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Foro para escritores de Bubok

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lasacra1
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3ª EDICIÓN DEL TALLER DE RELATOS. GUERRA.SÓLO RELATOS

4 de Mayo de 2014 a las 22:37

Queda abierta la tercera edición del taller de relatos.

El tema esta vez será GUERRA.

Los relatos se podrán presentar desde hoy hasta el próximo día 22 de mayo a las 22,00 h.

Si alguien quiere participar por primera vez que se lea estas sencillas normas.

Ánimo, espero muchos relatos.

concursoderelatos
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  • 8 de Mayo de 2014 a las 17:26
¡AHÍ QUEDA LA COSA!

Este era otro asunto que se las traía. El debate sobre el gentilicio propio de los habitantes de Zarzamora había dado bastante que hablar, tal vez demasiado. El lío empezó cuando una de esas tardes de mortal aburrimiento, don Julio Casavieja, el rico hortelano, se preguntaba en voz alta qué futuro le esperaba en este villorrio a su hija Juanita, la zarzamoreña más guapetona del lugar.
Don César, que estaba junto a él en la mesa del bar, apartó al punto la vista de las piezas de nácar y replicó con la frente muy alta:
–Zarzamorana querrá usted decir; zarzamorana, señor Julio...
Y dejó caer con gran estruendo la ficha que tenía en la mano. El golpe de teatro era de los que causan sensación: acababa de colocar el doble cinco.
El ricohombre no se dejó desmontar tan fácilmente. Sopesando las consecuencias para el equilibrio de fuerzas en el juego con la súbita aparición del doble cinco, dijo por lo bajo:
–Mi hija es zarzamoreña, como usted y como yo, querido César.
–Discrepo, apreciado Julio: zarzamorana es el término que más conviene –replicó con dulce sonrisa el boticario, a quien apodaban «testablanda» porque tenía precisamente la testa muy dura.
–¡Zarzamoreña! –aquí hubo el consabido grito acompañado de un puñetazo en la mesa. Se desbarató la fila de las piezas de dominó.
–¡Zarzamorana! –nuevo grito, además del hincharse las venas de la frente y ese levantarse ambos de las sillas con tal violencia que perdieron el equilibrio y se volcaron.
Los presentes se miraban cariacontecidos. Adivinaban que el asunto se resolvería al aire libre...
–¿Y si decimos simplemente «los de Zarzamora y las de Zarzamora»? –propuso Vicente, el dueño del establecimiento, que permanecía con los codos apoyados en la barra.
–Demasiado largo sería eso. Los de y las de Zarzamora... ¡No terminaríamos nunca de llamarnos por las esquinas! –alegó Facundo, viudo de Frasquita; siempre andaba este hombre apocado y meditabundo, y solía aderezar sus hablares con una pizca de proverbios filosóficos.
–Zarzamoreña... –mascullaba el ricohombre con los brazos en jarras, puesto de pie frente a su adversario, con quien mantenía feroz duelo de miradas.
–Zarzamorana... –sostuvo el boticario sin bajar en ningún momento la vista.
–En mi humilde opinión –comenzó diciendo Baltasar, el dueño de la panadería y bollería–, ambas fórmulas serían válidas; pero a mí me gusta más zarzamorense. No sé qué opinará el resto. ¿Os sirve zarzamorense?...
–Zarzamoreña... –repitió, tozudo, el rico hortelano.
–Zarzamorana... –repuso el otro.
–¡Este asunto es muy grave, señores! –gritó don Leandro, el abuelo de la difunta Frasquita; por aquel entonces estaba ya muy viejo, el pobre. Se desplazaba con la ayuda de un bastón de nogal y, como estaba sordo de una oreja y no muy fino de la otra, gritaba y gesticulaba siempre que decía alguna cosa: eso era en él desde luego una costumbre bien arraigada–. ¡Vayamos a la sala de reuniones del ayuntamiento y votemos zarzaloquequeráis a mano alzada! ¡Venga! ¡Vámonos a la casa consistorial y votemos rapidito, que para eso es domingo por la tarde y no tenemos nada mejor que hacer!
Don Leandro tenía más razón que un santo. Pero en un primer momento nadie le hizo caso. Salieron los dos enemistados a «dirimir» sus diferencias en plena calle. Y volvieron a los pocos minutos, el uno con un ojo amoratado y la nariz sangrando, el otro con idénticas magulladuras, aparte de que traía la chaqueta partida en dos y los botones de la camisa desaparecidos. No diré quién de los dos había esgrimido mejores argumentos de mojicones en su particular contienda. Me han contado que ni aun así lograron llegar a un acuerdo.
Tuvo noticia del percance el edil don Álvaro Casapuesta. Y, resuelto a poner paz y orden entre sus paisanos, publicó al día siguiente un bando en el que se convocaba a los vecinos de Zarzamora para que decidieran ellos mismos su destino, es decir, el gentilicio que había de usarse en adelante.
Tras un abrumador recuento de papeletas, resultó el siguiente escrutinio: 35 votaban por «zarzamoreños»; 34 por «zarzamoranos»; 28 por «los de y las de Zarzamora»; 19 por «zarzamoretinos»; 13 por «zarzamurrialenses»; 9 por «zarzamoradulescos»; y 36 por «zarzamorenses», siendo esta última propuesta la que obtuvo la mayoría. El concejal publicó inmediatamente una ordenanza donde daba cuenta del resultado de estas votaciones.
concursoderelatos
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  • 9 de Mayo de 2014 a las 2:56
LA GUERRA DEL MILLON DE MUERTOS
Eran aproximadamente las diez de la noche cuando Nico ocupó su posición en la trinchera. Dejó apoyado el máuser contra la pared de la zanja y se sentó en el fondo.
Primero miró en ambas direcciones del foso de defensa donde tenía su puesto de guardia; nadie a la vista. Mirando más detenidamente, observó la acostumbrada sombra de sus compañeros de vigilancia y, tranquilamente, apoyó la espalda contra el terreno. Sacó la tabaquera, el papel de fumar y la esterilla. Después de unos instantes de expertos movimientos, sacó del bolsillo la chisquera y dándole dos golpes precisos, y un poco de aire de sus pulmones, la yesca prendió. Acercó el cigarrillo y lo encendió. Dos grandes bocanadas seguidas le dejaron satisfecho y cogiendo el Mauser español del 93, se levantó y, con lentitud y precisión, recorrió con la vista todo su horizonte.
“Todo tranquilo, como siempre” Pensó, mientras agachando un poco la cabeza, dio una nueva bocanada al cigarrillo. Y así hasta casi las tres de la madrugada. Se encontraba mirando hacia uno de los lados de su parcela de vigilancia cuando sintió cómo las tripas le marcaban territorio. Quiso apretar para desahogar la presión pero, de inmediato tuvo que contraer el esfínter, al notar como su cuerpo, desconocedor de sus responsabilidades bélicas, había decidido unilateralmente que era el momento de vaciar el recto.
Los nervios afloraron de inmediato. Era la primera vez que en tres meses de guerra le ocurría esto. Apretando los músculos pensó, pero, cuando el cuerpo ya ha decidido que algo debe hacerse, no hay tiempo para filosofar. Ante la inminencia, solo se le ocurrió salir en dirección a uno de sus compañeros y preguntarle.
Solo había dado quince o diez y seis pasos cuando un susurro le paró en seco.
—Alto. Santo y seña —respiró al reconocer la voz de su compañero.
—Borraja fresca —y sin poder esperar, siguió andando hacia él.
—Pero Nico, ¿Cómo abandonas el puesto? Te van a fusilar.
—Jorge, es que me ha dado un apretón y no puedo contenerme. ¿Qué hago?
—¡Ah, bueno! Es fácil. Te llegas hasta donde dobla la trinchera, por el lado de Carlote, le das santo y seña y él te dice donde es. Todos vamos al mismo sitio; ellos también, no te preocupes.
—Gracias —y sin esperar, salió corriendo agachándose como podía, hasta el nuevo santo y seña. Finalmente, y llegando al límite de sus fuerzas, se encontró entre el enorme matorral que le había indicado Carlote y bajándose los pantalones, se agachó y defecó a placer. Aun estaba agachado descansando del esfuerzo cuando oyó cómo los gases de algún otro defecador imitaban a las nuevas ametralladoras que algunos portaban en el frente. Se quedó quieto, en silencio y soltando los pantalones cogió su máuser.
—Quieto ahí, amigo, que yo estoy igual que tú y vengo en son de paz.
Nico se sorprendió al oír la voz. Se quedó pensando un momento.
—Perdona, pero tu voz la conozco. ¿Eres…?
—¡De Zaragoza, del Frente Popular! ¿De donde iba a ser si no me han dado opción? A medida que le oía, la memoria de Nico se activó y, por fin, reconoció la voz.
—¿Tú eres Javico?
—¿Nico?
Y sin contestarse mutuamente, ambos se levantaron de un salto. Se miraron y olvidándose de lo que se encontraba haciendo, se acercaron y abrazaron con fuerza.
—¡La Madre de Dios, Nico, qué alegría tan grande!
—Por la Pilarica de mi alma, Javico. ¿Pero qué haces tú metido en el bando republicano?
—¿Y tú en el de los sublevados? Esto es una mierda, amigo. Será posible que tú y yo estemos pegándonos tiros porque los locos de algunos militares hayan decidido dar un golpe de estado?
—Yo tampoco entiendo nada, maño. Estaba en Cáceres, como sabes; llegaron estos y me dieron una sola opción, o con ellos, o cárcel y fusilamiento. Yo les dije zarrasbí-zarrasbá y el teniente aquel se cogió un choto que pa qué y aquí me ties, defendiendo lo que ni entiendo. ¿Y tú?
—Lo mismo. Desde el levantamiento, los del Frente empezaron a reclutar y yo entre ellos. Y aquí la vamos a guiñar tós; y, encima, todo el día picándome la molleja.
—¿No os tratan bien? ¿Tienes hambre?
—A espuertas, maño. Estos del Frente no tienen nada mas que pa ellos.
—¿Haces guardia mañana?
—Todos los días me presento voluntario. Es como mejor se está, porque por la noche nunca pasa nada.
—Yo hago lo mismo. En ese caso, ven mañana a esta misma hora que te traeré para que tragues como un güitre.
—¿Puedes coger comida de estrangis?
—De comida y municiones tenemos pa regalar.
—¡La Virgen! ¡Y que me hayan metido a mi en este lado!
—Lo siento, Javico, pero nadie nos preguntó qué pensábamos de esta mierda —en ese momento Javico se volvió hacia su lado del frente; estuvo unos instantes oyendo y, rápidamente se subió los pantalones y se amarró la cuerda que le servía de cinturón.
—¡Nico, menea las tabas, que algo se mueve! —Nico se agachó rápidamente, se subió los pantalones con cierto asco y cogiendo el máuser, salió corriendo sin despedirse. Igual hizo Javico.
Solo fueron unos pequeños escarceos que para nada enturbiaron el resto de la tranquila noche.
A la noche siguiente, Nico volvió a los matorrales. Allí se encontró de nuevo con Javico, su gran amigo de la infancia. Grande fue la sorpresa del maño cuando vio la cantidad de comida que le llevaba su amigo. Estuvieron contándose recuerdos de los dos años que Nico llevaba fuera de Zaragoza. Javico le informó del estado físico de algunos de sus familiares y amigos, lo que tranquilizó bastante a Nico.
Dada la paz en que pasaban las noches, aquellos escondidos encuentros se hicieron costumbre y, lo que al principio fueron solo veinte minutos, al cabo de quince días se convirtieron en horas.
Pero los mandos no tuvieron en cuenta la amistad de los dos maños y aquella triste noche, los sublevados decidieron que aquel frente llevaba demasiado tiempo parado y, sin previo aviso, se desató la tormenta.
No les dio tiempo a volver. Toda aquella tranquilidad se convirtió de pronto en las puertas del infierno. Cañones, bombas, disparos, bengalas de descubierta y demás parafernalia de una guerra absurda, se desató en el frente.
Tendidos en el suelo, casi encima de sus propios excrementos, ambos amigos se quedaron petrificados, sin saber qué hacer. Llevaban el uno su máuser, el otro su mosquetón; ambos armados y con munición, pero sin órdenes que obedecer y la indecisión les dejó como estatuas de mármol en jardín ajeno.
Casi una hora llevaban tendidos oyendo como las balas silbaban a su alrededor, como las bombas dejaban enormes cráteres rodeados de cadáveres destrozados, que con el paso del tiempo solo servirían para recordar la gran estupidez de una guerra. Finalmente, el fuego fue cediendo, pero sin acabar completamente.
—Maño. ¿Tú crees que podríamos volver a nuestras posiciones?
—Y yo que sé, Nico. Yo no me muevo hasta que por la mañana sepa donde estoy. Igual los tuyos han arrasado nuestras trincheras y me encuentro prisionero sin haber matado a nadie, ni tan siquiera saber por lo que estoy luchando. ¡La Virgen! Si me pusieran delante a los causantes de esta locura… a esos sí que les dispararía; a los de tu bando y del mío. Malditos criminales.
—Es que si nos encuentran juntos, los tuyos o los míos, no creo que lo pasemos muy bien.
—Mira, maño, de perdidos al río. Recemos a la Pilarica para que nos ayude y busque una solución.
—Sí, porque como nos movamos un pelo lo vamos a pasar mal.
Y alguien debió oírles porque, segundos más tarde, una de las bombas cayó a medio metro de los dos amigos y sus cuerpos, rotos y desgarrados, saltaron por los aires, sumándose a aquel millón de muertos por una causa que ninguno de ellos había entendido.

concursoderelatos
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  • 13 de Mayo de 2014 a las 15:02

Botón rojo

Irina Petrova acudió solícita a la entrada de su domicilio mientras se secaba las manos en el mandil.

-¡Ya va, ya va…! -se excusó al oír aporrear la puerta con insistencia. Desde el butacón de la sala, Stan sonrió al verla pasar por el pasillo como una exhalación, pero ocultó el gesto tras su enorme bigotazo. Poco después, Irina entró en el salón con un pequeño paquete entre sus manos-. Han traído esto para el Teniente Coronel Stanislav Yevgrafovich Petrov –dijo con retintín-, pero viene de América…

Stan se casó en segundas nupcias con Irina poco antes de su jubilación y ésta apenas conocía nada de sus andaduras militares. Ella le preguntaba a menudo por aquellos tiempos, en parte porque era curiosa, y en parte para fastidiar a Stan. No era algo de lo que su marido se sintiera especialmente orgulloso o se vanagloriara. «Era mi trabajo», respondía siempre que la conversación derivaba hacia ese tema.

-Ábrelo –le pidió Stan, conocedor del contenido del paquete. Días atrás había recibido una llamada telefónica desde Estados Unidos que le anunció la llegada del envío.

Irina desenvolvió una pequeña placa con un texto en inglés que apenas pudo entender. Después abrió un sobre que contenía una carta y un talón de mil dólares americanos.

-…asociación de ciudadanos… manifestamos gratitud… el incidente  del equinoccio de otoño… -sus ojos volaban en diagonal sobre la carta-. Pero… ¡¿qué es lo que hiciste, Stan?! –preguntó estupefacta interrumpiendo la lectura de repente.

Stan reposó el libro que estaba leyendo sobre sus rodillas y se descabalgo las gafas para alzar la vista hacia el horizonte, a través de la ventana. Pronto llegaría el verano y los montes cercanos a Fryazino empezaban a deshelar.

-No hice nada –contestó.

 

 

Aquella noche, oficiales y soldados habían estado degustando pastas y té tras la cena en el comedor, como cortesía de un teniente que acababa de ascender de rango. El ambiente era relajado y distendido. Petrov disfrutaba especialmente confraternizando con sus camaradas, porque le había costado hacerse respetar por ellos cuando llegó destinado a la base. Todos eran militares de carrera y soldados profesionales y él era el único oficial de su base que había recibido educación civil. Sus superiores tampoco le miraban con muy buenos ojos, a pesar de su brillante desempeño. Quizá por eso le asignaban casi siempre las guardias de noche. O quizá fue el destino quién decidió que fuera él, y no otro, el oficial al mando la madrugada de aquel 26 de septiembre de 1983.

Las sirenas aullaron y Petrov no pudo evitar dar un respingo. Después se abotonó la casaca con prisa y corrió junto con el resto de oficiales hacia el centro de mando.

–Apaguen ese trasto –exigió Petrov, medio exhausto, al llegar.

Ninguno de los allí presentes, en el centro de mando del búnker Serpujov-15, escuchó las instrucciones del Coronel Petrov. Todos miraban absortos la pantalla roja y retroiluminada como si fuera un neón a la entrada de un burdel un día de permiso. Las luces de emergencia y ese desagradable sonido que inundó de angustia todo el búnker no dejaban resquicio a la duda: un misil balístico estadounidense alcanzaría la Unión Soviética en veintiocho minutos.

-¡Todos en sus puestos! –se hizo oír Petrov.

-Señor, no hay programado ningún simulacro –le informó uno de los soldados tras volver en sí y consultar sus anotaciones.

-Revisen los sistemas y monitoricen todas las funciones. Y apaguen la alarma –exigió también-. Tiene que tratarse de un error –murmuró después para sí.

Todo el personal de la “Base de Alerta Temprana”, centro de mando de la defensa aeroespacial rusa, se movilizó al instante y, uno a uno, fueron comprobando los 30 niveles de seguridad formalizados.

-Coronel, las lecturas son correctas.

-Tiene que ser una falsa alarma –se repitió sin hacer caso a lo que le decían-. Petrov conocía bien las peculiaridades del sistema satélite OKO y desconfiaba de su buen funcionamiento, pero la señal era clara. El sistema informaba que el nivel de fiabilidad era el ‘más alto’: Estados Unidos había lanzado un misil. Un minuto más tarde la sirena sonó de nuevo.

-¡He dicho que apaguen la maldita alarma!

-Coronel…

-¡¿Qué?! –respondió Petrov incomodado por las interrupciones. El cabo Lanevski sólo se atrevió a señalar la pantalla. Un segundo misil había sido lanzado desde la base estadounidense de Malmstrom en Montana. Instantes después, una tercera, cuarta y quinta lecturas térmicas aparecieron en los sistemas. Las computadoras cambiaron las alertas de ‘lanzamiento’ a ‘ataque con misil’.

No había nada estipulado acerca del tiempo máximo permitido antes de informar de un ataque, pero Petrov sabía que cada segundo de retraso era valioso. Todo lo que tenía que hacer era descolgar el teléfono para llamar por la línea directa a los altos mandos, pero no pudo moverse. Era un témpano de hielo derritiéndose sobre el fuego de sus dudas.

 Se le enseñó a dar y a obedecer órdenes. Su entrenamiento era riguroso; sus instrucciones precisas: debía mandar un informe a la cadena de mando, pero sabía que ésta quedaría condicionada por sus conclusiones. Miró su reloj. Habían pasado once minutos. Era consciente de que quedaba poco tiempo para avisar al Secretario General, Yuri Andropov, y decidir cómo lanzar el contraataque. Pero se resistía a ello.

-¿Hay confirmación visual? –preguntó a sus subordinados finalmente.

Lanevski se encogió de hombros antes de responder:

-Es… pronto para saberlo, señor. Pero los operadores son un servicio de apoyo, el protocolo exige…

-¡Sé lo que exige el protocolo! Llamen a los operadores de radar de tierra –determinó Petrov.

Todos los allí presentes le miraron dubitativos, pero Petrov se mantuvo impertérrito. Desafiante, como un solitario abedul haciendo frente al crudo invierno en la estepa siberiana.

-Stan, estás cometiendo una ‘negligencia en el cumplimiento del deber’ –era el Mayor Víctor Yakovlev quien le hablaba. Habían trabado cierta amistad años atrás cuando coincidieron en el centro de especialistas informáticos donde el ejército reclutó a Petrov. Después se distanciaron un poco. Ambos habían aspirado al mismo puesto, pero Petrov trabajó más duro y tuvo más suerte-. Tienes que hacer caso de las lecturas de la computadora –le instó.

-Es una falsa alarma –se defendió Petrov.

-¿Cómo puedes estar seguro?

-¡Lo es! –respondió retador.

-Hace tres semanas derribamos un avión surcoreano por invadir nuestro espacio aéreo. Sabes que en él viajaban pasajeros americanos. Conoces, tan bien como yo, los rumores de las maniobras de la OTAN en el norte de Bélgica con los misiles Pershing…

-Los americanos tienen miles de misiles. ¿Por qué iban a empezar una guerra nuclear lanzando sólo cinco?

-Tienes que llamar…

-Sabes que ocurrirá si lo hago, Víctor.

-¿Sabes qué ocurrirá si no lo haces?

Petrov tenía que reportar la alarma a sus superiores y dejar que ellos decidieran si era errónea o no. Si no lo hacía, en el mejor de los casos le mandarían a las minas de Myrna a picar piedra. Pero él no podía imaginar un futuro sin afrontar su presente. El silencio se apoderó de la sala y Petrov tronó como el casco de un rompehielos abriéndose paso entre las aguas congeladas del Ártico.

-He dicho que llaméis. ¡Quiero confirmación visual! ¡¡Ahora!!

De inmediato, sus subordinados se pusieron en comunicación con todas las bases de radar a la espera de cualquier información sobre los misiles. A cientos de kilómetros de distancia, decenas de ojos frente a los monitores escudriñaban el cielo; en la “Base de Alerta Temprana”, un silencio sepulcral y toda la atención en cada una de las palabras de los operarios de radar: « ¿Algún avistamiento?», preguntaban desde el búnker. «Todo en calma», respondían cada vez.

Cual otoño, los minutos fueron deshojando la paciencia de los soldados. Cada segundo era, a la vez, alivio y desesperanza. Petrov callaba. Cabizbajo y pensativo. Peinando repetitivamente los cabellos de su incipiente bigote. Envejeciendo un año de vida cada vez que el segundero de su reloj marcaba las doce.

-¡Stan…! –le requirió Yakovlev. Petrov despertó de su letargo y asintió.

-Coronel… -Yakovlev se cuadró ante su superior saludándole militarmente y todos los demás le imitaron en señal de respeto. Petrov descolgó el teléfono y llamó al oficial de guardia en el Cuartel General del ejército soviético. Yakovlev y él se miraron por última vez antes de que éste comenzara a hablar.

-Aquí el Coronel Stanislav Petrov... –el azul de sus ojos paralizó el mundo de aquellos soldados en el centro de mando. Cientos de miles de sus compatriotas podían estar a punto de morir. Millones de personas en el resto del planeta podrían correr la misma suerte poco después-. Quiero reportar… -dijo después de tragar saliva con dificultad- …una falla en el sistema.

 

«El 26 de septiembre de 1983 Stanislav Petrov evitó lo que pudo ser una catástrofe mundial cuando se produjo el llamado “Incidente del Equinoccio de Otoño”: una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y la posición específica del satélite OKO, que colocaría al mundo a escasos segundos del apocalipsis atómico.

Pocos días después del suceso, Petrov recibió una reprimenda oficial. Sin embargo, dadas las circunstancias, sólo lo reasignaron a un puesto de inferior rango y precipitaron su retiro.

Tras el colapso de la Unión Soviética la historia vio la luz. En enero de 2006, Petrov viajó a Estados Unidos, donde fue homenajeado por las Naciones Unidas y donde, posteriormente, le fue entregado un segundo premio de la Asociación de Ciudadanos del Mundo».

concursoderelatos
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  • 13 de Mayo de 2014 a las 20:15

Yihad

 

Oímos los motores de los coches mucho antes de verlos. No eran soldados, no llevaban uniformes, pero iban armados. Se bajaron de los jeeps con prisa y sin dejar de gritar. Había dos que se afanaban en dar indicaciones a los demás. Estaban rodeando el colegio. La profesora nos ordenó que nos alejáramos de las ventanas.

 —¡Quitaos de ahí, que no os vean!

 —¿Quiénes son? ¿A qué vienen?

 —No lo sé. —Sabíamos que mentía. El temor a lo desconocido nunca supera al horror de lo que se conoce. Y su cara no reflejaba miedo, sino auténtico pánico.

Empezaron las patadas a las puertas, los gritos de las niñas y las profesoras, los disparos que, luego supimos, eran al aire -excepto el que alcanzó al director-, los empujones, los insultos, las patadas…

Nos sacaron a todas a la calle. Nos abrazábamos unas a otras intentando encontrar una protección que, sabíamos, no podíamos esperar ni ofrecer. Algunas lloraban. Las más sólo teníamos valor y fuerza para mirar al suelo. No dejaban de apuntarnos.

Al cabo de un rato, todos los que habían entrado en la escuela, estaban ya fuera. Habían registrado cada rincón y se habían asegurado de que no quedaba nadie en el interior. Uno de ellos, el único con un turbante rojo, se adelantó y, más que mirarnos, nos repudió con sus ojos.

 —Sois todas unas rameras. En eso os han convertido. Y como a tales os trataremos hasta que os sometáis a la voluntad de Alá.

Nos subieron a un camión, nos sentamos como pudimos en dos filas y nos pusimos en marcha. Fue mi profesora la que, después de unos minutos de silencio que sólo se rompía por algunos sollozos ahogados, se encaró con el que nos vigilaba.

 —Alá te castigará. Tenlo por seguro. ¿Con qué derecho nos insultáis y nos sacáis de nuestra escuela?

 —Calla, mujer.

 —No eres mi padre, ni mi marido. No puedes darme órdenes. ¿Dónde nos lleváis? ¿Qué pretendéis?

 —¡He dicho que te calles! —Y al decirlo le dio una bofetada que la hizo caer.

Desde el suelo ella empezó a gritar insultos.

 —¡Hijo de puta! ¡Vete a cagar en tus muertos! ¡Pega a tu madre! ¡Cara de nabo!

Las profesoras de las alumnas más pequeñas las llamaron a su lado e intentaron abrazar a todas a la vez.

 —Venid, no tengáis miedo, recemos, recemos... Alá es grandísimo. Me refugio en Alá contra Satán el lapidado. En el nombre de Alá. El clemente y grandioso… Sólo a ti adoramos y a ti pedimos ayuda…

Mi profesora seguía gritando.

 —¡La religión de tu madre! ¡Maricón!

Él empezó a patearla y, las que no rezábamos, les imploramos, alteradas y entre lágrimas, que se callara a ella y que cesara con su castigo a él. Ninguno de los dos atendió nuestras súplicas. Tampoco Alá parecía escuchar a las pequeñas. El camión frenó de forma brusca y el portón de atrás descendió de golpe. El mismo hombre que en la puerta del colegio nos había llamado rameras apareció disparando al aire. El silencio se impuso.

 —¿Qué está pasando aquí?

Nuestro vigilante se bajó del camión y le habló en voz baja. El del turbante rojo subió e hizo incorporarse a mi profesora.

 —Baja. Vamos.

Ella se resistió y retomó su catálogo de insultos. Él la empujó hacia afuera y la tiró a la tierra desde lo alto del camión. La golpeó hasta que no fue capaz, ni siquiera, de intentar levantarse. Entonces le rasgó la ropa y se bajó el pantalón. De nuevo, las profesoras de las pequeñas lanzaron su adhan particular. Nuestro vigilante tomó el relavo cuando el del turbante rojo acabó.

 —Así es como se trata a las rameras y así seréis tratadas si no aprendéis cómo se comportan las buenas musulmanas

 Él os creó de un solo ser; a partir de él creó a su compañera —lo dije en un susurro. No creí que nadie pudiera oírme.

 E hizo que uno de ellos supere a la otra —sentenció Turbante rojo—. No ensucies las palabras del Profeta con tu boca de serpiente.

Subieron a mi profesora al camión. No se tenía en pie pero se esforzaba en tapar su desnudez con los harapos en los que se había convertido su vestido. Las pequeñas continuaban con sus rezos guiados por las maestras.

 En verdad, la Oración preserva a la persona de la obscenidad y el mal manifiesto, y el recuerdo de Alá es en verdad la mayor virtud. Pues Alá sabe lo que hacéis. —Aunque parecía imposible, a mi tutora todavía le quedaban fuerzas para hacerse oír.

            Y la oyeron. Nuestros secuestradores se quedaron parados mirándola. Murmuraron algo entre ellos, supe que eran burlas por su forma boba de reír. A continuación el del turbante rojo subió para vigilarnos y el otro ocupó el asiento del copiloto en el camión.

            Unas cuantas alumnas, de entre las mayores, nos acercamos a la profesora para intentar ayudarla, aunque no sabíamos cómo podíamos hacerlo. No teníamos nada con lo que limpiar la sangre de su cuerpo, nada con lo que aliviar sus dolores. Nada. Me desgarré la falda y le dije que escupiera en el trapo que había conseguido obtener. Fue una mala idea, su saliva sólo era sangre. Escupí yo en una parte limpia y con cuidado le limpié la cara. Luego la abrazamos entre todas. Lloramos juntas.

             —Cuando lleguemos al campamento —dijo con calma nuestro nuevo vigilante— os daremos ropa decente y el Imán hablará con vosotras. Acogeréis la educación que Alá quiere que recibáis y no toda esa basura occidental que os estaban haciendo mamar. El de hoy es un día feliz para todas vosotras: regresáis junto a nuestro padre Alá. El mundo dirá que os hemos apresado, pero la realidad es que  ahora es cuando de verdad seréis libres, porque el Islam es la única libertad indudable. El derecho a la liberad es sagrado siempre que no se infrinja deliberadamente la voluntad de Alá y, estas furcias a las que llamáis maestras, se alejaron de forma voluntaria del camino recto y os estaban obligando a seguir el sendero del pecado. Para ellas es tarde, en cuanto lleguemos serán vendidas como esclavas y que Alá decida su suerte. Las más pequeñas serán las más afortunadas, les daremos un marido que las proteja y provea como manda el Profeta; serán devotamente obedientes y recogidas en ausencia de su esposo que es lo que Alá les exige.

             —¡Las pequeñas sólo tienen siete años! —No lo pensé, sólo lo dije.

             —Cuanto antes tengan marido, antes estarán alejadas del pecado de la fornicación. Aisha, la madre de los creyentes, contrajo matrimonio con el Profeta a la edad de seis años.

            El viaje continuó en silencio. Turbante rojo se acomodó soltando el fusil para colocarlo entre sus piernas. Mi profesora había perdido el conocimiento. Todas nos colocamos como mejor pudimos para hacer menos incómodo el traqueteo del camión y, como si de una decisión acordada se tratara, cerramos los ojos casi al mismo tiempo. Supongo que confiábamos en descubrir que todo había sido un mal sueño cuando los abriéramos.

 

El camión volvió a detenerse. Nuestro vigilante abrió el portón trasero desde dentro y saltó hacia afuera. Lo perdimos de vista durante un instante; enseguida apareció de nuevo.

 —Bajad despacio. Podéis estirar las piernas un poco y, si necesitáis orinar, ahora es el momento.

Bajamos todas excepto mi profesora. Ya había recuperado el sentido, pero no podía moverse. Yo regresé en cuanto pude junto a ella.

 —Escucha lo que te voy a decir. —Su voz era un delgado y quebradizo hilo—. Disfrazan de fe su avaricia de poder. No les creas, no creas sus mentiras. Nos insultan y maltratan porque intentamos alcanzar la sabiduría. Saben que doblegar la verdad es imposible, por eso se empeñan en que no la conozcamos, por eso se niegan a que aprendamos y enseñemos. La primera palabra del Corán, revelado por Alá al Profeta, fue lee. Mahoma, la paz y las bendiciones de Alá sean con él, dijo: la búsqueda del conocimiento es una obliga….

Un atronador disparo, que me hizo gritar de espanto, intentó callar para siempre a mi profesora. Sin embargo, Alá le concedió los segundos suficientes para acabar de repetir el mandato del profeta.

 —…es una obligación para todo musulmán y musulmana.

 —Perra… —Turbante rojo escupió sobre el cadáver—. ¡Se acabó el descanso! Que suban todas. ¡Essam, ayúdame a tirar esto!

Entre los dos arrojaron el cuerpo de mi profesora a la tierra del camino. No tardaron en aparecer un par de buitres. Alumnas y maestras miraban, en un silencio asustado, aquella macabra escena mientras subían al camión. Nos colocamos como mejor pudimos en dos filas y, de nuevo, cerramos los ojos aferrándonos a nuestra última esperanza. Porque, después de todo: Alá es grandísimo. Me refugio en Alá contra Satán el lapidado. En el nombre de Alá. El clemente y grandioso… Sólo a ti adoramos y a ti pedimos ayuda…

 

concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2014 a las 18:12


Cuando te vas...

Tímidamente el rayo de luna penetraba por la ventana sin cristales, abierta a la negrura de la noche. Ni un soplo de brisa, ni un sonido en la oscuridad. Ekron se revolvió sobre el colchón y miró al cielo. Aún no amanecía. Habían pasado ya muchas horas o eso creía, porque estar sin ella hacía detenerse al tiempo, y aún no había regresado. Sabía que no debía preocuparse, la preocupación solo hacía que sus fuerzas mermasen y no podía permitirse el lujo. Ella sabía lo que hacía y estaba preparada para resolver cualquier problema.

Cerró los ojos y se quedó dormido. Una ráfaga de ametralladora sonó muy cerca. Entre sueños pensó que. Thara debía de acercarse, por fin volvía a casa.

El cuerpo de Thara era cálido y suave, se acomodaba al suyo como si nunca hubiera estado en otro lugar. Le gustaba descansar la mano sobre su vientre plano que subía y bajaba con cada respiración. Ella era más fuerte que él, a pesar de ser tan menuda. Pero ninguno de los dos sobreviviría mucho más tiempo si no conseguían salir de allí antes de que los soldados les encontraran. Aquel día habían tenido suerte, Thara trajo dos coles de regular tamaño y varios trozos de pan seco, que les habían servido de cena y aún podrían comer al día siguiente haciendo sopas en el agua caliente.

Se despertó sobresaltado. Tenía hambre. El hambre es terrible, te come por dentro y no te deja pensar. Y le dolía la espalda, también era un dolor horrible y seguía sin poder mover las piernas. Aquella mina no le había dado de lleno pero le había dejado maltrecho. ¿Cómo se puede enterrar una mina para exterminar a otros seres humanos? La guerra era una mierda y los hombres el cáncer del mundo.

Dormitaba entre escalofríos. En una pesadilla veía cómo las calles habían desaparecido una tras otra, tal como le había contado Thara. Con cada nueva bomba las casas se desmoronaban como si fueran mantequilla al calor del fuego. En los huecos de las que se mantenían más o menos en pié, se escondía la gente desesperada. Algunos niños que se habían quedado sin padres, se habían unido para buscarse la vida y por la noche deambulaban de acá para allá, se acercaban sigilosamente a las que aún estaban relativamente limpias, donde los oficiales habían situado sus puestos de mando, y revisaban las basuras del día, porque sabían que encontrarían siempre los restos de la comida que ellos desperdiciaban. Imaginaba a Thara deslizándose en la oscuridad como un gato y llegando de las primeras al festín. Hoy se retrasaba, cada vez tardaba más en volver y él se desesperaba pensando en que algo pudiera haberle pasado y no podía ayudarla.

Tumbado allí en la oscuridad se sentía inútil y fracasado. Se daba cuenta de que Thara cada vez estaba más delgada; cuando se acostaba a su lado podía sentir, al abrazarla, sus huesos puntiagudos contra su piel. Apenas hablaba, solo le miraba con sus enormes ojos ahora mucho más grandes y asustados. Solo cuando la tenía cerca o pensaba en ella podía resistir aquella serie de dolores que, lentamente minaban su cuerpo. Y el miedo, frío y cortante, voraz. Pero ahora Thara no volvía. Hubiera deseado poder asomarse a la ventana y ver qué sucedía allí abajo. Los cañonazos sonaban ahora continuamente. En aquel cuchitril empezaba a oler mal, no sabía si el hedor brotaba de él mismo o llegaba hasta allí de la habitación a la que Thara había arrastrado los cadáveres de los dueños de aquel lugar. Un hombre y una mujer de mediana edad que estaban muertos cuando llegaron. No querían verlos, tener la muerte tan cerca era horrible. Pero no habían contado con el olor nauseabundo que despiden los muertos.

Escuchó atentamente por si se oían los pasos de Thara acercándose. Lo hizo aunque estaba convencido de que ella ya no volvería. Sentía un odio que lo abrasaba, que nunca había conocido antes y lo más triste era que no sabía a quién odiar, ni por qué. Quería volver al puerto, sentir el aire del mar en la cara y el olor a pescado fresco. Descargar la captura del día, ayudar a los pescadores y cobrar su salario. No necesitaba nada más. ¿Por qué iba a morir entonces, por qué no volvía Thara? ella era dulce y hablaba bajito, irradiaba una paz que contagiaba. La primera vez que la besó, el mundo comenzó a girar para él como si fuera el día de la creación. Al despedirse le había dicho: No te muevas de aquí, procuraré volver enseguida. No te preocupes, se cuidarme, ya lo sabes. Y él la esperaba ¿cuánto tiempo había pasado?

Las ráfagas de ametralladora sonaban ahora a lo lejos. Antes de irse, Thara había dormido sobresaltada a su lado, parecía muy cansada. Las tropas enemigas avanzan, le había dicho. Llegarán hasta aquí en cualquier momento. Tengo que buscar la manera de salir de este agujero y huir antes de que nos encuentren. ¿Pero cómo, cómo? El la abrazaba fuertemente, deseaba quedarse así para siempre. ¿Cómo podría ayudarla si ni siquiera se podía mover? Sus piernas estaban muertas y su cabeza no regía demasiado bien, se perdía entre pasado y presente y a veces no sabía ni dónde se encontraba.

Estaba en medio de una ensoñación en la que veía a Thara bajando las escaleras de un gran edificio y que le miraba sonriente. Estaba preciosa. Le despejó el ruido de una puerta al abrirse de golpe y escuchó como alguien subía corriendo por las escaleras. ¡Por fin volvía! Se incorporó en la cama, sujetando su cabeza con la mano y esperó con una sonrisa feliz. Alguien disparó y el sonido se expandió por todos los rincones. Ekron se sobresaltó de inmediato. No podía ser su amiga. Algo estaba pasando y era malo. Como pudo se deslizó al suelo del lado de la pared y trato de esconderse. Sintió un dolor horrible en la espalda que a punto estuvo de hacerle chillar. Desde allí vio las botas de dos soldados moviéndose de un lado a otro.

— No hay nadie aquí —dijo uno de ellos

— Tiene que estar en algún lado, ella dijo que no podía moverse

— ¡Joder, habría dicho cualquier cosa, después de lo que le hemos hecho!

— No me vendrás ahora con remordimientos ¿verdad?

— No, pero estarás de acuerdo en que hemos sido muy bestias

Bajo la cama Ekron no pudo contener un gemido de horror ¡Thara! El primer soldado se revolvió velozmente y al verle contra la pared y la cama le disparó una ráfaga. Su cuerpo rebotó una y otra vez hasta quedar completamente quieto. Mientras se moría Ekron pensó que le daba lo mismo. Ya no le importaba nada.

— ¡Vamos! — dijo el soldado que parecía estar al mando.

Y desaparecieron.


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  • 19 de Mayo de 2014 a las 20:49

El juez Gastón

 

Jonathan Tobb, el famoso químico, defensor convencido de las posturas intelectuales que desde el último tercio del siglo pasado proponen una estrategia distinta en la guerra contra el narcotráfico, no pudo evitar una sonrisa al oír los argumentos de su amigo, el juez Baltasar Gastón.

 

—Comparto, amigo Gastón, tu desprecio y tu rabia contra esos indeseables. Pero, aunque detengáis de vez en cuando a alguno de ellos, aunque requiséis alijos considerables, nunca acabaréis con el problema. Te lo he dicho muchas veces. El gobierno tiene la obligación de velar por la salud de los ciudadanos, y por ello tendría que legalizar las drogas.

—Mira, Jonathan, no es tan sencillo. Ante la opinión pública no podemos afirmar que las anfetaminas, la heroína, la cocaína y el hachís son legales y que se pueden consumir libremente. Para empezar, se nos tirarían encima los padres de todos esos jóvenes que han perdido la vida enfermos de sida o por sobredosis. Las drogas arruinan vidas, desestructuran familias, matan, degradan...

—Lo mismo que hace muchas veces el alcohol. ¿Por qué no lo ilegalizáis también?

—¡Por Dios, no es lo mismo! Las bebidas alcohólicas, tomadas con moderación, tienen propiedades saludables.

—Cuando la ley seca, en Norteamérica, las bebidas adulteradas con alcohol metílico no resultaron precisamente saludables. La muerte o la ceguera fue el precio que muchos pagaron por haber dejado el comercio del alcohol en manos de los gánsteres y de la mafia. Acéptalo, Baltasar, la única manera de poder ejercer un auténtico control sobre la calidad y pureza de un producto es regulando su comercio. Es decir, legalizándolo. Nunca prohibiéndolo.

 

Pedro Rebolledo, fiscal en jefe del plan nacional antidroga, escuchaba con atención al químico y al juez. Él sabía perfectamente que ambos tenían razón. Como decía Jonathan, legalizándola, la droga se comercializaría en un contexto de control y regulación adecuados. Pero en estos tiempos, con la amenaza de una posible pérdida de votos en las próximas elecciones, una medida como esa era un suicidio político. Por ahora no podían ni siquiera planteárselo. Por ello todos los esfuerzos de la fiscalía, de los jueces y de las fuerzas de seguridad, tenían que dirigirse a perseguir a los narcotraficantes, a los capos de los cárteles de la droga, y a todos los que, de un modo u otro, contribuían a ese turbio negocio.

“Sin embargo, es cierto que a medio o largo plazo habrá que abordar esta guerra de otro modo” pensó el fiscal. “Seguramente por el camino que señala Jonathan”. Y es que el joven químico seguía defendiendo su postura, postura en la que, en el fondo, estaban todos más o menos de acuerdo.

 

—Legalizando las drogas no sólo se podría controlar y regular su venta y su consumo en el marco de un sistema de garantía y control de calidad, sino que se le quitaría a la mafia el actual monopolio que le permite marcar los precios y las condiciones de su comercio y de su venta. Porque, ¿qué podemos esperar que nos venda un mafioso o un gánster? ¿Un producto de primera calidad? De ninguna manera. Nos venderá cualquier porquería, nos engañará miserablemente.

 

Y es que el peligro, esto la sabían bien todos ellos, estaba en el mercado negro, no en las propias drogas. La humanidad había convivido con el opio, el hachís, el tabaco y el alcohol, sin excesivos contratiempos. Por lo menos, mientras se les consideró productos legales y regulados. Pero cuando, en algunos estados de Norteamérica, se prohibió la venta y consumo de bebidas alcohólicas, los grupos del crimen organizado, como la mafia y la camorra, vieron la posibilidad de hacer un lucrativo negocio. Las consecuencias de la guerra, que estalló entre las fuerzas del orden y los gánsteres, fueron terribles. Y como bien había recordado el joven químico, la adulteración de las bebidas, al estar estas fuera de control sanitario, produjo estragos en la salud. Paulatinamente, a medida que se fueron prohibiendo la coca, la marihuana y los opiáceos, se les fueron abriendo nuevas puertas a los grupos del crimen organizado. Como consecuencia de todo ello vinieron el “corte” y la “adulteración”, los laboratorios clandestinos y las drogas de “diseño”, la heroína, la hierba del ángel, el "éxtasis", el crack y tantos otros productos situados cada vez más lejos de la primitiva hoja del árbol de la coca o del jugo del fruto de la adormidera.

 

—Amigos míos, creo que estamos de acuerdo en que la guerra contra el narcotráfico es, en estos momentos, imprescindible. Comprendo todos tus argumentos, pero hoy por hoy la legalización es poco menos que una utopía. Y además, no está en nuestras manos. Los que mandan, los de arriba, no están por esa tarea. Es más, y por supuesto si en el futuro alguien me preguntase negaré haber dicho esto, creo que a algunos, situados en el poder, les resulta incluso conveniente el actual status quo del tema de la droga.

—Amigo Rebolledo, si tienes algún indicio razonable de eso que dices…

—Por desgracia no tengo más que sospechas.

—En ese caso, como juez, debo aconsejarte que seas prudente con ese tipo de comentarios. No vaya a ser que…

—Tranquilo, amigo mío. Tan sólo a personas como vosotros les hago estas de confidencias. Pero… esperad. Sí, tengo un mensaje en el móvil. Perfecto, lo hemos logrado, Baltasar. Han caído.

—¡No me digas! ¿Tan pronto? ¿Todos?

—¡Sí, todos! ¡Y menudo alijo llevaban! Más de quince toneladas de droga prensada.

—Perdonad, pero, ¿se puede saber de qué estáis hablando?

—Disculpa, Jonathan. Hasta hace un momento esta operación era un completo secreto. Pero ahora me parece ver ya los titulares: “Las fuerzas de seguridad y la fiscalía antidroga, en una operación dirigida por el juez Baltasar Gastón, han detenido en una zona próxima a las aguas jurisdiccionales españolas, en el mar de Alborán, una embarcación sin pabellón, en la que trece narcotraficantes de nacionalidad egipcia trasportaban de forma clandestina 16 toneladas de hachís. Esta es la segunda operación contra el narcotráfico en las últimas semanas, tras la detención el pasado marzo de ocho presuntos narcos sirios detenidos en un barco, en la misma zona, con 12 toneladas de hachís.

 

—Amigos, esto hay que celebrarlo.

 

El juez Gastón se levantó de la butaca, y llamó a un camarero.

 

—Joven. Tráiganos una botella de cava catalán bien fresco y tres copas. Queremos hacer un brindis.

 

Poco después los tres, el fiscal, el juez y el químico brindaban por aquella excelente noticia.

 

—La guerra contra el narcotráfico será larga y difícil, seguro. Pero poco a poco vamos ganando batallas. ¡Salud!

—¡Salud!

—¡Salud!

 

 

Tres meses después, una calurosa tarde de finales de julio, al salir del edificio donde estaba su despacho, el juez Gastón se disponía a dirigirse a pie hasta el parking donde había dejado su Audi, cuando oyó una voz grave y profunda, con un marcado acento extranjero, que le llamaba por su nombre:

—¡Juez Gastón!

Se volvió y vio a un hombre elegantemente vestido. Con su barba gris y sus ojos vivos le recordó por un momento a Hamid Karzai. Pero aquel caballero no era el presidente afgano. No. El juez lo conocía bien. Aquel hombre era, ante la opinión pública por lo menos, un rico comerciante, dueño de un notable imperio empresarial en el que los beneficios de numerosos hoteles, restaurantes, comercios y teatros le permitían hacer considerables donaciones, lo que le había otorgado fama de hombre caritativo y de bondadoso mecenas. Pero el juez, tenía motivos para sospechar que aquel caballero de porte elegante y distinguido que se le dirigía era, en realidad, uno de los más poderosos capos del narcotráfico mundial.

 

—¡Señor Ahmed Kerhabán!— exclamó el juez, ignorando deliberadamente la mano que el otro le tendía.

—Sea prudente, señor juez. Muchos no entenderían ese gesto suyo hacía mí. Gesto que, por supuesto, no le tendré en cuenta.

—¿Qué hace usted en España? ¿Ha venido a regodearse de nosotros y ver cómo sus hombres abandonan libremente este país?

—Olvide por un momento su trabajo. Venga, le invito a un bourbon.

 

El extranjero y el juez se sentaron en una mesa en la terraza de un afamado hotel. Nada más verles llegar un camarero acudió llevando una botella de un carísimo güisqui americano en una bandeja, con dos vasos y una jarra con agua.

 

—Estando tan cerca de los juzgados no quise perderme la oportunidad de saludarle, amigo mío.

—Yo no le cuento a usted en la lista de mis amistades.

—¡Sea un poco más sociable, caramba! Mire, juez Gastón, como dicen ustedes los españoles, lo cortés no quita lo valiente. He de felicitarle por el modo en que llevó usted la investigación de algunos de mis negocios. Fue usted sumamente hábil, lo reconozco. Nunca antes me había encontrado con un juez que me pusiese en tantos apuros y que lograse profundizar y meter sus narices tan adentro en mis negocios. De modo que le felicito sinceramente.

—No hice otra cosa que cumplir con mi obligación.

—No se quite mérito, señor juez. Bien, tiene usted razón. En teoría estoy aquí para reunirme con un grupo de empresarios y con algún alto dignatario de su país. Estamos sondeando la posibilidad de crear una gran superficie, un parque temático del juego y la diversión, con casinos, hoteles… ya sabe. Todo legal, por supuesto. Pero es cierto, he aprovechado para supervisar la puesta en libertad de… bueno, a usted puedo decírselo de este modo. La puesta en libertad de mis hombres.

—¿No lo niega usted?

—A usted no tengo porqué negárselo, lo sabe, aunque no pueda probarlo. Mire, le voy a dar un consejo.

—Yo no se lo he pedido, señor Kerhabán.

—Da igual, yo se lo doy. Dado que el consejo de ministros y el parlamento han aprobado esa ley, la ley de anulación de la Justicia Universal del ministro Ruiz Cimarrón… ¿por qué no deja usted lo de la  fiscalía antidroga y la lucha contra el narcotráfico? Creo que haría usted un buen papel dedicándose a otras cosas. Por ejemplo ayudando a los afectados por las hipotecas o emprendiendo sumarios contra los crímenes del franquismo. Es sólo una sugerencia. Bien, mi tiempo y el suyo son muy valiosos. Debo dejarle, señor juez. Que tenga un buen día.

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  • 20 de Mayo de 2014 a las 11:01

El asalto

 

            Eran tres muchachas. Permanecían sentadas frente a mí, en el Círculo donde llevábamos apiñados los compañeros desde hacía dos días, esperando noticias. Una sostenía a un crío chico en su regazo y lo mecía de vez en cuando cantándole de forma monótona. Le dijimos que por qué no iba a casa con él, nos comprometimos a avisarla. Respondió que no, que de allí no se movía mientras su marido estuviera entre nosotros. Otra de las muchachas tendría unos veinte años. No supe su nombre hasta poco antes de que muriera. Dormitaba a menudo y, al despertar, nos preguntaba si se habían sublevado ya, que estaba harta de esperar y no poder dormir apenas. Pero una vez dicho esto, volvía a acomodarse contra la pared y cerraba los ojos. Luego estaba tu madre.

- ¿Qué haces aquí? -le dije la segunda noche.

- Esperar. Como tú -fue su respuesta.

- Pero eres muy joven, muchacha, tendrías que estar en tu casa, esto no es una broma.

- No tengo padre y mi madre trabaja de cocinera en el ministerio de la Guerra. Ahora no sale de allí, me mandó recado de que no sabía cuándo la dejarían volver a casa.

            Alzó entonces la vista y sentí su coraje.

- Estoy aquí para defender la revolución, compañero.

            Me senté a su lado. Tenía un trozo de pan y de queso. Le ofrecí y comimos en silencio.

- ¿Cuánto más tendremos que esperar? -dijo.

- Nadie sabe nada. Hablan de que los fascistas han desembarcado en Algeciras, que se han apoderado de Sevilla, no sé, todo son rumores. Cuentan que el cuartel de Getafe se ha levantado contra la República... Supongo que no tendrás ningún arma.

- No, claro, no tengo nada. A ver si nos dan algo.

- Yo he conseguido esta pistola -enseñé muy orgulloso mi inútil revólver-. Me lo dio un compañero. Era de su padre.

            Quedamos en silencio, masticando el queso.

- ¿Cómo te llamas?

- Eulalia, pero me llaman Lali.

- Yo, Miguel. Trabajo en la construcción, de peón. Me he marchado de casa, estaba harto de los viejos, todo el día rezando. Prefiero estar aquí.

- Yo también. No tengo a nadie en casa. También lo prefiero.

            Tu madre no siempre ha sido la ruina que ahora es. En aquel tiempo era muy joven, tendría poco más de dieciséis años, pero ya se comportaba como una mujer. Me dijo que trabajaba en una fábrica de hilados, repasando botones y haciendo pequeñas tareas. Toda su ilusión era coser con una de esas máquinas en las que trabajaban las que eran más mayores y tenían experiencia.

            Aún pasamos bastantes horas allí sentados, dormitando como pudimos. No me separé de ellas, de la que dormía y de tu madre. Eran amigas, del mismo barrio, trabajaban juntas en la misma fábrica. De repente entró un chico sofocado: “¡A los coches, a los coches! ¡Los del cuartel de la Montaña se han levantado!”. Nos incorporamos, algo adormilados aún, pero inmediatamente en acción. Llevábamos esperando más de dos días con sus noches y la vigilia, los nervios, la impaciencia, nos destrozaban. Salimos casi en silencio, llenos de determinación. “¡Por fin!”, decían algunos, “¡ahora verán esos hijos de puta!”. Tu madre se pegó a mí o quizá fui yo el que no podía separarme de ella.

            Nos montamos en los coches requisados. Lali sonreía.

- ¿Por qué sonríes? -pregunté-, ¿tienes ganas de entrar en acción?

            Ensanchó la sonrisa.

- Siempre tuve la ilusión de montarme en un coche como éste.

            Era un Dodge de esos grandes, en los que iban los señores a los cabarets. Tenía los asientos mullidos y confortables. Ella se recostó sobre ellos, aún sonriendo y yo pensé que en el fondo era una cría pero quizá me sonreía a mí. Sentí su contacto a mi lado, el calor de su hombro y pensé que no me separaría de ella, que trataría de cuidarla.

            En la calle Ferraz, en Bailén, todo eran sombras aquella madrugada del día veinte, lunes me acuerdo que era. Habíamos pasado todo el fin de semana en la incertidumbre y al fin llegaba la hora de actuar pero nadie parecía tener armas. Había algunos mosquetones viejos, pistolas, escopetas de caza. De no sé dónde salió una ametralladora que llevaban entre dos. Desde el cuartel, una mole oscura allá en lo alto, surgían destellos de vez en cuando, disparaban contra nosotros. Una muchacha gritó y se llevó una mano a la pierna, ensangrentada. Discurríamos de un lado a otro, sin saber qué hacer, escondiéndonos cuando disparaban, gritándoles, reclamando armas que nadie parecía tener.

- ¿Cuántos hay dentro? -pregunté a uno que pasaba.

- Varios miles, compañero, oficiales en la reserva, soldados, traidores fascistas todos ellos. Pero nosotros somos más.

            Éramos más, efectivamente, pero muy mal armados. De repente llegó un coche cargado de fusiles que provenían de una armería. Unos guardias de asalto llegaron con un cañón poco después. Reían diciendo que no disparaba pero que lo pondrían a la vista para que los fascistas lo pudieran ver. Gritamos entusiasmados, ya ves. Con un cañón inservible, unos mauser, escopetas de caza, cuchillos, poco más, y dispuestos a entrar en acción. Lali era una sombra a mi lado, junto a la muchacha somnolienta que ahora aguardaba bien despierta, como todos los demás.

            De repente empezaron un fuego graneado desde el cuartel. Nos tiramos a tierra y, los que pudieron, empezaron a responder al fuego enemigo. Había gritos, disparos, muchos disparos, gente que corría, otra que caía. No sabía qué hacer con mi revólver, inútil a esa distancia. Con eso no haces nada, me dijo uno, habría que acercarse demasiado. Disparé pese a todo, algo había que hacer. La ametralladora que teníamos tampoco conseguía llegar hasta los muros del cuartel. Un soldado se lo dijo a los que la manejaban, que tendrían que acercarla más para hacer blanco. Los dos hombres, de común acuerdo, sin una palabra, cargaron con ella y se pusieron en medio de la plaza, a la descubierta, totalmente expuestos. El servidor tardó cinco minutos en caer y aún el otro siguió disparando varios minutos más, hasta terminar el cargador. Allí quedó la ametralladora, los dos cadáveres a su lado. Entonces surgió una sombra y otra se levantó rauda a nuestro lado.

            “¡Juani, Juani!”, gritó tu madre. Y así supe el nombre de su amiga, justo unos minutos antes de que una bala le diera en la cabeza. Quiso levantarse para socorrerla pero se lo impedí. Era inútil, ya estaba muerta. Desde todos lados se empezó a levantar un griterío enorme. Una bandera blanca se asomaba en medio de la escalera que había al fondo del patio. “¡Ya son nuestros!”, gritamos. Nos abalanzamos sobre el portalón enarbolando nuestras armas, insultándoles, animándonos a proseguir. Entonces se escuchó el tableteo de una ametralladora y las troneras del cuartel se cubrieron de armas que nos disparaban sin piedad. Hubo una confusión terrible, gemidos, ayes de heridos, muertos que caían sin un suspiro. Toda la plaza se llenó de cadáveres en un momento. Cogí a tu madre del brazo, estaba confusa, arrastrándose por entre los muertos. Me la llevé como pude, medio cayéndonos, las balas silbando alrededor. Pude guarecerme con ella en un portal. Me di cuenta de que estábamos llorando y era de rabia. “¡Fascistas de mierda!”, repetía una y otra vez. En todos había la misma ansia de venganza, muchos gritaban pidiendo ayuda, tratamos de reordenar las fuerzas.

            Aquello apenas duró unos minutos. De repente pareció que nos invadía una locura, no sabría bien cómo explicarlo, ni siquiera pude darme cuenta de qué pasaba exactamente. Una masa enorme de trabajadores que gritábamos, que insultábamos, empujando el portalón con los hombros, a patadas, con barras de hierro, lo que atrapábamos al vuelo. Yo tenía por entonces una escopeta que había recogido del suelo. Abrimos el portón y entramos en tromba en el patio del cuartel. Los soldados levantaban los brazos, despavoridos, nos entregaban las armas. Gritaban que habían sido obligados, daban vivas a la República. Los cabecillas, los oficiales y otros fascistas que estaban con ellos se refugiaron dentro y siguieron disparando. Caían los hombres a mi lado, disparábamos casi sin mirar, otros eran acuchillados contra la pared.

            Perdí a tu madre. Nadie sabía dónde estaban los demás. Entré con varios compañeros forzando una puerta y allí estaba un militar de alta graduación. Soltó el arma de inmediato, levantó los brazos. También gimoteaba: “¡Me han engañado, me han engañado!”, decía. “¡Quietos!”, dijo un compañero de edad que había entrado con nosotros. “¡Soy el general Fanjul!”, levantó la frente el detenido. Le agarramos de los brazos y le llevamos fuera, insultándole. El patio estaba cubierto de cadáveres, la plaza de delante era un espectáculo terrible. Luego, en la guerra, los habría semejantes pero aquello impresionaba. Yo sentí que me desmoronaba.

            Busqué a tu madre, recorrí los patios, subí y bajé escaleras. Había muertos en todas partes, hombres agotados que se apoyaban en una pared pidiendo agua. Los heridos estaban siendo trasladados a hombros de compañeros. La encontré junto al cadáver de su amiga. Estaba sentada en el suelo y le sostenía la cabeza ensangrentada. Por un momento me asusté porque creía que ella misma estaba herida pero no era así. Sencillamente la abrazaba. Me senté a su lado, pasé la mano por su espalda, intentando tranquilizarla sin conseguirlo. Fumé un cigarrillo y me temblaba tanto la mano que no podía casi sostenerlo.

            Así conocí a tu madre, concluyó el viejo con una sonrisa. Así empezó una desgraciada historia de amor.

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  • 21 de Mayo de 2014 a las 7:23
En dos

Escupe.
Un tintineo resuena al fondo de la celda.
La lengua curiosea en el hueco que ha dejado el colmillo, produciendo un dolor que se extiende por toda su cabeza como aceite en llamas. Gime pero se agarra a ese dolor para no perder la conciencia de nuevo.
Intenta cambiar de postura y un latigazo le recorre la espalda. Se le nubla la vista y el mareo le produce una arcada. El estómago le recuerda con saña que no le queda nada que expulsar.
Deja caer la cabeza hacia delante, despacio, respirando tan hondo como le permiten sus maltrechas costillas.
Nota cómo las lágrimas le suben por la garganta.
Un chasquido retumba en la celda oscura. Da un respingo. Su respiración se acelera.
Unas botas negras se detienen a escasos centímetros de sus pies desnudos y encogidos.
- Dadle agua -ordena una voz queda.
Al poco rato, alguien moja sus labios resecos. Tose al tragar con avidez.
Mientras trata de recuperar el resuello, le colocan una mesa delante.
Después, la puerta vuelve a cerrarse con estruendo.
Tras unos segundos, la voz vuelve a sonar.
- Niiva.
Esta vez, la reconoce y siente un estremecimiento de alivio.
- ...Redha -susurra.
Levanta la vista y se encuentra con el rostro impasible del capitán sentado al otro lado de la mesa. Un llanto incontrolable se tropieza con sus palabras.
- Redha... sácame de aquí. Tú me conoces... sabes que yo no...
- Silencio.
Niiva siente el frío cortante en el tono del que creía su amigo. El miedo le aprieta el cuello.
- Las acusaciones son graves.
- ...Redha...
- Se te acusa de conspirar con el enemigo, de pasar información. Has traicionado a tu país, a tu gente.
- ...no...
- ¡Me has traicionado a mí, Niiva, maldita seas! -su tono se eleva apenas por encima de la quietud de la celda pero la furia que contiene es tan grande que la mujer se encoge de nuevo.
- Redha... -comienza a decir tras una pausa. Su corazón late desbocado-. No es verdad... ¡tú me conoces! -implora buscando sus ojos.
El capitán la observa un segundo. La penumbra oculta su rostro. Niiva percibe una ira inmensa en su figura, en el aire que la rodea; cortante, seca. Como un muro entre los dos. Un muro que antes no existía.
Con gesto lento, el capitán descarga un bulto encima de la mesa. Niiva da un respingo.
Es un casco.
Al fijarse mejor, se da cuenta que es del ejército enemigo. Tiene un gran agujero en la frente por donde sin duda entró una bala que acabó con la vida de su propietario.
La teniente mira al que hace apenas unos instantes consideraba su amigo.
Entonces, Redha deja, casi con delicadeza, algo junto al casco, algo que arranca destellos de la luz mortecina.
Niiva sigue sin comprender.
- ¿Acaso no los reconoces?
Un vacío tira de la mujer hacia abajo, amenazando con tragársela.
- Quizás necesites examinarlos mejor.
El capitán se levanta y sostiene la medalla ante los ojos de la teniente que, con dificultad, lee la inscripción que hay en ella.
El horror desfigura sus rasgos maltrechos, el aire parece no querer entrar en sus pulmones y la piel se eriza con un dolor nuevo. Un jadeo roto escapa entre sus labios tras una eternidad de agonía que muere apenas en un segundo.
Un grito abrasa su garganta y los hombros se sacuden incontrolados, su cuerpo se afloja y sólo las sogas que la sujetan a la silla impiden que se desmorone como una marioneta de trapo, mientras niega una y otra vez con la cabeza.
- Veo que sí los reconoces -el dolor cosido entre cada sílaba se muestra tan sólo un instante, el tiempo justo para que el capitán recupere la compostura y tome asiento de nuevo.
¿Cómo no reconocer aquella medalla? ¿Cómo no recordar el nombre escrito en ella si tantas noches lo había susurrado, si amaba más a su dueño que a su propia vida?
Antes de que su país se partiera en dos ya se amaban. Antes de que el hermano matara al hermano ya sabían que no podrían vivir el uno sin el otro. Pero sus convicciones eran fuertes y su orgullo les impidió darse cuenta de que aquel conflicto era más grave y más profundo de lo que estaban dispuestos a admitir. Cuando estalló todo, ya se habían separado aunque ninguno de los dos lo deseaba en realidad. Pero ni la muerte a su alrededor ni cientos de frentes abiertos en medio pudieron detener la fuerza que, al final, los unió de nuevo, en trincheras abandonadas y habitaciones devastadas. Y aunque cada vez que se despedían se repetían que podía ser la última, en realidad, nunca lo creyeron.
Hasta que Redha le ha mostrado la medalla.
Niiva no tiene ninguna duda.
Porque Redha nunca miente.
- ¿Entiendes ahora la gravedad de las acusaciones?
La voz de Redha llega a sus oídos espesa y lejana. La pena y el llanto es lo único que existe ahora.
El capitán contempla en silencio a su teniente y la piel se le eriza bajo el uniforme.
Vacila un segundo, con los músculos tensos para tender una mano que nunca llega a avanzar.
En lugar de eso, se da la vuelta y, tras dos sonoros golpes en la puerta, abandona la celda.
Sus pasos retumban en los pasillos. Quizás no esté todo perdido. Los cargos son graves y las pruebas, difícilmente refutables. Pero aún tiene algunos favores que reclamar y amigos a los que deber. Mañana todo podrá arreglarse. Por Niiva, vale la pena intentarlo.
El tiempo en la penumbra no es una constante. Las horas se mezclan entre sí, se estiran y se encogen.
En algún momento, la teniente deja de llorar. Quizás porque ya no le quedan lágrimas. Quizás porque ya no le queda nada.
Intenta evitar que su mente entre en el cuarto de su memoria en el que siempre estará él, su voz, sus abrazos, sus besos. Pero fracasa.
Un pensamiento atraviesa su mente como una daga.
Su respiración se acelera.
Decidida, palpa con la lengua y encuentra el diente que busca. Con un movimiento rápido mil veces repetido, retira la funda que le pusieron para proteger la falsa cápsula y tensa las mandíbulas.
- Por si alguna vez te apresa el enemigo -le habían enseñado.
Cierra los ojos.
Su mano abre la puerta de ese cuarto y entra corriendo. Él está en la cama, tapado únicamente con las sábanas; sonríe al verla, tendiéndole una mano.
Aprieta los dientes con fuerza y nota el líquido que se libera y se mezcla con la sangre en su boca.
Con un último suspiro, cierra la puerta tras de sí.
concursoderelatos
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  • 21 de Mayo de 2014 a las 18:57

Las tinieblas del corazón.

Cuando Maite abrió la puerta de casa, un agradable olor a pimiento y bacalao que aspiró con deleite, hizo que todos sus sentidos se revolucionaran. Un viernes cada quince días tocaba “tarde de chicas” y entonces preparaba la cena Iñaki, ponían la mesa los niños y luego recogían entre todos. Era la única noche en que cenaban los cuatro juntos. No solía ser una mala forma de empezar el fin de semana.

-Mmm. ¡Qué bien huele! Estoy famélica -dijo Maite al entrar en la cocina-. ¡Ven aquí, que no sé si comerte antes a ti!

-¡Eh! Tranquila, que se me va a quemar esto y seguro que no te resulto tan “apetecible” luego -replicó Iñaki sonriendo-. ¿Cuantas cervezas han caído?

-Sólo un par, bueno… cinco. ¿Dónde están los críos?

-En su habitación supongo. Unai con la “play” y la otra vete a saber, tenía que estudiar, pero no sé yo...

-¡¡Vamos!! ¡A poner la mesa! -llamó Maite saliendo de la cocina-. ¡Venga! ¡No os hagáis los remolones!

Irati apareció primero, arrastrando junto con los pies el duro peso de sus dieciséis años. Se dirigió en silencio hacia la sala, que también hacía las veces de comedor, y cogió el mando de la televisión. La encendió y fue pasando de canal en canal, sin nada que despertara su atención. Masculló un juramento que nadie oyó y fue cogiendo platos, vasos y cubiertos, que colocó con parsimonia sobre la mesa.

-¡¡Unai!! -gritó con rabia-. ¡Te creerás que lo voy a hacer yo todo!

Unai salió de su cuarto corriendo pero la mesa ya estaba puesta. Cogió también el mando y le dio otra vuelta. La mitad de los canales estaban sin conexión y en la otra mitad no había nada interesante que ver.

-¡Vaya puta mierda de TDT! -dijo justo cuando su madre entraba.

-¿Qué hemos hablado de los tacos? -preguntó Maite dándole una pequeña colleja-. Mira que te quedas sin la “play” y sin el móvil este fin de semana. Dame el mando. Venga, dame el mando.

Iñaki por fin trajo el bacalao, el vino y el agua. Se sentaron todos con la vista en la pantalla, que en ese momento mostraba un lujurioso paisaje selvático, con su río caudaloso bajo un sol de rojo intenso. Esmeralda y fuego. Durante unos segundos la voz hipnótica que parecía emanar del televisor, llegó hasta sus cerebros.

-¡Vaya pu! ¡Uy! Vaya caca de programa -suspiró Unai.

-Unai, no nos irás a dar la noche, ¿verdad? -dijo Maite, aparentando un enfado que realmente no sentía.

-Vale, me callo. Pero me tenéis que prometer que si apruebo todo me lo compraréis -replicó Unai-. ¿Me lo prometéis?

-¡Ya estamos otra vez! ¿Cómo aprobar? -preguntó Iñaki-. El trato es, como mínimo, para notables.

-Jo, aita, pero es que Inglés es un rollo. ¿No vale un bien?

-¿Qué te ha dicho tu padre? -tomó el relevo Maite-. Además, ¿para qué quieres tú un móvil nuevo?

-Que no es un móvil, es un smart-phone y 4G.

-A ver, ya tienes móvil y tablet, y el ordenador a medias con tu hermana... ¿qué más puede querer un macaco de doce años? -Maite parecía indignada-. Tú trae todo notables y luego hablamos. Ala, a cenar, dadme los platos.

Mientras Maite servía la cena, todos los ojos volvieron a la pantalla haciéndose, durante unos instantes, la dueña de la sala.

-Venga, empezad a cenar que si se enfría ya no es lo mismo –arengó Iñaki con gesto de disgusto-, que no me he pasado toda la tarde en la cocina para nada.

-Cómo exageras, aita -replicó Irati-. No has estado en la cocina ni media hora.

-¡Milagro! ¡Mi hija ya no es muda! -exclamó Iñaki divertido-. ¿No habrá sido una alucinación? Anda, dinos algo más, por si acaso…

-Si no tengo nada que decir, para qué me voy a molestar en hablar -explicó Irati irritada.

-No le hagas caso, aita, que se ha enfado con su novio –se burló Unai, mientras su hermana le daba un “puñetazo” en el brazo-. ¡Aaaay!

-¡Que no tengo novio, idiota!

-Vale ya -cortó Maite.

Se hizo un silencio en el que la televisión aprovechó de nuevo para gobernar la sala. Una niña de grandes ojos y mirada triste, parecía dirigirse a ellos en un francés tosco, acallado por otra voz monótona que traducía sus palabras.

-¿Y si saco un bien en Inglés y lo demás sobresalientes? –preguntó Unai inspirado.

-¿Pero todavía sigues con eso? -entonces Maite sí que sonaba enfadada-. Escucha un poco lo que dice esa niña, que no todo el mundo vive como tú, hay mucha gente que sufre y no tiene nada.

-Maite, por favor -intercedió Iñaki con un tono duro-, que es un niño.

-Sí, pero un niño malcriado…

Iñaki apagó el televisor de repente y lanzó el mando al sofá. Miró a Maite a los ojos como si fuera la culpable de que las miserias del mundo se hubieran colado en su casa por alguna rendija sin vigilancia.

-Estamos cenando -se justificó, rechinando cada palabra entre los dientes-. No es el momento para ver esto.

Terminaron de cenar en silencio. Incluso Unai, que no entendía muy bien qué pasaba, intuyó que era mejor no decir nada. El ambiente enrarecido y pesaroso les llevó a la cama sin recoger la mesa. Irati se durmió pensando en el “capullo” de Asier, pero es que le quería tanto… Unai soñó con su nuevo 4G. Iñaki y Maite no durmieron muy bien, pero su memoria dispuesta a dejarse sobornar, sucumbió sin resistencia a la mañana luminosa del sábado primaveral, que barrió de un plumazo los ecos angustiados de tierras lejanas. 

lasacra1
lasacra1
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  • 22 de Mayo de 2014 a las 22:05

 

The war is over