Para dejar atrás la poética del quiero y no puedo y llegar a la del puedo y no quiero, hay que ir hasta el barrio menos lírico de la ciudad: Orcasur. Allí no se puede caminar, pero sí deambular en coche con la radio puesta y la lata de cerveza entre los muslos. Lo bueno que tiene Orcasur es que da igual seguir avanzando que estar parado. Nada mejora ni empeora. Y es entonces cuando se produce el milagro: de pronto el vector pierde importancia y la recobran la canción que está sonando y también que, estando como está entre dos pedazos de carne viva, la lata no se caliente del todo. Así, avanzando o sin avanzar (¿qué más da), uno empieza a pensar en ninguna dirección, mezcla el ayer con el hoy, el hoy con el mañana y queda suspendido en una fugaz eternidad que se disipa en cuanto tira para el centro. En esa fugaz eternidad se instala Míguel (con una inexplicable tilde en la i) para escribir, y lo hace en el salón de casa, sin gastar gasolina. Juzgue el lector si vale la pena o no dejarse arrastrar con él al volante hasta ese pliegue extraño de lo real.