Sucedió que yendo Pablo de Tarso de camino a Damasco de repente se vio rodeado por una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Él respondió: «¿Quién eres, señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer».
Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Pablo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber.
Así el autor, salvando las distancias con la conversión de San Pablo y sin querer establecer odiosas comparaciones ni molestar las creencias religiosas de nadie, estando una tarde en la cinta del gimnasio intentando hacer algo de ejercicio aeróbico, de repente su mirada inocente se posó en el bamboleante trasero enfundado en apretada malla de una fermosa mujer que hacía lo mismo que él pero mucho mejor en la cinta de enfrente.
Distraído, apenas sufrió un breve descuido, por aquella visión prodigiosa tropezó, cayó en tierra y fue deshonrosamente arrastrado por la cinta hasta chocar violentamente contra la pared de atrás; oyó una voz que decía «Rápido que alguien llame al SAMUR porque este tío se ha roto la cabeza», el resto de personas de la sala se detuvieron mudos de espanto, oyeron el fuerte golpe y escuchaban su triste lamento pero no veían a nadie porque yacía retorciéndose de dolor en el suelo, semioculto por la siniestra maquinaria.
Con su ayuda se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada, solo el titilar de cientos de estrellas brillantes orbitando enloquecidas en torno a su cabeza. Lo llevaron de la mano y le hicieron entrar en el botiquín del gimnasio, donde tumbado en una camilla pasó los siguientes quince minutos sin querer ver, ni comer, ni beber.
Y lo que es más increíble, sin hablar.
De este modo el autor, por entonces un alma en pena deportivamente hablando, se convirtió súbitamente en corredor, bueno todavía tardó un tiempo en conseguirlo porque no fue algo instantáneo sino tan solo el arranque de un proceso transformador a largo plazo.
Tras recuperarse del tremendo porrazo sufrido y de la vergüenza consiguiente comprendió que en realidad había recibido una señal (bastante dolorosa por cierto) que con el tiempo lo llevaría a participar en doce maratones (más uno apócrifo) y en un centenar de carreras populares de todo tipo a lo largo y ancho de la geografía a la espera de que otro golpe salvador lo devuelva al mundo real sin necesidad de partirse la crisma.
De momento no ha tropezado con la misma piedra y, como hiciera san Pablo con sus cartas y epístolas a romanos, corintios, gálatas, efesios, colosenses, tesalonicenses y filipenses, para entretener la espera él se dispuso a escribir las crónicas de sus carreras de largo aliento en honor a Filípides el griego para solaz y entretenimiento de sus familiares y amigos a los que posiblemente tenga bastante hartos con tanto libro.
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