de un cenicero, barrió el suelo y con la ayuda de la pala recogió un asqueroso preservativo. Luego procedió a quitar el polvo con unos trapos. "Anda, ¿qué e' eto?" Exclamó Lupita cuando llegó a una cortina en la que nunca se había fijado, pero que ahora estaba ligeramente corrida. "No sabía qu' etuviese aquí eta puerta. L'han dejao medio abierta... ¡vaya, pue aquí dentro tambié hay trabaho! ¡Etá too sucio!" Lupita, la mujer de la limpieza de color, no recordaba haber visto nunca aquel anexo del despacho oval. No tenía ni idea de que existiese. Pero comprendió enseguida que aquel era un lugar que debía llevar mucho tiempo cerrado y en el que nadie, en mucho tiempo, había hecho una buena limpieza. Era como un pequeño despacho con paredes completamente ocupadas por estanterías repletas de libros. Y en el centro del mismo había una mesa, cubierta con una especie de mantel verde. En el centro de la mesa un teléfono de esos antiguos que sólo se ven en las películas. Y al lado del teléfono una caja con algo encima, como un gran botón rojo, prácticamente del mismo color que el teléfono. "Etá too perdió de polvo... vamo a ve' si limpiamo' un poco... primero el teléfono... ahora eta cosa tan rara... la frotaé bien frotá... ¡ay! ¡Se ha hundío un poco! ¿No l'habré rompió? Dió mío, se ha encendío, y como brilla toa colorá! ¿Y que e' ese ruido?¡É una alarma!¡Me tomarán po' ladrona! ¡Ay Virgensita!" |