Mis padres sabían toda la verdad, pero se preguntaban si yo sería capaz de descubrirla, por mí mismo.
Por eso, cuando cumplí cinco años me quitaron del colegio donde me habían acunado -ese tipo de colegios a los que vamos nosotros- y me matricularon en el peor de la ciudad, donde los hijos eran recogidos por padres sudando el síndrome de abstinencia. Fue como tirar una hormiga a un charco, a ver qué pasa.
Salí al recreo en mi nuevo Establecimiento Educativo, intentando levantar la barbilla y poner la cara de Rambo cruzando la jungla de la guerra de Vietnam. Pero, no funcionó. El primer día me robaron el reloj, durante todo el otoño se quedaron con mi almuerzo, y en invierno me arrancaron la chaqueta. Afortunadamente, para primavera ya había aprendido a defenderme.
Sí, me endurecí, y hasta empecé a subir puestos en la escalera social de mi clase. A los 10 años ya me contaba entre los tres jefecillos del aula, a los que el resto de los compañeros admiraba y tributaba. Todo bien, hasta el suceso que te quiero contar: